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lunes, 30 de julio de 2018

No soy de los que afirman que sus acciones no se les parecen

MARGUERITE YOURCENAR

(Bruselas-Capital, Bélgica, 1903-Northeast Harbor, Maine, Estados Unidos, 1987)

Memorias de Adriano 
(Fragmento)

En cuanto a la observación de mí mismo, me obligo a ella aunque sólo sea para llegar a un acuerdo con ese individuo con quien me veré forzado a vivir hasta el fin, pero una familiaridad de casi sesenta años guarda todavía muchas posibilidades de error. En lo más profundo, mi autoconocimiento es oscuro, interior, informulado, secreto como una complicidad. En lo más impersonal, es tan glacial como las teorías que puedo elaborar sobre los números: empleo mi inteligencia para ver de lejos y desde lo alto mi propia vida, que se convierte así en la vida de otro. Pero estos dos medios de conocimiento son difíciles; el uno exige un descenso, y el otro una salida de uno mismo. Llevado por la inercia, tiendo como todos a reemplazarlos por una mera rutina, una idea de mi vida parcialmente modificada por la imagen que de ella se hace el público, por juicios en bloque, es decir falsos, como un patrón ya preparado al cual un sastre inepto adapta penosamente nuestra tela propia. Equipo de valor desigual; instrumentos más o menos embotados. Pero no tengo otros, y con ellos me fabrico lo mejor que puedo una idea de mi destino de hombre.

Cuando considero mi vida, me espanta encontrarla informe. La existencia de los héroes, según nos la cuentan, es simple; como una flecha, va en línea recta a su fin. Y la mayoría de los hombres gusta resumir su vida en una fórmula, a veces jactanciosa o quejumbrosa, casi siempre recriminatoria; el recuerdo les fabrica, complaciente, una existencia explicable y clara. Mi vida tiene contornos menos definidos. Como suele suceder, lo que no fui es quizá lo que más ajustadamente la define: buen soldado pero en modo alguno hombre de guerra; aficionado al arte, pero no ese artista que Nerón creyó ser al morir; capaz de cometer crímenes, pero no abrumado por ellos. Pienso a veces que los grandes hombres se caracterizan precisamente por su posición extrema; su heroísmo está en mantenerse en ella toda la vida. Son nuestros polos o nuestros antípodas. Yo ocupé sucesivamente todas las posiciones extremas, pero no me mantuve en ellas; la vida me hizo resbalar siempre. Y sin embargo no puedo jactarme, como un agricultor o un mozo de cordel virtuosos, de una existencia situada en el justo medio.

El paisaje de mis días parece estar compuesto, como las regiones montañosas, de materiales diversos amontonados sin orden alguno. Veo allí mi naturaleza, ya compleja, formada por partes iguales de instinto y de cultura. Aquí y allá afloran los granitos de lo inevitable: por doquier, los desmoronamientos del azar. Trato de recorrer nuevamente mi vida en busca de su plan, seguir una vena de plomo o de oro, o el fluir de un río subterráneo, pero este plan ficticio no es más que una ilusión óptica del recuerdo. De tiempo en tiempo, en un encuentro, un presagio, una serie definida de sucesos, me parece reconocer una fatalidad; pero demasiados caminos no llevan a ninguna parte, y demasiadas sumas no se adicionan. En esta diversidad y este desorden, percibo la presencia de una persona, pero su forma está casi siempre configurada por la presión de las circunstancias; sus rasgos se confunden como una imagen reflejada en el agua. No soy de los que afirman que sus acciones no se les parecen. Muy al contrario, pues ellas son mi única medida, el único medio de grabarme en la memoria de los hombres y aun en la mía propia; quizá sea la imposibilidad de seguir expresándose y modificándose por la acción lo que constituye la diferencia entre un muerto y un ser viviente. Pero entre yo y los actos que me constituyen existe un hiato indefinible. La prueba está en que sin cesar siento la necesidad de pensarlos, explicarlos, justificarlos ante mí mismo. Ciertos trabajos que duraron poco son despreciables, pero otras ocupaciones que abarcaron toda mi vida no me parecen más significativas. En el momento de escribir esto, por ejemplo, no me parece esencial haber sido emperador.

De todas maneras, tres cuartos de mi vida escapan a esta definición por los actos; la masa de mis veleidades, mis deseos, hasta de mis proyectos, sigue siendo tan nebulosa y huidiza como un fantasma. El resto, la parte palpable, más o menos autentificada por los hechos, apenas si es más distinta, y la sucesión de los acaecimientos se presenta tan confusa como la de los sueños. Poseo mi cronología propia, imposible de acordar con la que se basa en la fundación de Roma o la era de las olimpiadas. Quince años en el ejército duraron menos que una mañana de Atenas; sé de gentes a quienes he frecuentado toda mi vida y que no reconoceré en los infiernos. También los planos del espacio se superponen: Egipto y el valle de Tempe se hallan muy próximos, y no siempre estoy en Tíbur cuando estoy ahí. De pronto mi vida me parece trivial, no sólo indigna de ser escrita, sino aun de ser contemplada con cierto detalle, y tan poco importante, hasta para mis propios ojos, como la del primero que pasa. De pronto me parece única, y por eso mismo sin valor, inútil —por irreductible a la experiencia del común de los hombres. Nada me explica: mis vicios y mis virtudes no bastan; mi felicidad vale algo más, pero a intervalos, sin continuidad, y sobre todo sin causa aceptable. Pero el espíritu humano siente repugnancia a aceptarse de las manos del azar, a no ser más que el producto pasajero de posibilidades que no están presididas por ningún dios, y sobre todo por él mismo. Una parte de cada vida, y aun de cada vida insignificante, transcurre en buscar las razones de ser, los puntos de partida, las fuentes. Mi impotencia para descubrirlos me llevó a veces a las explicaciones mágicas, a buscar en los delirios de lo oculto lo que el sentido común no alcanzaba a darme. Cuando los cálculos complicados resultan falsos, cuando los mismos filósofos no tienen ya nada que decirnos, es excusable volverse hacia el parloteo fortuito de las aves, o hacia el lejano contrapeso de los astros.

Memorias de Adriano, traducción de Julio Cortázar (Edhasa)



miércoles, 3 de enero de 2018

Como el alma atiza el fuego

MARGUERITE YOURCENAR
(Bruselas-Capital, Bélgica, 1903-Northeast Harbor, Maine, Estados Unidos, 1987)


El poema del yugo
(De Archivo)

Las mujeres de mi país llevan sobre los hombros un yugo;
Su corazón pesado y lento oscila entre esos dos polos;
A cada paso, dos grandes baldes de leche chocan
Uno con otro contra sus rodillas;
El alma materna de las vacas, la espuma del pasto masticado,
Brotan en olas nauseosas dulces.

Soy igual que la sirvienta de la granja;
A lo largo del dolor me avanzo de un paso firme;
El balde del lado izquierdo está lleno de sangre;
Puedes beber y saciarte de ese pujante jugo.
El balde del lado derecho está lleno de hielo;
Puedes inclinarte y contemplar tu rostro laso.
Así voy entre mi destino y mi suerte,
Entre mi sangre caliente y líquida y mi amor límpido muerto.
Y cuando esté segura que ni espejo ni bebida
Pueden ya distraer o sosegar tu corazón salvaje,
No quebraré el espejo resignado,
No volcaré el balde donde sangró toda mi vida.
Iré llevando mi balde de sangre en la noche negra
Allí donde están los muertos que en él a beber vendrán.
Iré donde están las olas con mi balde de hielo;
El breve gemido de la orilla será menos dulce que mi llanto;
Un rostro pálido grande se asomará a la duna
Y ese espejo, que ya no quieres, reflejará la faz calma de la luna.

