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miércoles, 23 de noviembre de 2011

Cómo puedo escribir si usted no me deja tranquilo

Entrevista a ERNEST HEMINGWAY
(Fragmento)
Por George Plimton
Publicada originalmente en la revista The Paris Review en 1958 y editada en castellano en Narradores1. El Ateneo, 1996. Fue transcripta desde el diario Clarín de su edición del domingo 18 de julio de 1999.

–¿Le resultan placenteras las horas dedicadas al proceso de la escritura? ¿Podría decirnos algo de ese proceso? ¿Cuándo trabaja usted? ¿Mantiene un horario rígido?
–Me resultan muy placenteras. Cuando trabajo en un libro o en un relato escribo cada mañana, en cuanto haya luz. A esa hora nadie molesta y está fresco o frío, y uno se pone a trabajar y se caldea a medida que escribe. Uno lee lo que ha escrito, y como siempre se interrumpe cuando sabe qué es lo que va a ocurrir a continuación. Uno sigue a partir de ese punto. Uno escribe hasta llegar a un lugar en el que todavía le queda resto y sabe lo que ocurrirá a continuación, y allí uno se interrumpe y trata de vivir hasta el día siguiente para volver a seguir con eso. Uno ha empezado, digamos, a la seis de la mañana. Y puede seguir hasta el mediodía o dejar antes. Cuando uno se detiene está vacío, y al mismo tiempo no vacío sino llenándose como cuando ha hecho el amor con alguien a quien ama. Nada puede dañarlo, nada puede ocurrir, nada significa nada hasta el día siguiente, cuando uno vuelve al trabajo. Lo difícil es la espera hasta el día siguiente.


–¿Puede quitarse de la cabeza el proyecto al que está entregado cuando está lejos de la máquina de escribir?
–Por supuesto. Pero para eso hace falta disciplina y esa disciplina se adquiere.


–¿Hace alguna revisión o alguna reescritura cuando lee hasta el lugar en el que se interrumpió el día anterior? ¿O las revisiones vienen más tarde, cuando todo el trabajo está terminado?
–Todos los días reescribo hasta el punto en que dejé el día anterior. Cuando todo está terminado, naturalmente lo reviso. Así se tiene otra oportunidad de corregir y reescribir cuando otra persona lo mecanografía, y uno ve el material más prolijo. La última oportunidad son las pruebas. Uno agradece todas esas chances.


–¿Reescribe mucho?
–Depende. Reescribí el final de Adiós a las armas, la última página, treinta y nueve veces antes de quedar satisfecho.


–¿Había allí algún problema técnico? ¿Qué era o qué lo obstaculizaba?
–Buscaba las palabras adecuadas.


–Thornton Wilder habla de recursos mnémicos que ponen en marcha el día de trabajo de un escritor. Dice que una vez usted le dijo que les sacaba punta a veinte lápices.
–Creo que nunca tuve veinte lápices a la vez. Gastar la punta de siete lápices número 2 es un buen día de trabajo.


–¿Cuáles lugares le resultaron más provechosos para trabajar? El hotel Ambos Mundos parece haber sido uno, a juzgar por la cantidad de libros que usted escribió allí. ¿O el ambiente no ejerce demasiada influencia sobre su trabajo?
– El Ambos Mundos de La Habana era un muy buen lugar para trabajar. Esta finca es un lugar espléndido, o lo fue. Pero siempre he trabajado bien en todas partes. Quiero decir que he podido trabajar tan bien como puedo en distintas circunstancias. El teléfono y los visitantes son los que destruyen el trabajo.


–¿La estabilidad emocional es necesaria para escribir bien? Una vez me dijo que sólo podía escribir bien cuando estaba enamorado. ¿Podría explayarse más sobre el tema?
–¡Qué pregunta! Pero lo felicito por el intento. Uno puede trabajar en cualquier momento si la gente lo deja tranquilo y nadie interrumpe. O más bien, si uno puede ser despiadado con los demás. Pero la mejor escritura se produce, por cierto, cuando uno está enamorado. Si a usted le da lo mismo, prefiero no explayarme sobre el tema.


–¿Y qué ocurre con la seguridad económica? ¿Puede hacer daño a una buena escritura?
–Si llega temprano en la vida y uno ama la vida tanto como el trabajo, hace falta mucho carácter para resistir las tentaciones. Una vez que la escritura se ha convertido en el mayor vicio de uno, en el mayor placer, sólo la muerte puede interrumpirla. La seguridad económica es entonces una gran ayuda, ya que evita preocupaciones. Las preocupaciones destruyen la capacidad de escribir.


–¿Puede recordar exactamente el momento en que decidió convertirse en escritor?
–No, siempre quise ser escritor.


