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sábado, 4 de diciembre de 2010

Una especie de circulación

Claude Monet
Algo más de MARÍA ZAMBRANO
(Vélez-Málaga, España, 1904–Madrid, 1991)

La mirada


Sólo cuando la mirada se abre al par de lo visible se hace una aurora. Y se detiene entonces, aunque no perdure y sólo sea fugitivamente, sin apenas duración, pues que crea así el instante. El instante que es al par indeleblemente uno y duradero. La unidad, pues, entre el instante fugitivo e inasible y lo que perdura. El instante que alcanza a no ser fugitivo yéndose.

Inasible. El instante que ya no está bajo la amenaza de ser cosa ni concepto. Guardado, escondido en su oscuridad, en la oscuridad propia, puede llegar a ser concepción, el instante de concebir, no siempre inadvertido.

Y así, la mirada, recogida en su oscuridad paradójicamente, saltando sobre una aporía, se abre y abre a su vez, "a la imagen y semejanza", una especie de circulación. La mirada recorre, abre el círculo de la aurora que sólo se dio en un punto, que se muestra como un foco, el hogar, sin duda, del horizonte. Lo que constituye su gloria inalterable.
***
Geografía de la aurora


Y las piedras preciosas, esas grutas de esmeraldas que nacen en sueños y al soñante acogen tan de verdad que éste conserva en la vigilia las huellas del tacto, a veces hecho memoria tanto o más que un lugar simplemente natural; y el color que sin nombre sostiene la retina por años, por duraciones sin fin, ese color visto tan sólo en sueños y ese felicísimo estar en la gruta, y aun el poder volver a ella encontrándola en tierras lejanas bañadas por otra luz. ¿Cómo suceden, cómo están ahí asequibles aunque no enteramente, y sin sombra alguna de terror, cosa tan extraña a toda gruta desconocida, por insignificante que sea? Este no tener, y no esperar, este estar sin esfuerzo alguno, esta patria perdida o esperada, donde se ha entrado sin saber cómo ni por qué, sin esperanza ni temor. Y ese vivir sin anhelar, ni apetecer, sin añorar sin soñar, duerme al fin en su gruta sin soñar señor alguno, que le haya herido y sin soñarse él a sí mismo, olvidado de toda herida.

El ciervo reposa sin herida, apoyada su cabeza sobre una piedra, flor azul.
***
La llama

Asistida por mi alma antigua, por mi alma primera al fin recobrada, y por tanto tiempo perdida. Ella, la perdidiza, al fin volvió por mí. Y entonces comprendí que ella había sido la enamorada. Y yo había pasado por la vida tan sólo de paso, lejana de mí misma. Y de ella venían las palabras sin dueño que todos bebían sin dejarme apenas nada a cambio. Yo era la voz de esa antigua alma. Y ella, a medida que consumaba su amor, allá, donde yo no podía verla; me iba iniciando a través del dolor del abandono. Por eso nadie podía amarme mientras yo iba sabiendo del amor. Y yo misma tampoco amaba. Sólo una noche hasta el alba. Y allí quedé esperando. Me despertaba con la aurora, si es que había dormido. Y creía que ya había llegado, yo, ella, él... Salía el Sol y el día caía como una condena sobre mí. No, no todavía.

lunes, 8 de marzo de 2010

Más allá del recuerdo, en el olvido, escucha


MARÍA ZAMBRANO
(Vélez-Málaga, España, 1904–Madrid, íd., 1991)


Sombra de mi vida, sombra mía. Una muchacha yo, nada más que eso. Y ¿lo fui? ¿He sido alguna vez solamente eso, una muchacha? ¿Por qué veo esa sombra?, ¿es la mía?, ¿hay luz de nuevo aquí? No, no es de ahora, no puedo ser esa muchacha de quien es la sombra; ligera, alta, fragante. No lo fui nunca. Y ahora hay otra sombra. ¿Eres tú, hermano mío, que más dichoso que yo, recibido por la tierra al fin, vienes a buscarme? ¿Me traes el agua, los aromas, me darás tu mano para llevarme del otro lado?


(Tomado de La tumba de Antígona)
***
Hacia un saber sobre el alma (Fragmento)
POR QUÉ SE ESCRIBE