Versión de Silvia Barón-Supervielle
**
Erótico

Tú la avispa y yo la rosa;
Tú el mar, yo la escollera;
En la creciente radiosa
Tú el Fénix, yo la hoguera.
Tú el Narciso y yo la fuente,
En mis ojos tú brillando;
Tú el río y yo el puente;
Yo la onda en mí nadando.
Y tú el sol y la sal
Y en los labios el caudal
Del rumor meciendo el juego.
Yo el pájaro y el cielo
Azul cruzando su vuelo,
Como el alma atiza el fuego.

Versión de Silvia Barón-Supervielle
**
Escritos al dorso de dos cartas postales

Una sirena llora
La salida de un barco
Sobre el agua que borra.

Yo sufro la ausencia
Y el espacio duro;
La pena es un muro.

La ruta es una trampa:
Ni trenes, ni navío;
El viaje está vacío.

(...) 

Reflejo, que tu lanza
Traspase la distancia
Y pegue con dulzor.

(La miel de las heridas
Embalsama el amor).
1934

Versión de Silvia Barón-Supervielle
Publicados por Fausto Marcelo Ávila Ávila.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

Ni aplicar al dolor el torniquete de la resignación

Marguerite Yourcenar
 (Bruselas, Bélgica, 1903 - isla de Mount Desert, Maine, EE. UU., 1987) 

Firme propósito
Ni protegerse del día bajo el árbol de las tinieblas,
ni morder en el fruto la dulce carne del verano,
ni besar largamente los lívidos labios
de muertos hastiados de haber existido.

Ni penetrar, transido, el frío corazón del álgebra,
ni clavar en el vacío una máscara,
ni acostar bajo el sólido olvido célebres huesos
ni derramar su nada en un sepulcro prestigiado.

Ni acariciar, amor, tu ardiente garganta,
ni quemar tu deseo en el fuego negro de la espera,
ni aplicar al dolor el torniquete de la resignación.

Ni levantar hacia el cielo las manos insatisfechas,
sino soportar en uno mismo, en medio de la noche sin pensamientos,
el profundo vacío de un corazón donde la vida ha sangrado.

viernes, 18 de noviembre de 2016

Y allá, un hilo de humo

Anne Talvaz

(Bruselas,  Bélgica, 1963)  

Pietá

¿Lo sostuvo contra su cuerpo
en la multitud que marchaba hacia la muerte maloliente?

¿Huyó de su chiquito en llanto
para reencontrarse con los vivos?

Sus manos, lo único que aún le pertenece,
y la luna que vierte sobre todo su ceniza inmaterial
le sirven de razón de ser

fuera de ella, y
la batahola de las cornejas
que se estrellan en el cielo…

Suenan las campanas.

El miedo que se suelda a la piel, la supuración
de las llagas,
mi corazón de cieno que todos pisotean.

Y allá, un hilo de humo.
Se disuelve en el cielo.

Suenan las campanas.
**
Requiem pour une enfant célèbre, 3

Ana, hermana mía, ¿nada ves venir?

Veo el sol que y los árboles que
y a través del hueco de las cortinas a los hombres que
y cuando voy al desván
a los pájaros que
veo al cielo que y que y que

Ana, hermana mía, no es eso lo que te pido

¿quieres acaso que lea la borra de café,
cuando hace tanto tiempo ya que no encontramos café?
¿sabes al menos que las líneas que cruzan el cielo
no son las de la mano de Dios?
**

Traducciones: Mirta Rosenberg y Jaime Arrambide y estos poemas fueron tomados de Diario de poesía, N° 65, año 2003.

sábado, 16 de abril de 2016

La muerte espera que nos acunemos en ella

MARGUERITE YOURCENAR

(Bruselas, Bélgica, 1903-EE.UU., 1987)

Siete poemas a una muerta 

I

Cuando estaba por llegar, murió
Quien me esperaba, cansada de esperar.
Sus brazos abiertos volvieron a cerrarse
Legándome un remordimiento en vez de un recuerdo.

La plegaria, la flor, el gesto más tierno
Fueron regalos tardíos que nadie pudo bendecir.
Los muertos no escuchan a los vivos.
La muerte, cuando llega, nos junta sin unirnos.

Nunca conoceré la dulzura de su tumba.
Mis gritos, lanzados demasiado tarde,
Resuenan y se extinguen sin eco en la sorda eternidad.

Los muertos desdeñosos, forzados al silencio,
No nos escuchan llorar en el oscuro umbral del misterio
Por un amor que jamás existió.
**
III

Cuando debí acudir, sólo supe dudar;
Cuando debí llamar, callé.
Demasiado tiempo persistí en mi camino, solitaria;
Nunca imaginé que fueras a morir.

Nunca preví que fuera a secarse la fuente
Donde uno se refresca y se baña,
Ni supe que existieran en el mundo
Misteriosas frutas que maduran al morir.

Obstinada, siempre busqué en la ruta del sol tu sombra;
Ahora el amor es una palabra, el tiempo un número
Y mis penas chocan contra los ángulos de una tumba.

La muerte, menos indecisa, supo cómo acercarse a ti;
Si ahora piensas en nosotras, tu corazón debe
    compadecernos.
Uno se ciega cuando muere una antorcha.
**
V

La miel inalterable del fondo de las cosas
Está hecha de dolor, deseo y remordimiento;
Eterno alambique donde el tiempo destila
Las lágrimas de los vivos y la piedad de los muertos.

Tan inseparable es el perfume de la rosa
Como inseparable tu alma de tu cuerpo.
Una misma causa germina efectos idénticos
Y una misma nota vibra en mil acordes diversos.

El universo nos da y nos quita lo poco que somos.
Yo olvidaré cada día cuánto te amé
Pero tú no sabrás que mis lágrimas te amaron.

La muerte espera que nos acunemos en ella.
Arrullada en sus brazos, como una niña de pecho,
Escucho sonar el hierro de lo eterno.
**
VI

Sólo el silencio tiene palabras
Que pueden decirse junto a ti sin herirte.
Ante lo irremediable, sólo podemos sonreír;
Llueven sobre tu cuerpo las lágrimas de las corolas.

A la hora en que nos despojemos de nuestras máscaras
Deslizándonos soñolientas en el mismo lecho,
Por cada dedo tembloroso de la hierba que nos roce
Tú podrás bendecirme y yo acariciarte.

Es hacia tu dulzura que conduce mi camino.
De este suelo impregnado de alma humana,
El olvido, lento jardinero, extirpa el remordimiento.

Inagotable, vaga el amor de vena en vena;
No quisiera perturbar con un vano lamento
El eterno abrazo de la tierra y los muertos.
**
VII

Nunca sabrás que tu alma viaja
Dulcemente refugiada en el fondo de mi corazón,
Y que nada, ni el tiempo ni la edad ni otros amores,
Impedirá que hayas existido.

Ahora la belleza del mundo toma tu rostro,
Se alimenta de tu dulzura y se engalana con tu claridad.
El lago pensativo al fondo del paisaje
Me vuelve a hablar de tu serenidad.

Los caminos que seguiste, hoy me señalan el mío,
Aunque jamás sabrás que te llevo conmigo
Como una lámpara de oro para alumbrarme el camino

Ni que tu voz aún traspasa mi alma.
Suave antorcha tus rayos, dulce hoguera tu espíritu;
Aún vives un poco porque yo te sobrevivo.