–Cuando escribe, ¿alguna vez descubre que está influido por lo que está leyendo en ese momento?
–No desde que Joyce estaba escribiendo Ulises. La de él no fue una influencia directa. Pero en esa época en que las palabras que conocíamos estaban prohibidas para nosotros y teníamos que luchar por una sola palabra, la influencia de su obra fue lo que cambió todo y nos hizo posible romper con las restricciones.


–¿Pudo aprender algo de los escritores, algo sobre la escritura? Ayer me decía usted que Joyce, por ejemplo, no soportaba hablar sobre la escritura.
–En compañía de gente del mismo oficio, uno habitualmente habla de los libros de otros escritores. Cuanto mejor sea un escritor, tanto menos hablará de lo que él mismo ha escrito. Joyce era un escritor muy grande y sólo les explicaba lo que estaba haciendo a los tontos. Los escritores que él verdaderamente respetaba supuestamente eran capaces de darse cuenta de lo que él estaba haciendo, simplemente leyéndolo.


–Durante los últimos años usted parece haber eludido la compañía de los escritores. ¿Por qué?
–Eso es más complicado. Cuanto más lejos va uno con la escritura, tanto más solo está. Casi todos los viejos amigos, los mejores, mueren. Otros se alejan. Uno no los ve más que raramente, pero uno escribe y tiene con ellos casi el mismo contacto que tenía cuando se encontraba con ellos en el café, en los viejos tiempos. Uno intercambia cartas cómicas, a veces alegremente obscenas e irresponsables, y eso es casi tan bueno como charlar. Pero uno está más solo porque así es como debe trabajar y el tiempo para trabajar se acorta todo el tiempo y si uno lo malgasta siente que ha cometido un pecado para el cual no hay perdón.


–¿Podría decirnos cuánto esfuerzo deliberado invirtió en el desarrollo de su estilo distintivo?
–Esa es una pregunta extensa y cansadora, y si uno se pasara un par de días respondiéndola, se sentiría tan autoconsciente que ya no podría escribir. Podría decir que lo que los amateurs llaman un estilo suele ser tan sólo la inevitable torpeza de alguien que intenta por primera vez hacer algo que no se ha hecho antes. Casi ningún nuevo clásico se parece a otros clásicos previos. Al principio la gente sólo ve la torpeza. Después la torpeza ya no es tan perceptible. Cuando aparece, la gente piensa que esas muestras de torpeza son el estilo y muchos las copian. Eso es lamentable.


–Usted me escribió una vez que las simples circunstancias en las que fueron escritas diversas obras de su ficción podían resultar instructivas. ¿Podría aplicarse eso a "Los asesinos" –usted dijo que lo había escrito, junto con "Diez indios" y "Hoy es viernes", todo en un solo día– y tal vez también a su primera novela Fiesta?
–Veamos. Empecé Fiesta en Valencia, el día de mi cumpleaños, el 21 de julio. Mi esposa Hadley y yo habíamos ido a Valencia con tiempo para conseguir buenas entradas para la feria, que empezaba el 24 de julio. Toda la gente de mi edad ya había escrito una novela, y yo todavía tenía dificultades para escribir un párrafo. Así que empecé el libro el día de mi cumpleaños, lo escribí durante la feria, a la mañana, en la cama, y fui a Madrid y seguí escribiéndolo allí. En Madrid no había feria, así que teníamos una habitación con una mesa y yo escribía con gran lujo en esa mesa, y a la vuelta de la esquina del hotel, en una cervecería del Pasaje Alvarez, donde estaba más fresco.Finalmente se puso muy caluroso para escribir y nos fuimos a Hendaya. Allí había un hotel barato, sobre esa enorme y larga playa solitaria, y trabajé muy bien, y después fuimos a París y terminé la primera versión en el departamento que estaba sobre el aserradero, en el 113 de la calle Notre Dame des Champs, seis semanas después del día que lo había empezado. Le mostré la primera versión a Nathan Asch, el novelista, quien entonces tenía un acento muy marcado, y él me dijo: Hem, ¿qué quieres decir con que has escrito una novela? Una novela, oh. Hem, eso será un libro de viaje. Nathan no me desalentó demasiado, y reescribí el libro, conservando lo de viaje (era la parte sobre la excursión de pesca y Pamplona), en Schruns, en el Voralberg, en el hotel Taube. Los relatos que usted mencionó los escribí en un día, el 16 de mayo, en Madrid, cuando la nieve suspendió las lidias de toros de San Isidro. Primero escribí "Los asesinos", algo que había intentado escribir antes y no lo había logrado. Después, tras el almuerzo, me metí en la cama para mantenerme abrigado y escribí "Hoy es viernes". Tenía tanta energía que pensé que me volvería loco, y tenía más o menos otros seis cuentos para escribir. Así que me vestí y salí y fui hasta Fornos, el viejo café de los toreros, y tomé café y después volví y escribí "Diez indios". Eso me entristeció mucho y tomé un poco de brandy y me fui a dormir. Me había olvidado de comer y uno de los camareros me trajo un poco de bacalao y carne y papas fritas y una botella de Valdepeñas. La mujer que regenteaba la pensión siempre se preocupaba porque yo no comía lo suficiente y había enviado al camarero. Recuerdo que me senté en la cama y comí y bebí el Valdepeñas. El camarero dijo que me traería otra botella. Dijo que la señora quería saber si yo pensaba escribir toda la noche. Le dije que no, que creía que me acostaría un rato. Por qué no trata de escribir uno más, me preguntó el camarero. Se supone que sólo debo escribir uno, dije yo. Tonterías, dijo él. Podría escribir seis. Lo intentaré mañana, dije. Inténtelo esta noche, dijo él. ¿Por qué cree que la señora le envió la comida? Estoy cansado, le dije. Tonterías, dijo él (la palabra no fue en realidad tonterías). Está cansado después de tres miserables cuentos. Tradúzcame uno. Déjeme tranquilo, le dije. Cómo puedo escribir si usted no me deja tranquilo. Así que me senté en la cama y bebí el Valdepeñas y pensé qué escritor condenadamente bueno sería yo si el primer cuento era tan bueno como esperaba.


