El detonante suele ser Stefan Zweig. A partir de pensar en Zweig, de cuya obra no puedo alardear más que de un breve conocimiento puntual y algo tramposo, mis elucubraciones, inducidas por cierto sector afín a mis más oscuras filias, van hacia el mismo lado. Que si era un escritor burgués, que si su estilo acaba resultando algo cargante, que si acaba abusando un poco de esa elegancia centro-europea que hoy resulta tan añeja, tan trasnochada y tan fuera de lugar. En este mundo mestizo y bastardo, tan impuro y tan alejado de la perfección, Zweig, cuyos defensores son un pequeño ejército armado de buenos argumentos, no merece, en el buen sentido, que yo me dedique a zambullirme en piscinas de polémica en que puedo ahogarme. Pero su figura, esa estampa que tanto podría ser la de un escritor como la de un empresario o un reputado médico, va a servirme de pretexto. No por sí sola, sino combinada con algunas cuestiones.
Siempre me ha impresionado, hasta un punto intimidatorio, todo lo referente a movimientos radicales como el maoísmo o los jémeres rojos. Movimientos que consideraban que todo aquel educado en entorno relacionado con el capitalismo o su versión en una Asia colonizada debía ser o erradicado o reeducado hasta que el poso dejado por esa educación cediera ante el peso de las poderosas convicciones revolucionarias. Los campesinos, los guerrilleros cegados por las soflamas de sus líderes, odiaban a todo aquel que desprendiera tufo a cultura. La cultura parecía una especie de privilegio, de elemento de lujo destinado y consumido por las élites favorecidas.
Los libros son caros. Ciertos libros, de ciertas editoriales independientes que han de cuadrar sus números a costa de cortas ediciones con escasa repercusión y nulas expectativas de rentabilidad, son más caros todavía, y ni la más mínima posibilidad de una edición de bolsillo más asequible es contemplada. Las personas con duras jornadas de trabajo, sea físico o no, apenas disponen ni de tiempo ni de la condición física para disfrutar de lecturas que, a veces, no son planteadas por sus autores como sencillos ejercicios de fácil comprensión. Esas personas tienen poco tiempo, están cansadas y les cuesta concentrarse. Así que determinadas profesiones parecen ser incompatibles con los requisitos del hábito de la lectura. Una abyecta lógica que funciona. Luego, los que nos sometemos a ritmos de lectura, no por autoimpuestos o placenteros, menos leoninos, solemos ser encapsulados como freaks o raritos. Encima, nosotros no ayudamos demasiado cuando, en un intento de hacernos los interesantes o eludir ese aburrido estereotipo, proclamamos que la lectura es un vicio, lo equiparamos a meterse droga por la vena, lo comparamos con postrarse en una barra atrincherados tras una hilera de vasos vacíos. La lectura es un vicio y nosotros somos tan valientes de caer en él, y regocijarnos. Somos unos viciosos, qué vamos a ser aburridos. Y como somos viciosos, algunos nos podemos permitir eso, a base de una dieta combinada de colecciones heredadas, préstamos indefinidos de amigos olvidadizos, hurtos en grandes superficies, visitas a amigos libreros benévolos con sus márgenes, eventuales colas en cajas por empeñarnos en comprar justo ese libro en Sant Jordi o en Navidades, regalos de amigos o familiares que se vanaglorian de conocer nuestros gustos (complementados con visitas esquivas para cambiar esa porquería ilegible), y todo eso.
La lectura es un vicio, pero yo no me imagino a nadie atracando para comprarse un libro. Y soy capaz de imaginar muchas cosas. Hoy mismo he soñado con una ciudad atravesada por un río en cuyo lecho había hileras de coches inundados. De a cuatro, eran las hileras, y en el sueño yo pensaba que todos los coches eran Seat 600 y que eso era una especie de monumento-performance de algún chalado creativo, pero entonces vi un Toyota Celica, o quizás era un Hyundai, con su alerón.
Así que, sí, todo parece precipitarse hacia una terrible conclusión, que no es otra que la lectura compulsiva es un caprichito burgués. Caprichito, he dicho, en diminutivo. Capricho es irse a comprar una bufanda a NY con el primer avión que sale, pero caprichito es eso, algo de medio pelo.
Quede claro que leer Chavs, que mencioné aquí no hace demasiado, sigue siendo una influencia en todas estas disquisiciones. Todo el mundo debería leer ese libro.
La lectura es un vicio, pero yo no me imagino a nadie atracando para comprarse un libro. Y soy capaz de imaginar muchas cosas. Hoy mismo he soñado con una ciudad atravesada por un río en cuyo lecho había hileras de coches inundados. De a cuatro, eran las hileras, y en el sueño yo pensaba que todos los coches eran Seat 600 y que eso era una especie de monumento-performance de algún chalado creativo, pero entonces vi un Toyota Celica, o quizás era un Hyundai, con su alerón.
Así que, sí, todo parece precipitarse hacia una terrible conclusión, que no es otra que la lectura compulsiva es un caprichito burgués. Caprichito, he dicho, en diminutivo. Capricho es irse a comprar una bufanda a NY con el primer avión que sale, pero caprichito es eso, algo de medio pelo.
Quede claro que leer Chavs, que mencioné aquí no hace demasiado, sigue siendo una influencia en todas estas disquisiciones. Todo el mundo debería leer ese libro.