Traducción de Humberto Saldaña Pico
Fuente: UNAM

sábado, 8 de agosto de 2015

Escapar por arriba a la fatalidad de abajo

Maurice Maeterlinck

(Gante, Bélgica, 1862-Niza, Francia, 1949)

“Ese mundo vegetal que vemos tan tranquilo, tan resignado, en que todo parece aceptación, silencio, obediencia, recogimiento, es por el contrario aquel en que la rebelión contra el destino es la más vehemente y la más obstinada. El órgano esencial, el órgano nutricio de la planta, su raíz, la sujeta indisolublemente al suelo. Si es difícil descubrir, entre las grandes leyes que nos agobian, la que más pesa sobre nuestros hombros, respecto a la planta no hay duda: es la que la condena a la inmovilidad desde que nace hasta que se muere. Así es que sabe mejor que nosotros, que dispersamos nuestros esfuerzos, contra qué rebelarse ante todo. Y la energía de su idea fija que sube de las tinieblas de sus raíces para organizarse y manifestarse en la luz de su flor, es un espectáculo incomparable. Tiende toda entera a un mismo fin: escapar por arriba a la fatalidad de abajo; eludir, quebrantar la pesada y sombría ley, libertarse, romper la estrecha esfera, inventar o invocar alas, evadirse lo más lejos posible, vencer el espacio en que el destino la encierra, acercarse a otro reino, penetrar en un mundo moviente y animado. ¿No es tan sorprendente que lo consiga, como si nosotros lográsemos vivir fuera del tiempo que otro destino nos señala, o introducirnos en un universo eximido de las leyes más pesadas de la materia?”

De La inteligencia de las flores, 1907.
Traducción: Juan Bautista Ensenat.
Cortesía Fernando Daniel Albarracín.
***
Menus propos –le théâtre
(“Pequeño discurso –el teatro”)
(Fragmento)

“Cuando nos sentamos en un teatro antes de una representación –opina Maeterlinck– nos sentimos ansiosos. Esta ilusión preliminar puede compararse a un aviso que viene desde más allá de nosotros. Todos sabemos algo que no hemos aprendido, y eso muy bien puede ser lo único que sabemos precisamente, porque todo lo demás es dudoso. Debemos prestarle atención sólo a lo que no podemos aseverar apropiadamente, porque nuestra ignorancia está estampada en la imagen casi impalpable de todo lo mejor de nosotros. Es como si una mano que no nos pertenece golpeara, en ocasiones, las puertas secretas de nuestro instinto –podríamos decir las puertas del destino, tan cerca están uno del otro. Uno no puede abrirlas, pero debe escucharlas con precaución. En el origen de esta inquietud puede residir un viejo malentendido, como consecuencia del cual el teatro nunca es exactamente lo que la multitud siente instintivamente que es, a saber, el templo de los sueños. Manifiestamente el teatro, al menos en sus tendencias, es un arte; pero no encuentro allí ninguno de los rasgos característicos de las otras artes; o más bien, encuentro dos rasgos, cada uno de los cuales parece cancelar el otro. El arte siempre parece evasivo y nunca habla cara a cara. Podría decirse que es la hipocresía del infinito. Es la máscara temporaria bajo la que lo desconocido sin rostro nos intriga. Es la sustancia de eternidad dentro de nosotros, introducida por la destilación del infinito. Es la miel de la eternidad extraída de una flor que no vemos.”

“El poema es una obra de arte caracterizada por esos rasgos oblicuos y admirables. Pero la representación teatral constituye una contradicción. Causa que los cisnes vuelen del estanque; vuelve a tirar las perlas en el abismo. Pone otra vez las cosas exactamente donde estaban antes de que el poeta llegara. La densidad mística de la obra de arte ha desaparecido. El teatro, a diferencia del poema, sólo produce lo que pasaría si uno quisiera darle sustancia a la materia principal de una pintura y, haciéndolo, la regresara a la vida cotidiana: si uno transportara a sus personajes profundos, silenciosos, llenos de secretos, hasta el medio de glaciares, montañas, jardines y archipiélagos donde parecen estar, y si después uno entrara en ellos, una luz inexplicable se extinguiría de repente, y sin el deleite místico experimentado antes, uno podría encontrarse de pronto en la situación de un hombre ciego en el mar.”

Artículo publicado en la revista literaria Jeune Belgique, 1890.
***

–¿Dónde están los muertos? –preguntó temblando aún a su hermano.
–No hay muertos –dijo Tylil, también algo atemorizado.
Pero tampoco se hallaba el pájaro azul en aquel patio; lo buscaron también inútilmente en el País del Porvenir; y en su busca llegaron hasta el Palacio Azul, donde residían los niños que habían de nacer, en número de algunos miles, envueltos todos en largos vestidos azules; unos jugaban, otros paseaban aquí y allá, algunos hablaban o soñaban, y muchos otros dormían; había también un grupo de ellos trabajando en futuros inventos. Todo alrededor de ellos era azul, azul como el cielo de verano.
–¿Dónde estamos? –dijo Tylil.
–En el País de lo Porvenir –le respondieron.
–Entonces aquí hallaremos al pájaro azul –pensaron los niños.
Inmediatamente se reunieron alrededor de ellos muchos niños con los ojos muy abiertos y con las manecitas en la boca.
–¡Niños vivos! ¡Mirad nuestros inventos! –les dijeron. Y acudieron todos a ellos para enseñárselos.
–¡Mira mis flores! –gritó uno–. Crecerán, cuando yo esté en la tierra, tanto como ésta, y señalaba una flor grande como la rueda de un coche.
–¡Contempla mis peras! –dijo otro–. Serán muy grandes, cuando yo haya cumplido treinta años.
Otro niño acudió presuroso, y empezó a dar besos a Myltil y Tylil diciéndoles:
–Yo seré vuestro hermanito, haré mi entrada en vuestra casa el próximo domingo de Ramos.
–¿Qué llevas en ese saco? –le preguntó Myltil con curiosidad.
–Lo que llevaré conmigo cuando vaya a tu casa; tres enfermedades: la tos ferina, la escarlatina y el sarampión. Y después de eso... os dejaré.
–Pues para esto no vale la pena de que vayas.
–No podemos elegir ni escoger nosotros –replicó aquella alma que aún no había nacido.
De pronto se oyó gran ruido en la sala azul; dos puertas de color de ópalo situadas a un lado empezaron a moverse.
–¿Qué ocurre? –dijo Tylil.
–Es el Tiempo –le contestó un niño.

De El pájaro azul, 1909.

martes, 16 de septiembre de 2014

Donde la memoria ha perdido las llaves

LILIANE WOUTERS
Tomada de espejodelviento.com

(Bélgica, 1930)


Morir habiendo vivido.

Es allí donde espero,
el instante de,
el momento en que.

Allí se trata de respirar
profundo.
**

Al final del amor está el amor.
Al final del deseo está la nada.
El amor no tiene comienzo ni fin.
Él no nace, resucita.
Él no encuentra, reconoce.
Él se despierta como después de un sueño
donde la memoria ha perdido las llaves.
Se despierta con los ojos claros
y se dispone a vivir su jornada.
Pero el deseo insomne muere con el alba
después de haber luchado toda la noche.
**

Hay que saber
perderlo todo, incluso a sí mismo,
y aún el recuerdo de sí, hay que
quitarse del lugar, salir del tiempo,
arrancarse los andrajos,
mudar las seis membranas, aceptar
que la séptima se pudra con el grano,
que el agua del río todo lo recubra,
que el sol seque esa agua, 
que el viento del desierto desdibuje
su huella sobre la arena.