–¿Usted disfruta leyendo sus propios libros... sin sentir que le gustaría hacer algunos cambios?
–A veces, cuando me resulta difícil escribir, los leo para levantarme el ánimo, y después recuerdo que siempre me resultó difícil y a veces casi imposible.


–¿El título se le ocurre mientras está en el proceso de elaborar la historia?
–No, hago una lista de títulos después de haber terminado el relato o el libro... a veces son más de cien. Después empiezo a eliminarlos, y a veces los elimino a todos.


–¿Y hace eso también en los casos en los que el título de un relato ha sido sugerido por el mismo texto, como por ejemplo en el caso de "Colinas como elefantes blancos"?
–Sí. El título viene después. Encontré a una muchacha en Prunier, donde había ido a comer ostras antes del almuerzo. Sabía que ella había tenido un aborto. Me acerqué y hablamos, no sobre eso, pero en el camino a casa se me ocurrió la historia, salteé el almuerzo y me pasé esa tarde escribiéndola.


–Entonces, cuando está escribiendo, usted es constantemente un observador en busca de algo que pueda usar.
–Sin duda. Si un escritor deja de observar, está terminado. Pero no debe observar conscientemente ni pensar de qué modo algo le será útil. Tal vez al principio eso sea cierto. Pero más tarde todo lo que ve se integra a la gran reserva de cosas que sabe o que ha visto. Si de algo sirve saberlo, siempre trato de escribir de acuerdo con el principio del iceberg. Hay nueve décimos bajo el agua por cada parte que se ve de él. Uno puede eliminar cualquier cosa que sepa, y eso sólo fortalecerá el iceberg. Si un escritor omite algo porque no lo sabe, habrá un agujero en su relato. El viejo y el mar podría haber tenido más de mil páginas, y dar cuenta de cada personaje de la aldea y del proceso de cómo vivían, cómo habían nacido, cómo se habían educado, tenido hijos, etcétera. Otros escritores hacen eso de manera excelente. Al escribir, uno está limitado por lo que ya se ha hecho de manera satisfactoria. Así que he tratado de aprender a hacer otra cosa. Primero traté de eliminar todo lo innecesario para transmitir experiencia al lector, para que después de haber leído algo, lo leído se convirtiera en parte de su propia experiencia, y le pareciera que realmente había ocurrido. Es algo muy difícil de hacer, y trabajé muy duramente para lograrlo. De todos modos, para no explicar cómo se hace, tuve una suerte increíble en ese momento y pude transmitir la experiencia completamente. Y pude lograr que fuera una experiencia que nadie había transmitido antes. La suerte fue que tuve un buen hombre y un buen muchacho, y que últimamente los escritores se han olvidado de que todavía existen esas cosas. Después, el océano: vale tanto la pena escribir sobre el océano como sobre un hombre. Así que también fui afortunado en eso. He visto el acoplamiento de los peces espada, así que es algo que conozco. Eso no lo cuento. He visto un cardumen de más de cincuenta ballenas en esa misma zona del agua, y en una oportunidad arponeé a una de casi dieciocho metros de largo, y la perdí. De modo que eso no lo cuento. No cuento ninguna de las historias que conozco sobre la aldea de pescadores. Pero ese conocimiento es lo que constituye la parte sumergida del iceberg.