Escribir es defender la soledad en que se está; es una acción que sólo brota desde un aislamiento efectivo, pero desde un aislamiento comunicable, en que, precisamente, por la lejanía de toda cosa concreta se hace posible un descubrimiento de relaciones entre ellas.
Pero es una soledad que necesita ser defendida, que es lo mismo que necesitar de justificación. El escritor defiende su soledad, mostrando lo que en ella y únicamente en ella, encuentra.
Habiendo un hablar, ¿por qué el escribir? Pero lo inmediato, lo que brota de nuestra espontaneidad, es algo de lo que íntegramente no nos hacemos responsables, porque no brota de la totalidad íntegra de nuestra persona; es una reaccion siempre urgente, apremiante. Hablamos porque algo nos apremia y el apremio llega de fuera, de una trampa en que las circunstancias pretenden cazarnos, y la palabra nos libra de ella. Por la palabra nos hacemos libres, libres del momento, de la circunstancia asediante e instantánea. Pero la palabra no nos recoge, ni, por tanto, nos crea y, por el contrario, el mucho uso de ella produce siempre una disgregación; vencemos por la palabra al momento y luego somos vencidos por él, por la sucesión de ellos que van llevándose nuestro ataque sin dejarnos responder. Es una continua victoria que, al fm, se transmuta en derrota.
Y de esa derrota, derrota íntima, humana, no de un hombre particular, sino del ser humano, nace la exigencia de escribir. Se escribe para reconquistar la derrota sufrida siempre que hemos hablado largamente.
Y la victoria sólo puede darse allí donde ha sido sufrida la derrota, en las mismas palabras. Estas mismas palabras tendrán ahora, en el escribir, distinta función; no estarán al servicio del momento opresor; ya no servirán para justiftcarnos ante el ataque de lo momentáneo, sino que, partiendo del centro de nuestro ser en recogimiento, irán a defendernos ante la totalidad de los momentos, ante la totalidad de las circunstancias, ante la vida íntegra.
***
Soy vanidosa. Partamos de aquí. Me gusta ver mi nombre en una portada, o encabezando un texto. "Esa soy yo", pienso. Me gustan las críticas favorables, de amigos y desconocidos; cuando las oigo, intento disimular el calorcillo que siento por dentro, aunque a veces, si pudiera, me daría un abrazo, o unas palmaditas en la espalda. Como una mamá interna, que me premiara las buenas notas.

No es cuestión de negar la vanidad, que, como me recuerda una amiga, sirve a menudo de aliciente, estímulo, empujón (hasta de consuelo en un mundo que no pone fácil desarrollar la creatividad). Lo que intento es saber dónde ponerle un límite, puesto que hay espacios en los que no puede entrar sin contaminarlos, empobrecerlos, enfermar lo que habita en ellos. A estas alturas, sé que no es lo mismo escribir para la galería (cosa necesaria, quizá, para algunos que han hecho de la escritura su modo de subsistencia) que escribir haciendo de este hecho una forma de conocimiento. Pero sé también que los límites son ambiguos, que la vanidad y el reconocimiento son una tentación demasiado fuerte, que el ejercicio de conciencia que exige frenarlos es a menudo muy exigente. La vanidad es una droga social, la escritura de autoconocimiento. Y como todas las drogas, sus usos, exigencias, riesgos y recompensas son diferentes y merecen tenerse muy en cuenta.

(Tomado de Por qué se escribe)
***
Delirio del incrédulo

Bajo la flor, la rama;
sobre la flor, la estrella;
bajo la estrella, el viento.
¿Y más allá?
Más allá, ¿no recuerdas?, sólo la nada.
La nada, óyelo bien, mi alma:
duérmete, aduérmete en la nada.
[Si pudiera, pero hundirme... ]
Ceniza de aquel fuego, oquedad,
agua espesa y amarga:
el llanto hecho sudor;
la sangre que, en su huida, se lleva la palabra.
Y la carga vacía de un corazón sin marcha.
¿De verdad es que no hay nada? Hay la nada.
Y que no lo recuerdes. [Era tu gloria.]
Más allá del recuerdo, en el olvido, escucha
en el soplo de tu aliento.
Mira en tu pupila misma dentro,
en ese fuego que te abrasa, luz y agua.
Mas no puedo.
Ojos y oídos son ventanas.
Perdido entre mí mismo, no puedo buscar nada;
no llego hasta la nada.
***
Muchas gracias

Muchas gracias;
muchas, muchas gracias.
Qué va. Está muy bien.
Dispénseme, señora.
No hay de qué.
Está completo, pero está muy bien.
Un farsante, un cuentista,
un enterao
-la Place de l'Alma-, un cualquiera,
me da igual.
Cuando usted quiera.
Ah, señora, ¡si usted supiese!
Está bien.
Aquellos buenos tiempos...
Mas París es París, y está muy bien.
Aunque no lo comprendo.
L'Étoile, Notre-Dame, Les Champs,
se sabe, ¿por qué no?
Encuentro, encontraré, ¿encontré
ya?
Entonces, apresúrese, vaya.
¿Por qué no?
***
Antes de la ocultación

Comencé a cantar entre dientes por obedecer en la oscuridad absoluta que no había hasta entonces conocido, la vieja canción del agua todavía no nacida, confundida con el gemido de la que nace; el gemido de la madre que da a luz una y otra vez para acabar de nacer ella misma, entremezclado con el vagido de lo que nace, la vida parturiente. Me sentí acunada por este lloro que era también canto tan de lejos y en mí, porque nunca nada era mío del todo. ¿No tendría yo dueño tampoco?
La música no tiene dueño, pues los que van a ella no la poseen nunca. Han sido por ella primero poseídos, después iniciados. Yo no sabía que una persona pudiera ser así, al modo de la música, que posee porque penetra mientras se desprende de su fuente, también en una herida. Se abre la música sólo en algunos lugares inesperadamente, cuando errante el alma sola, se siente desfallecer sin dueño. En esta soledad nadie aparece, nadie aparecía cuando me asenté en mi soledad última; el amado sin nombre siquiera. Alguien me había enamorado allá en la noche, en una noche sola, en una única noche hasta el alba. Nunca más apareció. Ya nadie más pudo encontrarme.
Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char