(en “Círculo de Poesía”, 2012. Trad. del francés: Valeria Guzmán. Cortesía de Jonio González)

miércoles, 2 de julio de 2014

¿Escribir?, ¿para qué sirve?

Georges Simenon

(Bélgica, 1903-1989)

“Yo no tengo de verdad ninguna nacionalidad: mi madre era mitad holandesa mitad alemana, mi padre mitad francés mitad valón. Me casé con una canadiense y muchos de mis hijos nacieron en EE.UU.”
**
 “Según las últimas estadísticas que manejo, a los 20 años un campesino francés emplea más o menos 600 palabras; los burócratas de las pequeñas ciudades usan entre 800 y 1200; la pequeña burguesía, 1500 y los intelectuales de 2000 a 2500. Cuantas más palabras uses, menos posibilidades tenés de ser comprendido; las resonancias de cada palabra difieren en cada lector y hay que usar pocas palabras abstractas; más palabras como ‘mesa’, ‘nube’ y ‘cama’, y menos palabras como ‘sublime’ o ‘exteriorización’. Es por eso, seguramente, que mis libros se traducen a un centenar de lenguas.”
**
Simenon contaba que por capítulo escrito bajaba 800 gramos y por novela 5 kilos que los recuperaba en menos de un mes
“Cuando uno escribe así, dejás de pensar en expresar ideas, uno piensa en mantener el estado de gracia, un estado completo de vacío de sí mismo para ser el otro. Desde los 15 o 16 años, tuve curiosidad por el hombre y por la diferencia entre el hombre vestido y el hombre desnudo; el hombre tal como es y el hombre tal como se muestra en público, e incluso tal como se mira al espejo. Todas mis novelas, toda mi vida no han sido más que una búsqueda del hombre desnudo.”

Le aconseja Colette: «Nada de literatura, y usted escribirá mejor». 
**
En 1919 Georges Simenon se preguntó ¿escribir? ¿para qué sirve? Tenía casi 16 años. Fue entonces cuando Henriette, su madre, le propuso, le instó, a que buscara un trabajo fijo, en “los ferrocarriles, por ejemplo”, él se rebeló. Las relaciones entre Georges y Henriette no eran buenas. Cuando el niño tenía “doce o trece años”, se produjo “una escena que nunca –nos dice en Carta a mi madre, el testimonio más dramático en la literatura simenoniana- he podido borrar de mi memoria” y que “dejó marcada mi juventud”: un día “tuviste uno de esos ataques de nervios que te daban con frecuencia antes del paseo de los domingos por la tarde. Te precipitaste hacia mí, incapaz de controlarte. Yo no comprendía las palabras que decías, pues, por instinto, hablabas flamenco o alemán. Me arrojaste al suelo y te pusiste a darme patadas sin dejar de gritar”. Así que, su recomendación, más los malos tratos sufridos de joven, hicieron lo posible para que  la posterioridad agradeciera  a Henriette Brüll que Georges Simenon no prestara atención a sus recomendaciones.
(Tomado de liberty-bienzobas.es)
**
En diciembre de 1970, durante ocho días, mientras su madre agonizaba, Georges Simenon permaneció a su lado en el hospital. Poco más de medio siglo le separaba de la época en que ayudaba a misa en la capilla de ese mismo hospital.
Durante esos ocho días estos dos seres, que jamás pudieron amarse, tal vez porque jamás pudieron hablarse, intercambian pocas palabras pero se miran intensamente, con perplejidad y desconfianza. De hecho, al ver entrar al hijo mayor en la habitación, la madre le pregunta: «¿Por qué has venido, hijo?»
**
 De Carta a mi madre 
  
  "No  tengo ninguna foto de vuestra boda, ni de aquel período de vuestra vida en común. Como yo no conocía a mi padre, supongo que los domingos por la mañana te llevaría a la cocina de la Rue Puits-en-Sock donde todos los Simenon se reunían en torno al padre y la madre. ¿ Te dirigirían la palabra? ¿ Te atreverías a tomarla tú misma? Lo dudo. Los Simenon formaban un clan tan cerrado que debías sentirte tan lejos allí como en tierra extranjera.
    Durante poco más de un año vivisteis en la Rue Leopold, en el centro de la ciudad, donde yo nací. Después os instalasteis en Outremeuse, a dos pasos de la Rue Puits-en-Sock y ya no abandonasteis nunca más el barrio.
    Ahora, en el hospital, tú tienes noventiún años. Yo voy a superar los setenta. Y entre nosotros ha transcurrido todo este tiempo. ¿ Te ha marcado?, ¿has conservado el recuerdo de las horas y los días?
   Por tu expresión, pareces más bien liberada de ver acercarse el fin.
    He hablado del ratoncito que se deslizaba de noche por los patios de Lakeville para ir a buscar su corsé. Toda tu vida has caminado con el trotecillo del ratoncito. Raras veces te he visto sentada. Y, mira por dónde, ahora te veo, por primera vez, me atrevería a decir, acostada.
    Al observar tu rostro, que ha cambiado tan poco, tus ojos claros, de un azul grisáceo, que han conservado su viveza, me pregunto si tu último suspiro no será un suspiro de alivio... "
                  
**
De Carta a mi juez

Mi madre empezaba a hacerse vieja y, negándose a admitirlo, se consumía en las faenas de la mañana a la noche.
Bien. Le seré absolutamente sincero. Si no, mi juez, no vale la pena escribirle. Le voy a resumir en dos palabras mi estado de ánimo de entonces.
Primero: cobardía.
Segundo: vanidad.
Cobardía, porque yo no tenía el valor de decir no. Todo el mundo estaba contra mí. Todo el mundo, por una especie de acuerdo tácito, me empujaba a aquel matrimonio.
Ahora bien, yo no deseaba a aquella mujer tan sorprendente. Tampoco deseaba especialmente a Jeanne, mi primera mujer, pero, en aquella época, yo era joven, y me casé por casarme.

**
El 13 de febrero de 1973, con setenta años empezó a grabar reflexiones inspiradas en la vida cotidiana o sus recuerdos. Se dedicó a ello hasta el 19 de octubre de 1979, de forma intermitente, pero ya no escribía, sino que hablaba. Estas observaciones, recogidas en veintiún volúmenes, se publicaron bajo el título genérico de Mis dictados. A menudo la crítica ha enjuiciado con dureza estos textos repetitivos y escritos sin gran preocupación estética. En realidad, es preciso tomarlos por lo que son: un documento humano en el que un hombre desea mostrarse como es. En ellos se ve a Simenon alzarse contra el nacionalismo, el patriotismo, el capitalismo, la burocracia, la autoridad, las instituciones, el papado, el matrimonio, la tecnología o la industrialización. En definitiva, la lectura de estos volúmenes revela la existencia de un Simenon anarquista no violento.
A partir de 1987 debió conformarse con desplazarse en silla de ruedas. Fue el principio del fin. Su vida turbulenta concluyó con un repliegue en sí misma. El 4 de septiembre murmuró: "Por fin voy a dormir".

miércoles, 21 de mayo de 2014

El hombre llevaba pegado a su ropa un sordo olor a miseria

GEORGES SIMENON

(Lieja, Bélgica, 1903-Lausana, Suiza, 1989)

"Hoy hace tres años y medio, aproximadamente, que moriste, a la edad de noventa y un años, y tal vez hasta ahora no haya empezado yo a conocerte. Viví mi infancia y mi adolescencia en la misma casa que tú, contigo, y, cuando me separe de ti para trasladarme a París a la edad de diecinueve años, seguías siendo una extraña para mí.”
(...)
“Mientras viviste nunca nos quisimos, bien lo sabes. Los dos fingimos.”
(...)
“Pero lo que yo buscaba en tus ojos y en tu sereno rostro no era la idea que tenías de mí. Era la idea verdadera de ti que yo empezaba a percibir.”
(...)
“Todas estas imágenes me asaltan, madre, mientras intento comprenderte antes de que te vayas definitivamente. Dentro de uno o dos días, dentro de tres días, habrás dejado de existir. La gente, inmóvil en su silla, en tu cuartito, ya no se ocupará sino de sus asuntos. Yo mismo volveré a mi casa con mis propios hijos.
¿Se harán preguntas algún día sobre mí, como yo me las hago sobre ti? Lo dudo. Y, de todos modos, no me enteraré.”