–¿Puedo preguntarle en qué medida considera usted que el escritor debe involucrarse en los problemas sociopolíticos de su época?
–Cada uno tiene su propia conciencia, y no debería haber reglas para el funcionamiento de la conciencia. De lo único que podemos estar seguros con respecto a un escritor politizado es que, si su obra dura, uno tendrá que pasar por alto la política cuando lo lea. Muchos de los escritores llamados políticamente comprometidos cambian sus ideas políticas frecuentemente. Esto les resulta muy excitante, a ellos y a los reseñistas político-literarios. A veces hasta deben reescribir sus puntos de vista… y apresuradamente. Tal vez todo eso pueda respetarse considerando que es una forma de búsqueda de la felicidad.


–¿Diría que alguna vez hay una intención didáctica en su obra?
–Didáctica es una palabra que ha sido mal utilizada y arruinada. Muerte en la tarde es un libro instructivo.


–Se ha dicho que un escritor sólo trata una o dos ideas en toda su obra. ¿Usted diría que su obra refleja una o dos ideas?
–Bien, tal vez sería mejor expresarlo de esta manera: Graham Greene dijo en una de estas entrevistas que una pasión regente da a todo un anaquel de novelas la unidad de un sistema.


–Usted mismo ha dicho, según creo, que las grandes obras se producen a partir de un sentimiento de injusticia. ¿Considera que es importante que un novelista sea dominado de ese modo… por algún sentimiento tan intenso?
–El señor Greene tiene una facilidad para hacer afirmaciones que yo no poseo. A mí me resultaría imposible hacer generalizaciones sobre un anaquel de novelas o sobre una bandada de patos o una manada de caballos. No obstante, intentaré una generalización. El escritor que carezca de sentido de la justicia y de la injusticia haría mejor en dedicarse a editar el anuario de una escuela de chicos excepcionales en vez de escribir novelas. Otra generalización. Ya ve, no son tan difíciles cuando son suficientemente obvias. El don más esencial para un buen escritor es tener un detector de mierda incorporado, a prueba de golpes. Ese es el radar de un escritor. Y todos los grandes escritores lo han tenido.


–Finalmente, una pregunta fundamental: ¿cuál cree usted que es la función de su arte? ¿Por qué una representación de los hechos en vez de los hechos mismos?
–¿Por qué preocuparse por eso? A partir de las cosas que han ocurrido y de las cosas tal como existen y de todas las cosas que uno sabe y de todas aquellas que no puede saber, uno hace algo por medio de la invención, algo que no es una representación sino una cosa nueva más real que cualquier otra real y viva, y uno le da vida, y si la hace suficientemente bien, también le da inmortalidad. Por eso uno escribe.
**
Tomado de http://www.hemingway.es/

domingo, 6 de marzo de 2011

Pieza maestra

ERNEST HEMINGWAY

(EE.UU., 1899–Cuba, 1961)


LOS ASESINOS



La puerta del salón comedor Henry se abrió y entraron dos hombres, que se sentaron ante el mostrador.
-¿Qué les sirvo? -preguntó George.
-No sé -contestó uno de ellos-. ¿Qué quieres comer Al?
-No sé -dijo Al-. No sé qué quiero comer.
Fuera aumentaba la oscuridad. Las luces de la calle se veían por la ventana. Los hombres sentados, ante el mostrador, leían el menú. Desde el otro lado del mostrador, Nick Adams los miraba. Estaba hablando con George cuando entraron.
-Una costilla de cerdo con puré de papas y de manzanas -dijo el primer hombre.
-Eso no está listo todavía.
-¿Y para qué demonios lo pone en la lista?
-Ese es el menú de la comida que empieza a servirse a las seis -explicó George.
-En ese reloj son las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.
-Está adelantado veinte minutos.
-¡Al diablo con el reloj! -dijo el primero-. ¿Qué tiene para comer?
-Sandwiches de cualquier clase, jamón o tocino con huevos, bifes...
-Yo quiero croquetas de pollo con arvejas, salsa blanca y puré de papas.
-Eso también pertenece a la comida.
-Todo lo que queremos pertenece a la comida, ¿eh? ¡Buena manera de trabajar tiene usted!
-Puedo darles jamón o tocino con huevos, hígado...
-Deme jamón con huevos -dijo el hombre lllamado Al. Llevaba galera redonda y sobretodo negro cruzado, un pañuelo de seda al cuello y guantes. Su rostro era pequeño y blanco y tenía los labios apretados.
-A mi, tocino con huevos -ordenó el otro. Era aproximadamente de la misma estatura que Al. Sus caras eran distintas, pero vestían como mellizos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para su cuerpo. Estaban inclinados hacia adelante, de codos sobre el mostrador.
-¿Tiene algo para beber? -preguntó Al.
-Silver Beer, Bevo, ginger ale...
-¡He dicho algo para beber!
-Sólo hay eso que dije.
-Este es un pueblo divertido, ¿no es cierto? -dijo el otro-. ¿Cómo se llama?
-Summit.
-¿Lo oíste nombrar alguna vez? -preguntó Al a su amigo.
-No -dijo éste.
-Y qué hacen por la noche?
-Comen -replicó su amigo-. Viene aquí a darse la gran comilona.
-Eso es -terció George.
-¿De modo que usted lo cree? -preguntó Al a George.
-Usted es un tipo vivo, ¿no es cierto?
-Sí -dijo George.
-Es claro.
-Bueno. Pues no lo es -dijo el hombrecito-. ¿Qué te parece, Al?
-Es un estúpido -dijo Al. Se volvió hacia Nick-: Cómo se llama usted?
-Adams.
-Otro tipo vivo -dijo Al-. ¿No es cierto que es un tipo vivo, Max?
-Este pueblo está lleno de vivos.
George colocó los dos platos sobre el mostrador, uno con jamón y huevos y el otro con tocino y huevos. Al lado de estos puso dos pequeñas fuentes de papas fritas. Cerró la ventanilla que daba a la cocina.
-¿Cuál es el suyo? -preguntó Al.
-¿No se acuerda?
-Jamón con huevos.
-¡Qué tipo vivo! -exclamó Max. Se inclinó hacia adelante y tomó el plato de jamón con huevos. Ambos comenzaron a comer con los guantes puestos. George los contemplaba.
-¿Qué está mirando? -dijo Max a George.
-Nada.
-¿Cómo nada? Me estaba mirando a mí.
-Tal vez el muchacho quería hacer una broma, Max -dijo Al.
George rió.
-Usted no tiene que reírse. ¡No tiene que reírse! ¿Entendido?
-Está bien -dijo George.
-¿De modo que piensa que está bien? -Max se volvió hacia Al-. Oye, piensa que está bien.
-¡Oh!, ¡es todo un pensador! -dijo Al. Continuaron comiendo.
-¿Cómo se llama el vivo que está detrás del mostrador? -preguntó Al a Max.
-¡Eh! ¡Vivo! -dijo Max a Nick-. Vete a la parte trasera del mostrador con tu amigo.
-¿Por qué? -preguntó el aludido.
-Por nada.
-Es mejor que vayas -dijo Al. Nick obedeció.
-¿De qué se trata? -preguntó George.
-¿A usted qué diablos le importa? -exclamó Al-. ¿Quién está en la cocina?
-El negro.
-¿Qué negro?
-El negro que cocina.
-Dile que venga.
-¿Para qué?
-¡Dile que venga!
-¿Dónde piensa que está usted?
-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el hombre llamado Max-. ¿Acaso parecemos idiotas?
-Hablas como un idiota -le dijo Al-. ¿Para qué diablos te pones a discutir con este muchacho? Escucha -dijo a George-. Dile al negro que venga.
-¿Qué van a hacer con él?
-Nada. ¡Usa tu cabeza, vivo! ¿Qué se va a hacer con un negro?
George abrió la ventanilla que daba a la cocina.
-Sam -llamó-; ven aquí un momento.
Se abrió la puerta de la cocina y entró el negro.
-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres, acodados en el mostrador, lo miraron.
-Bueno, negro. Quédate aquí -dijo Al.
Sam, el negro, de pie con su delantal blanco lleno de manchas, miró a los dos hombres.
-Sí, señor -dijo.
Al bajó del banquillo.
-Yo me voy a la cocina con el negro y este vivo -dijo-. Vamos, a la cocina, negro. ¡Tú ve con él, vivo!
El hombrecito entró en la cocina detrás de Nick y de Sam, el cocinero. La puerta se cerró tras ellos. El hombre llamado Max se sentó frente a George. No lo miraba. Sus ojos estaban clavados en el espejo que estaba detrás de él a todo lo largo del mostrador.
-Bueno, vivo -dijo Max mirando al espejo-. ¿Por qué no dices algo?