De Carta a mi madre. Georges Simenon. Barcelona: Tusquets Editores, 1993
***
Pena de muerte 
(Fragmento)

El olfato no bastaba. La convicción tampoco. La justicia exige una prueba y Maigret seguía buscando sin saber quién se cansaría primero. Paseó tras la pareja por el Jardín Botánico. Asistió a veladas de cine. Comió y cenó en excelentes cervecerías, como le gustaba, y se atiborró de cerveza. A la lluvia la había reemplazado una especie de nieve fundida. El martes, calculaba el comisario, apenas les quedaban trescientos francos belgas a sus víctimas y tal vez, se dijo, tendrían que echar mano del tesoro escondido. Era una vida agotadora y, por la noche, tenía que despertarse al menor ruido producido en la vecina habitación. Pero seguía como esos perros que, tumbados en el suelo se dejan aplastar antes que retroceder.
**
El hombre en la calle

Los cuatro hombres iban apretujados dentro del taxi. En París helaba. A las siete y media de la mañana la ciudad estaba lívida, el viento hacía correr a ras de suelo un polvillo de hielo.
El más delgado de los cuatro, en un asiento abatible, tenía un cigarrillo pegado al labio inferior e iba esposado. El más importante, de mandíbula fuerte, envuelto en un recio abrigo y con un sombrero hongo en la cabeza, fumaba en pipa viendo desfilar ante sus ojos la verja del Bois de Boulogne.
–¿Le hago el número de la pataleta? –propuso amablemente P’tit Louis, el hombre de las esposas–. ¿Con contorsiones, espumarajos, insultos y todo eso?
Maigret gruñó, quitándole el cigarrillo de los labios y abriendo la portezuela, porque ya habían llegado a la Porte de Bagatelle:
–No quieras pasarte de listo.
Los caminos del Bois estaban desiertos, blancos y duros como el mármol. Unas diez personas pateaban la nieve para combatir el frío al lado de un sendero para jinetes, y un fotógrafo quiso retratar al grupo que se acercaba. Pero P’tit Louis, tal como le habían recomendado, levantó los brazos para taparse la cara.
Maigret, con aire malhumorado, giraba la cabeza como un oso, observándolo todo: los edificios nuevos del Boulevard Richard–Wallace, todavía con los postigos cerrados, unos obreros en bicicleta que venían de Puteaux, un tranvía iluminado, dos porteras que caminaban con las manos violáceas de frío.
–¿Todo a punto? –preguntó.
La víspera, había permitido a los periódicos que publicaran la información siguiente:

«EL CRIMEN DE BAGATELLE
»En esta ocasión la policía no ha tardado mucho en aclarar un asunto que parecía ofrecer dificultades insuperables. Como es sabido, el lunes por la mañana un guarda del Bois de Boulogne descubrió en uno de los senderos, a unos cien metros de la Porte de Bagatelle, el cadáver de un hombre que pudo ser identificado inmediatamente.
»Se trata de Ernest Borms, médico vienés muy conocido que vivía en Neuilly desde hacía varios años. Borms vestía esmoquin. Alguien debió de atacarle en la noche del domingo al lunes cuando volvía a su piso, en el Boulevard Richard–Wallace.
»Una bala disparada a quemarropa con un revólver de pequeño calibre lo alcanzó en el corazón.
»Borms, que aún era joven, de buena apariencia, muy elegante, llevaba una intensa vida social.
»Apenas cuarenta y ocho horas después de este crimen, la Policía Judicial acaba de proceder a una detención. Mañana por la mañana, entre las siete y las ocho, se procederá a la reconstrucción del crimen en el lugar de los hechos».

Posteriormente, en el Quai des Orfèvres se habló de este asunto, y se comentaba que en él Maigret había utilizado tal vez el más característico de sus procedimientos; pero cuando lo mencionaban en su presencia, reaccionaba de un modo extraño, volviendo la cabeza y emitiendo un gruñido.
¡Vamos allá! Todo el mundo estaba en su sitio. Muy pocos mirones, tal como había previsto. Por algo había elegido aquella hora matinal. Y además, entre las diez o quince personas que daban patadas en el suelo podía reconocerse a varios inspectores que adoptaban un aire lo más inocente posible, y uno de ellos, Torrence, a quien le encantaba disfrazarse, se había vestido de repartidor de leche, lo cual hizo que su jefe se encogiera de hombros.
¡Con tal de que P’tit Louis no exagerara! Era un «cliente» suyo, un delincuente muy conocido, a quien habían detenido el día anterior mientras practicaba su oficio de carterista en el metro.
«Mañana por la mañana nos echarás una mano, y ya procuraremos que esta vez no salgas muy mal librado...»
Lo habían sacado de la prisión.
–¡Adelante! –gruñó Maigret–. Cuando oíste pasos estabas escondido en este rincón, ¿verdad?
–Fue exactamente así, señor comisario. Yo tenía hambre, ¿me comprende? Y no me quedaba ni un céntimo. Entonces me dije que un tipo que volvía a su casa de esmoquin, seguro que llevaba la cartera repleta... «¡La bolsa o la vida!», le dije acercándome a él. Y le juro que no fue culpa mía si se me disparó. Supongo que fue el frío lo que hizo que el dedo apretara el gatillo...

Las once de la mañana. Maigret recorría su despacho del Quai des Orfèvres a grandes zancadas, fumaba una pipa tras otra, no cesaba de atender al teléfono.
–¡Oiga! ¿Es usted, jefe? Soy Lucas. He seguido al viejo que parecía interesarse por la reconstrucción. Una pista falsa: es un maniático que todas las mañanas da un paseíto por el Bois.
–De acuerdo, puedes volver.
Once y cuarto.
–Oiga, ¿es el jefe? Soy Torrence. He seguido al joven que usted me indicó mirándome de reojo. Participa en todos los concursos de detectives. Trabaja de dependiente en una tienda de los Campos Elíseos. ¿Puedo regresar?
Hasta las doce menos cinco no recibió una llamada de Janvier.
–Tengo que ser breve, jefe, no sea que el pájaro eche a volar. Lo vigilo por el espejito incrustado en la puerta de la cabina. Estoy en el bar del Nain Jaune, en el Boulevard Rochechouart... Sí, me ha visto. No tiene la conciencia tranquila. Al cruzar el Sena ha tirado algo al río. Además, ha intentado despistarme diez veces. ¿Lo espero aquí?
Así empezó una cacería que iba a prolongarse durante cinco días y cinco noches, por entre transeúntes apresurados, en un París indiferente, de bar en bar, de taberna en taberna; por un lado un hombre solo, por otro Maigret y sus inspectores, que se turnaban en la persecución y que, a fin de cuentas, acabaron tan exhaustos como su perseguido.