-¿Y bien, ¿qué pasa?
-¡Eh! ¡Al! -gritó Max-. Este vivo quiere saber qué pasa.
-¿Por qué no se lo dices? -llegó la voz de Al desde la cocina.
-¿Tú qué crees que pasa?
-No lo sé.
-¿Qué piensa?
Max no apartaba sus ojos del espejo mientras hablaba.
-No quiero decirlo.
-¡Eh! Al. Este muchacho vivo dice que no quiere decir lo que piensa.
-Te oigo perfectamente -dijo Al desde la cocina. Este había abierto la ventanilla por la que pasaban los platos desde la cocina al comedor y la dejó trabada con una botella de salsa de tomate-. Escucha, vivo -dijo desde la cocina a George-. Córrete un poco más hacia la derecha del mostrador. Y tú Max un poco hacia la izquierda. -Procedía como un fotógrafo disponiendo a un grupo para una fotografía.
-Dime, vivo -exclamó Max-. ¿Qué crees que va a pasar?
George no dijo nada.
-Te lo diré -dijo Max. Vamos a matar al sueco. ¿Conoces a ese sueco grande llamado Ole Andreson?
-Sí.
-Viene a comer aquí todas las noches, ¿no es cierto?
-A veces.
-Y viene a las seis, ¿no?
-Si viene.
-Sabemos todo eso, muchacho vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Va usted al cine?
-De tanto en tanto.
-Debería ir más al cine. Las películas son algo muy bueno para un vivo como usted.
-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
-Nunca tuvo oportunidad de hacernos nada. Nunca nos ha visto.
-¿Y nos va a ver sólo una vez -dijo Al desde la cocina.
-¿Y por qué lo van a matar entonces? -preguntó George.
-Por un amigo. Sólo para vengar a un amigo, vivo.
-¡Cállate! -gritó Al desde la cocina-. ¡Hablas demasiado!
-Bueno, es para tener divertido al muchacho. ¿No es cierto?
-Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y el otro vivo que tengo aquí se divierten solos. Los tengo atados tan juntos, como un par de amigas en un convento.
-Nunca supuse que hubieras estado en un convento.
-Las cosas que tú no sabes...
-En un convento judío. Ahí es donde has estado.
George miró el reloj.
-Si entra alguien, diga que el cocinero se ha ido, y si quieren quedarse les dice que vayan a cocinarse ellos mismos. ¿Entendido, vivo?
-Está bien -dijo George-. ¿Y qué van a hacer con nosotros después?
-Eso depende -dijo Max-. Esa es una de las cosas que no sabrás hasta que llegue el momento.
George volvió a mirar el reloj. Eran las seis y cuarto. Se abrió la puerta de la calle. Entró un chofer.
-¡Hola George! -dijo-. ¿Hay comida?
-Sam se ha ido -dijo George-. Volverá dentro de media hora.
-Entonces volveré.
George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
-Muy bien, vivo -dijo Max-. Eres un caballero.
-¡Sabía que le iba a volar la cabeza! -exclamó Al desde la cocina.
-No -dijo Max-. No es para tanto. El muchacho es bueno. Me gusta.
A las seis y media, George dijo: "No viene".
Otras dos personas habían entrado al salón comedor. En una ocasión George fue a la cocina para hacer un sandwich de jamón con huevos para un hombre que quería llevarlo consigo. Dentro vio a Al, con la galerita echada hacia atrás, sentado en un banco al lado de la ventanilla que daba al bar, con la boca de un gran revólver descansando en el borde de aquélla. Nick y el cocinero estaban espalda contra espalda, amordazados cada uno con una toalla. George cocinó los huevos y el jamón del sandwich, lo envolvió en un papel encerado y luego lo colocó en una fuente. Salió con él de la cocina, lo entregó al hombre que después de pagar, salió.
-Un muchacho vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Harás de alguna mujer una esposa feliz, muchacho.
-¿Sí? -dijo George-. Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
-Le daremos diez minutos más -dijo Max.
Max miró al espejo y al reloj. Las manecillas señalaban las siete; luego las siete y cinco.
-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor es que nos vayamos. No va a venir.
-¡Dale otros cinco minutos! -gritó Al desde la cocina.
Al cumplirse los cinco minutos entró otro hombre y George explicó que el cocinero estaba enfermo.
-¿Y por qué diablos no consigue otro cocinero? -preguntó el hombre-. ¿Acaso esto no es un salón comedor? -salió.
-Vamos, Al -dijo Max.
-¿Qué hacemos con los dos vivos y el negro?
-Déjalos.
-¿Te parece?
-Sí. Hemos terminado aquí.
-Así no me gusta -manifestó Al-. Sería un error. Hablas demasiado.
-¡Oh! ¿Y qué diablos importa? -exclamó Max-. Tenemos que divertirnos, ¿no?
-De todos modos, charlas demasiado -exclamó Al. Salió de la cocina. El tambor de un revólver hacía un ligero bulto bajo el sobretodo demasiado estrecho. Se estiró el saco con las manos enguantadas.
-¡Adiós, vivo! -dijo a George-. Tienes bastante suerte.
-Es verdad -afirmó Max-. Deberías jugar a las carreras, vivo.
Salieron. George los vio por la ventana, pasar bajo la luz del farol y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y sus galeras parecían una pareja de vaudeville. George entró a la cocina por la puerta de batiente y desató a Nick y al cocinero.
-No me gusta esto -dijo Sam-. No quiero saber más nada con esto.
Nick se quedó de pie. Nunca le habían tapado la boca con una toalla.
-¡Oye! -dijo-. ¡Qué demonios!... -estaba tratando de hacer creer que no daba importancia a lo ocurrido.
Van a matar a Ole Andreson. Lo van a balear cuando entre a comer.
-¿Ole Andreson?...
-Sí.
El negro se pasaba la punta de los dedos por la boca.
-¿Se fueron? -preguntó.
-Sí -dijo George-, salieron.
-No me gusta -exclamó el cocinero-. No me gusta nada.
-Escucha -dijo George a Nick-. Sería bueno que fueras a ver a Ole Andreson.
-Está bien.
-Es mejor que no te metas para nada en esto -intervino Sam-. Mejor que no te metas.
-No vayas tú si no quieres -dijo George..
-Meterse en cosas como ésta no lleva a ninguna parte -insistió el cocinero-. Quédate aquí tranquilo.
-Voy a verlo -dijo Nick a George-. ¿Dónde vive? Sam les dio la espalda.
-En la pensión de Hirsh.
-Iré allí.
Fuera la luz del farol brillaba por entre las desnudas ramas de un árbol. Nick fue calle arriba caminando en medio de la calzada, y al llegar al otro farol, tomó por una callejuela lateral. Tres casas más allá estaba la pensión de Hirsh. Nick subió los dos pisos y tocó la campanilla. Una mujer acudió a abrir.
-¿Está Ole Andreson?
-¿Quiere verlo?
-Sí; si está.
Nick siguió a la mujer, que subió una corta escalera, y luego hasta el fondo de un corredor. Allí golpeó en la puerta.
-¿Quién es?
-Alguien quiere verlo, señor Andreson -dijo la mujer.
-Soy Nick Adams.
-¡Entra!
Nick abrió la puerta y entró en la habitación. Ole Andreson estaba en la cama vestido. Había sido boxeador profesional de peso pesado y era demasiado largo para la cama. Tenía la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
-¿Qué pasa? -preguntó.
-Estaba en casa de Henry -dijo el muchacho-, cuando llegaron dos tipos. Nos ataron a mí y al cocinero. Decían que habían ido a matarte a ti.
Al contarlo le pareció una tontería. Ole Andreson no dijo nada.
-Nos pusieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a balearte cuando entraras a comer.
Ole Andreson miró hacia la pared sin decir nada.
-George creyó que era mejor que viniera a decírtelo.
-No puedo hacer nada -dijo Ole Andreson.
-Te voy a decir cómo eran.
-No quiero saberlo -declaró Ole. Miró la pared-. Gracias por haber venido a decírmelo.
-Está bien.
Nick miró al hombre que estaba en la cama.
-¿Quieres que vaya a ver a la policía?
-No -dijo Andreson-. No vale la pena...
-¿Puedo hacer algo?
-No. No hay nada que hacer.
-Tal vez no sea más que una fanfarronada.
-No. No es una fanfarronada.
Ole Andreson se dio vuelta hacia la pared.
-Lo malo -dijo hablando hacia la pared-, es que no puedo decidirme a salir. He estado aquí todo el día.
-¿No puedes salir del pueblo?
-No -dijo Ole Andreson-. He terminado con eso de dar vueltas de una parte a otra.
Miró la pared.
-No hay nada que hacer ahora -dijo.
-¿Podrías arreglarlo en alguna forma?
-No. Me metí donde no debía -hablaba con la misma voz monótona-. No hay nada que hacer. Puede que más tarde me decida a salir.
-Bueno, me vuelvo a lo de George.
-Hasta luego -dijo Ole sin mirar a Nick-. Gracias por haber venido.
Nick salió. Al cerrar la puerta vio a Ole Andreson, vestido, tirado en la cama y mirando hacia la pared.
-Ha estado en su cuarto todo el día -dijo la mujer, que lo esperaba abajo-. Supongo que no se siente bien. Le dije: "Señor Andreson, debía salir a dar un paseo en un día tan lindo como éste", pero no tenía ganas.
-No quiere salir.
-Lamento que no se sienta bien -dijo la mujer-. Es un hombre muy bueno. Fue boxeador, ¿sabe usted?
-Sí.
-A no ser por la cara, nadie se daría cuenta -dijo ella. Estaban hablando dentro, con la puerta de calle abierta-. ¡Es tan educado!
-Bueno. Buenas noches, señora Hirsh -dijo Nick.
-Yo no soy la señora Hirsh -replicó la mujer-. Ella es la dueña. Yo sólo soy la encargada. Soy la señora Bell.
-Bueno; buenas noches, señora Bell.
-Buenas noches -contestó ella.
Nick caminó por la calle oscura hasta la esquina iluminada por el farol y luego por la huella de la calzada hasta llegar al salón comedor Henry. George estaba dentro, detrás del mostrador.
-¿Viste a Ole?
-Sí -dijo Nick-. Está en su cuarto y no quiere salir. El cocinero abrió la puerta de la cocina, desde donde había oído la voz de Nick.
-¡No quiero oírlo, siquiera! -dijo y cerró la puerta.
-¿Se lo dijiste?
-Seguro. Se lo dije, pero él sabe lo que ocurre.
-¿Qué va a hacer?
-Nada.
-Lo matarán.
-Supongo que sí.
-Debe haber tenido algo en Chicago.
-Me imagino -dijo Nick.
-¡Qué lástima!
Callaron. George tomó el repasador y limpió el mostrador.
-¿Qué habrá hecho?
-Habrá traicionado a alguien. Ellos matan por eso.
-Me voy a ir de este pueblo -declaró Nick...
-Sí, haces bien.
-No puedo soportar la idea de verlo en su cuarto esperando y sabiendo lo que le va a pasar. ¡Es demasiado horrible!
-Bueno -dijo George-. Mejor es no pensar en eso.