Maigret bajó del taxi delante del Nain Jaune, a la hora del aperitivo, y encontró a Janvier acodado en el mostrador. No se tomó la molestia de adoptar un aire inocente. ¡Al contrario!
–¿Quién es?
Con la barbilla, el inspector le indicó un hombre sentado en un rincón, delante de un velador. El hombre los miraba con sus pupilas claras, de un azul grisáceo, que daban a su fisonomía el aspecto de ser extranjero. ¿Nórdico? ¿Eslavo? Más bien eslavo. Llevaba un abrigo gris, un traje de buenas hechuras, un sombrero flexible.
Debía de tener unos treinta y cinco años. Estaba pálido, recién afeitado.
–¿Qué quiere tomar, jefe? ¿Un Picon caliente?
–De acuerdo, un Picon caliente. ¿Qué bebe él?
–Aguardiente. Se ha tomado cinco esta mañana. Y no le extrañe si me trabuco un poco al hablar: siguiéndolo he tenido que entrar en todas las tabernas. Tiene mucho aguante, ¿sabe usted?... Además, fíjese, lleva toda la mañana así. Éste no se da por vencido fácilmente.
Era verdad. Y parecía raro. Aquello no podía llamarse arrogancia ni desafío. El hombre sencillamente los miraba. Si estaba inquieto, no dejaba que nada trasluciese. Su rostro expresaba más bien tristeza, pero una tristeza tranquila, meditabunda.
–En Bagatelle, cuando se dio cuenta de que usted no lo perdía de vista, se fue en seguida, y yo tras él. Aún no había andado cien metros cuando ya había girado la cabeza. Entonces, en vez de salir del Bois, como parecía su intención, echó a andar a grandes zancadas por el primer sendero que encontró. Volvió la cabeza otra vez. Me reconoció. Se sentó en un banco a pesar del frío, y yo me paré a mi vez. Varias veces tuve la impresión de que quería dirigirme la palabra, pero acabó por alejarse encogiéndose de hombros.
»En la Porte Dauphine estuve a punto de perderlo, porque tomó un taxi, pero tuve la suerte de encontrar otro casi al momento. Bajó en la Place de l’Opéra, y se metió precipitadamente en el metro. Yo iba siguiéndolo, cambiamos cinco veces de línea, hasta que empezó a comprender que de esta manera no podría despistarme.
»Volvimos a subir a la superficie. Estábamos en la Place Clichy. Desde entonces no hemos dejado de ir de bar en bar. Yo esperaba que entrara en un buen lugar, con una cabina telefónica desde donde pudiera vigilarlo. Cuando me ha visto telefonear, ha hecho una mueca irónica y triste. Luego, yo hubiese jurado que lo estaba esperando a usted.
–Telefonea a «casa». Que Lucas y Torrence se preparen para venir corriendo al primer aviso. Y que venga también un fotógrafo de Identidad Judicial, con una cámara muy pequeña.
–¡Camarero! –llamó el desconocido–. ¿Qué le debo?
–Tres cincuenta.
–Apostaría a que es polaco –murmuró Maigret a Janvier–. En marcha.
No fueron muy lejos. En la Place Blanche el hombre entró en un pequeño restaurante; ellos lo siguieron y se sentaron a una mesa que estaba junto a la suya. Era un restaurante italiano, y comieron pasta.
A las tres, Lucas fue a relevar a Janvier, cuando éste se hallaba con Maigret en una cervecería frente a la Gare du Nord.
–¿Y el fotógrafo? –preguntó Maigret.
–Espera en la calle para sorprenderlo cuando salga.
Y, en efecto, cuando el polaco salió, después de haber leído los periódicos, un inspector se acercó rápidamente a él. A menos de un metro le hizo una foto. El hombre se llevó en seguida la mano a la cara, pero ya era demasiado tarde, y entonces, demostrando que comprendía, dirigió a Maigret una mirada de reproche.
–Amigo mío –monologaba el comisario–, tienes muy buenas razones para no llevamos a tu domicilio. Pero si tú tienes paciencia, yo tengo tanta como tú...
Al oscurecer, había copos de nieve revoloteando por las calles, mientras el desconocido andaba, con las manos en los bolsillos, esperando la hora de acostarse.
–¿Lo relevo durante la noche, jefe? –propuso Lucas.
–No. Prefiero que te ocupes de la fotografía. En primer lugar, consulta el fichero. Luego investiga en los ambientes extranjeros. Ese tipo conoce París. Seguro que hace tiempo que vive aquí. Alguien ha de conocerlo.
–¿Y si publicásemos su foto en los periódicos?
Maigret miró a su subordinado con desdén. ¿O sea que Lucas, que trabajaba con él desde hacía tantos años, aún no comprendía? ¿Acaso la policía tenía un solo indicio? ¡Nada! ¡Ni un testimonio! Matan a un hombre de noche en el Bois de Boulogne. No se encuentra el arma. Ni una huella. El doctor Borms vive solo, y su único sirviente ignora adónde fue la víspera.
–¡Haz lo que te digo! Largo...
A las doce de la noche por fin el hombre se decidió a cruzar el umbral de un hotel. Maigret le seguía los pasos. Era un hotel de segunda o incluso de tercera categoría.
–Quisiera una habitación.
–¿Me rellena esta ficha, por favor?
La rellena entre titubeos, con los dedos entumecidos por el frío. Mira a Maigret de arriba abajo, como diciéndole: «¡Si cree que me importa que me esté mirando! Escribiré lo que me dé la gana».
Y, en efecto, escribe el primer nombre y apellido que le viene a la cabeza: Nikolas Slaatkovich, domiciliado en Cracovia, que había llegado a París el día anterior.

Todo falso, evidentemente. Maigret telefonea a la Policía Judicial. Se revisan los expedientes de los pisos amueblados, los registros de extranjeros, llaman a los puestos fronterizos. No existe ningún Nikolas Slaatkovich.
–¿Usted también desea una habitación? –pregunta el dueño con una mueca, porque ya se huele que está ante un policía.
–No, gracias. Pasaré la noche en la escalera.
Es más seguro. Se sienta en un peldaño, delante de la puerta de la habitación número 7. Por dos veces esta puerta se abre. El hombre escudriña la oscuridad con la mirada, ve la silueta de Maigret, y termina por acostarse. Por la mañana, la barba le ha crecido, tiene las mejillas rasposas. No ha podido cambiarse de ropa. Ni siquiera tenía peine, y lleva el pelo alborotado.
Lucas acaba de llegar.
–¿Lo relevo, jefe?
Maigret no se resigna a dejar a su desconocido. Lo ha visto pagar la habitación. Lo ha visto palidecer. Y adivina lo que pasa.
En efecto, poco después, en un bar en el que toman, por así decirlo, codo con codo, un café con leche y unos croissants, el hombre, sin ocultarse lo más mínimo, cuenta el dinero que le queda. Un billete de cien francos, dos monedas de veinte, una de diez y menudo. Sus labios se estiran en una mueca de contrariedad.
¡Bueno! Con eso no irá muy lejos. Cuando llegó al Bois de Boulogne, acababa de salir de su casa, porque iba recién afeitado, sin una mota de polvo, sin una arruga en el traje. ¿Tenía intención de volver al cabo de poco? Ni siquiera se preocupó por el dinero que llevaba encima.
Maigret adivina lo que tiró al Sena: los documentos de identidad, tal vez tarjetas de visita.
Quiere evitar a toda costa que se descubra dónde vive.
Y el callejeo típico de los que no tienen techo vuelve a empezar, con paradas delante de las tiendas, de los puestos de vendedores ambulantes, o en los bares, en los que tiene que entrar de vez en cuando, aunque sólo sea para sentarse, sobre todo porque en la calle hace frío, o para leer los periódicos.
¡Ciento cincuenta francos! Al mediodía, nada de restaurantes. El hombre se conforma con huevos duros, que come de pie ante un mostrador, y una cerveza, mientras Maigret engulle unos bocadillos.
El otro duda mucho antes de entrar en un cine. Dentro del bolsillo su mano juega con las monedas. Hay que resistir todo el tiempo posible. El hombre anda y anda...
¡Por cierto! Hay un detalle que llama la atención de Maigret. En su agotadora caminata, el hombre recorre siempre determinados barrios: de la Trinité a la Place Clichy; de la Place Clichy a Barbès, pasando por la Rue Caulaincourt; de Barbès a la Gare du Nord y a la Rue La Fayette...
¿Tiene también miedo de que lo reconozcan? Seguramente elige los barrios más alejados de su casa o de su hotel, los que suele frecuentar.
¿Vive en Montparnasse, como tantos extranjeros? ¿En los alrededores del Panteón?
La ropa que usa indica una posición media. Son prendas cómodas, sobrias, de buena hechura. Sin duda, una profesión liberal. ¡Lleva alianza! O sea que ¡está casado!
Maigret ha tenido que resignarse a ceder su lugar a Torrence. Pasa rápidamente por su casa. Madame Maigret está contrariada: su hermana ha venido de Orléans, ha preparado una cena muy especial, y su marido, después de haberse afeitado y cambiado de ropa, vuelve a irse anunciando que no sabe cuándo regresará.