FIN
(Traducción de Carlos Foresti)
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1 Las dos primeras son marcas de cerveza de baja graduación alcohólica y la última es la conocida bebida sodificada de jengibre.

martes, 1 de marzo de 2011

El hombre no está hecho para la derrota

ERNEST HEMINGWAY
(EE.UU., 1899–Cuba, 1961)



El viejo y el mar
(Fragmentos)
Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salado, lo cual era la peor forma de la mala suerte, y por orden de sus padres el muchacho había salido en otro bote que cogió tres buenos peces la primera semana. Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días con su bote vacío, y siempre bajaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela arrollada al mástil. La vela estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente derrota.
El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Esas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.
(...)
Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y estos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos.
***

Decía siempre la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces, los que la quieren, hablan mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban alto, empleaban el artículo masculino, le llamaban el mar. Hablaban del mar como de un contendiente o un lugar, o de un enemigo.
(...)

“¿Y qué es lo que te ha derrotado, viejo?”, pensó.
–Nada –dijo en voz alta–. Me alejé demasiado.
Ya no le podía hablar al pez, porque éste estaba demasiado destrozado. Entonces se le ocurrió una cosa.
–Medio pez –dijo–. El pez que has sido. Siento haberme alejado tanto. Nos hemos arruinado los dos.”
(...)
"Soy un hombre viejo y cansado. Pero he matado a este pez que es mi hermano y ahora tengo que terminar la faena -dijo-. Sujetó al pez [...] era como amarrar un bote mucho más grande al costado del suyo [...] El tiburón no era un accidente. Había surgido de la profundidad cuando la nube oscura de la sangre se había dispersado en el mar a una milla de profundidad. Había surgido tan rápidamente y tan sin cuidado que rompió la superficie del agua azul [...] Cuando el viejo lo vio venir se dio cuenta de que era un tiburón que no tenía ningún miedo y que haría exactamente lo que quisiera [...] El viejo tenía ahora la cabeza despejada y estaba lleno de decisión, pero no abrigaba mucha esperanza [...] "El hombre no está hecho para la derrota -dijo-. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado".
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Crédito foto: http://www.absolut-cuba.com/

viernes, 11 de febrero de 2011

Los soldados nunca mueren bien

Tomado de carteleradehistoria.com

Pocos poemas de ERNEST HEMINGWAY
(EE.UU., 1899–Cuba, 1961) 


II

Hemos pensado los pensamientos más largos
y elegido los caminos más cortos.
Hemos danzado ritmos endemoniados,
temblando al regresar a casa para rezar;
para servir a un amo en la noche,
y a otro en el día.
***
 V

El Señor es mi pastor, no
lo  necesitaré demasiado tiempo.

Trad. Amalia Gullón
***
Campos de honor


Los soldados nunca mueren bien:
Las cruces marcan los lugares;
Donde ellos cayeron  hay cruces de madera;
Un palo sobre sus caras.
Los soldados empujan y tosen y caen de cabeza
Todo el mundo grita en rojo y negro
Los soldados se sofocan en una trinchera y
Se asfixian completamente durante el ataque.

Chicago 1920
Trad.: Raúl Racedo
***
Asesinado en Piave – Julio 8 – 1918

Deseo y
Todo el dulce pulso del sufrimiento
De las heridas apacibles.
Eras vos quien
Se fue hacia el interior de la adusta sombra.

Ahora, en la noche, venís serio
A dejarte caer conmigo.
Una estúpida, fría, rígida bayoneta
En mi caliente e hinchada, palpitante alma.

Chicago 1921
Trad.: Raúl Racedo
Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char