El comisario se precipita hacia el Quai des Orfèvres.
–¿No hay nada de Lucas para mí?
¡Sí! Hay una nota del brigada. Éste ha ensenado la fotografía en numerosos círculos polacos y rusos. Nadie lo conoce. Tampoco nada en los grupos políticos. En último extremo, ha sacado numerosas copias de la famosa fotografía. En todos los barrios de París hay agentes que van de puerta en puerta, de portería en portería, mostrando la foto a los dueños de los bares y a los camareros.
–¡Oiga! ¿El comisario Maigret? Soy una acomodadora del Ciné–Actualités, en el Boulevard de Strasbourg... Hay aquí un señor, Monsieur Torrence, que me ha dicho que lo telefonee a usted para decirle que está aquí, pero que no se atreve a salir de la sala.
¡No es tonto el hombre! Ha escogido el mejor lugar para pasar algunas horas: con calefacción y por poco precio, sólo dos francos de entrada... ¡y con derecho a varias sesiones!

Se ha establecido una curiosa intimidad entre perseguidor y perseguido, entre el hombre cuya barba crece, cuyas ropas se arrugan, y Maigret, que no lo pierde de vista ni un instante. Incluso hay un detalle divertido. Los dos se han resfriado. Tienen la nariz enrojecida. Casi al mismo tiempo sacan el pañuelo del bolsillo, y en una ocasión el hombre no ha podido evitar una vaga sonrisa al ver cómo Maigret suelta una serie de estornudos.
Un hotel sucio, en el Boulevard de la Chapelle, después de cinco sesiones continuas de documentales. En el registro, el mismo nombre. Y de nuevo Maigret se instala en un peldaño de la escalera. Pero como es una casa de citas, cada diez minutos tiene que apartarse para dejar pasar a parejas que lo miran con extrañeza, y las mujeres se quedan intranquilas.
Cuando se le acaben los recursos, cuando los nervios ya no resistan más, ¿se decidirá a volver a su casa? En una cervecería en la que el otro se queda bastante rato y se quita el abrigo gris, Maigret no vacila en tomar la prenda y mirar el interior del cuello. El abrigo se compró en Old England, en el Boulevard des Italiens. Es de confección, y la casa debió de vender docenas de abrigos parecidos. Sin embargo, hay un indicio. Es del invierno anterior. Así pues, el desconocido lleva en París por lo menos un año. Y en el curso de un año seguro que ha tenido que recalar en algún lugar.

Maigret se dedica a tomar ponches para matar el resfriado. El otro va soltando el dinero con cuentagotas. Toma cafés, pero sin añadirles licor. Se alimenta de croissants y de huevos duros.
Las noticias de «casa» son siempre las mismas: ¡nada nuevo! Nadie reconoce la fotografía del polaco. No se ha denunciado ninguna desaparición.
Por lo que respecta al muerto, tampoco nada. Tenía un consultorio importante. Se ganaba muy bien la vida, no se metía en política, salía mucho y, como se ocupaba sobre todo de enfermedades nerviosas, entre sus pacientes abundaban las mujeres.
Era una experiencia que Maigret aún no había tenido ocasión de llevar hasta el final: ¿en cuánto tiempo un hombre bien educado, aseado, bien vestido, pierde su barniz exterior cuando tiene que vagabundear por la calle?
¡Cuatro días! Ahora lo sabía. Primero la barba. La primera mañana, el hombre parecía un abogado o un médico, un arquitecto, un industrial; uno se lo imaginaba saliendo de un confortable piso. Una barba de cuatro días lo ha transformado hasta el punto de que, si hubiesen publicado su retrato en los periódicos evocando el caso del Bois de Boulogne, la gente hubiera dicho: «¡Se ve a la legua que tiene cara de asesino!»
Por el frío y el dormir mal, se le había enrojecido el borde de los párpados, y el resfriado le ponía un toque de fiebre en los pómulos. Los zapatos, que habían dejado de estar lustrosos, comenzaban a deformarse. El abrigo empezaba a ajarse y sus pantalones tenían rodilleras.
Incluso se le notaba en la manera de andar. Ya no andaba de la misma forma: iba pegado a las paredes, bajaba la vista cuando los transeúntes lo miraban... Un detalle más: volvía la cabeza al pasar ante un restaurante donde había clientes instalados a las mesas ante copiosos platos.
«¡Tus últimos veinte francos, amigo mío!», calculaba Maigret. «¿Y después?»
Lucas, Torrence y Janvier lo relevaban de vez en cuando, pero él les cedía su lugar con la menor frecuencia posible. Entraba en el Quai des Orfèvres como un huracán, veía al jefe.
–Sería mejor que descansara, Maigret.
Un Maigret huraño, susceptible, como si estuviera dominado por sentimientos contradictorios, contestaba:
–Mi deber es descubrir al asesino, ¿no?
–Evidentemente...
–¡Pues en marcha! –suspiraba con una especie de rencor en la voz–. Me pregunto dónde dormirá esta noche.
¡Los últimos veinte francos! ¡Menos aún! Cuando se reunió con Torrence, éste le dijo que el hombre había comido tres huevos duros y tomado dos cafés con licor en un bar de la esquina de la Rue Montmartre.
–Ocho francos con cincuenta... Le quedan once francos con cincuenta.
Lo admiraba. El otro no sólo no se escondía, sino que andaba a su misma altura, a veces a su lado, y tenía que contenerse para no dirigirle la palabra.
«¡Vamos a ver, hombre! ¿No crees que ya sería hora de que empezases a cantar? En algún lugar te espera una casa con calefacción, una cama, unas zapatillas, una navaja de afeitar, ¿verdad? Y una buena cena...»
¡Pero no! El hombre vagó bajo las luces eléctricas de Les Halles, como los que ya no saben adónde ir, entre los montones de coles y de zanahorias, apartándose al oír el silbato del tren, al paso de los camiones de los hortelanos.
«¡Ya no puedes pagarte una habitación!»
Aquella noche el Servicio Meteorológico registró ocho grados bajo cero. El hombre se compró unas salchichas calientes que una vendedora preparaba al aire libre. ¡Apestaría a ajo y a grasa toda la noche!
En cierto momento intentó introducirse en un pabellón y echarse en un rinconcito. Un agente, al que Maigret no tuvo tiempo de dar instrucciones, lo echó de allí. Ahora cojeaba. Los muelles. El Pont des Arts. ¡Con tal de que no se le ocurriera tirarse al Sena! Maigret no se sentía con ánimos para saltar tras él al agua negra, que empezaba a arrastrar pedazos de hielo.
Iba por el muelle de la sirga. Unos vagabundos refunfuñaban. Bajo los puentes, los buenos lugares ya estaban ocupados.
En uña calleja, cerca de la Place Maubert, a través de los cristales de una extraña taberna se veían a unos viejos que dormían con la cabeza apoyada sobre la mesa. ¡Por veinte céntimos, incluyendo un vaso de vino tinto! El hombre miró a Maigret por entre la oscuridad. Esbozó un ademán fatalista y empujó la puerta. En el tiempo en que ésta se abrió y volvió a cerrarse, Maigret recibió una repugnante tufarada en el rostro. Prefirió quedarse en la calle. Llamó a un agente, lo dejó vigilando en la acera y fue a telefonear a Lucas, que esa noche estaba de guardia.
–Hace una hora que estamos buscándolo, jefe. ¡Lo hemos identificado! Ha sido gracias a una portera. El tipo se llama Stephan Strevzki, arquitecto, treinta y cuatro años, nacido en Varsovia, instalado en Francia desde hace tres años. Trabaja con un decorador del Faubourg Saint–Honoré. Está casado con una húngara, una mujer guapísima que se llama Dora. Vive en Passy, Rue de la Pompe, en un piso por el que paga doce mil francos de alquiler. Nada de política... La portera nunca vio a la víctima. Stephan salió de su casa el lunes por la mañana más temprano de lo que solía. Ella se sorprendió al ver que no regresabas pero dejó de preocuparse al ver que...
–¿Qué hora es?
–Las tres y media. Aquí estoy solo. Me he hecho subir cerveza pero está muy fría...
–Óyeme bien, Lucas. Irás... ¡Sí! ¡Ya lo sé! Es demasiado tarde para los de la mañana, pero en los de la tarde... ¿Lo has entendido?

Aquella mañana el hombre llevaba pegado a su ropa un sordo olor a miseria. Los ojos más hundidos. La mirada que dirigió a Maigret, en la pálida mañana, contenía el más patético de los reproches.
¿No lo habían conducido, poco a poco, pero a una velocidad que no dejaba de ser vertiginosa, hasta lo más bajo del escalafón? Se levantó el cuello del abrigo. No salió del barrio. Con mal sabor de boca, se metió en una taberna que acababa de abrir y se bebió, una tras otra, cuatro copas, como para arrancarse el espantoso regusto que aquella noche le había dejado en la garganta y en el pecho.
¡Qué más daba! ¡Ahora ya no le quedaba nada! Sólo podía echar a andar recorriendo calles que el hielo había vuelto resbaladizas. Debía de tener agujetas. Cojeaba de la pierna izquierda. De vez en cuando se detenía y miraba a su alrededor con desesperación.
Como ya no entraba en ningún café donde hubiera teléfono, a Maigret le era imposible hacer que lo relevaran. ¡Otra vez los muelles! ¡Y ese gesto maquinal del hombre que revuelve entre los libros de lance, pasando las páginas, a veces asegurándose de la autenticidad de un grabado o de una estampa! Un viento helado barría el Sena. El agua tintineaba en la proa de las chalanas en movimiento, porque los pedacitos de hielo entrechocaban como si fueran lentejuelas.
Desde lejos, Maigret vio el edificio de la Policía Judicial, la ventana de su despacho. Su cuñada ya había regresado a Orléans. Con tal de que Lucas...
No sabía aún que aquella atroz investigación se convertiría en clásica, y que generaciones de inspectores repetirían sus detalles a los novatos. Era una tontería, pero, por encima de todo, lo conmovía un detalle ridículo: el hombre tenía un grano en la frente, un grano que, fijándose bien, seguramente era un forúnculo, de un color que iba pasando de rojo a morado.
Con tal de que Lucas...
A las doce, el hombre, que decididamente conocía muy bien París, se dirigió hacia donde repartían la sopa popular, al final del Boulevard Saint–Germain Y se puso en la fila de andrajosos. Un viejo le dirigió la palabra, pero él fingió no entenderlo. Entonces otro, con la cara picada de viruela, le habló en ruso.
Maigret cruzó a la acera de enfrente, vaciló, se vio obligado a comer unos bocadillos en una taberna, y volvió la espalda a medias para que el otro, a través de los cristales, no lo viera comer.
Aquellos pobres diablos avanzaban lentamente, entraban en grupos de cuatro o de seis en la sala donde les servían escudillas de sopa caliente. La cola se alargaba. De vez en cuando, los de atrás empujaban, y algunos dejaban oír protestas.
La una. Un chiquillo apareció en el extremo de la calle. Corría, adelantando el cuerpo.
–L ‘Intran... L ‘Intran...
Tampoco él quería perder tiempo. Sabía desde lejos qué transeúntes comprarían el periódico. No hizo el menor caso de la hilera de mendigos.
–L ‘Intran...
Humildemente, el hombre alzó la mano y dijo:
–¡Eh, eh!
Los demás lo miraron. ¿O sea que aún tenía algunos céntimos para comprarse un periódico?
Maigret también llamó a al vendedor, desplegó la hoja y, aliviado, encontró en la primera página lo que buscaba, la fotografía de una mujer joven, bella, sonriente.

«INQUIETANTE DESAPARICIÓN
»Se nos comunica que desde hace cuatro días ha desaparecido una joven polaca, Madame Dora Strevzki, que no ha vuelto a su domicilio en Passy, Rue de la Pompe, número 17.
»A ello se añade el significativo hecho de que el marido de la desaparecida, Monsieur Stephan Strevzki, también desapareció de su domicilio la víspera, es decir, el lunes, y la portera, que ha avisado a la policía, declara...»

Al hombre sólo le faltaban por recorrer cinco o seis metros, en la fila que lo arrastraba, para tener derecho a su escudilla de sopa humeante. En ese momento salió de la cola, cruzó la calzada, donde estuvo a punto de que lo atropellara un autobús, y llegó a la otra acera, para encontrarse justo ante Maigret.
–¡Estoy a su disposición! –se limitó a decir el hombre–. Lo acompaño adonde usted quiera. Contestaré todas sus preguntas...

Estaban todos en el pasillo de la Policía Judicial: Lucas, Janvier, Torrence, además de otros que no habían intervenido en el caso pero que estaban al corriente. Al pasar, Lucas le hizo una señal a Maigret que quería decir: «¡Asunto resuelto!»
Una puerta que se abre y que vuelve a cerrarse. Cerveza y bocadillos encima de la mesa.
–Antes que nada, coma un poco.
Se siente incómodo. No consigue tragar. Por fin el hombre habla.
–Ya que ella se ha ido y está a salvo...
Maigret pareció sentir la necesidad de atizar la estufa.
–Cuando leí en los periódicos lo del crimen, ya hacía tiempo que sospechaba que Dora me engañaba con aquel hombre. También sabía que no era su única amante. Yo conocía bien a Dora, su carácter impetuoso, ¿me comprenden? Sin duda él intentó librarse de ella, y yo sabía que Dora era capaz de... Ella siempre llevaba en el bolso un revólver con adornos de nácar. Cuando los periódicos anunciaron la detención del asesino y la reconstrucción del crimen, quise ver...
Maigret hubiera querido poder decir, como los policías ingleses: «Le advierto que todo lo que declare podrá utilizarse en su contra».
No se había quitado el abrigo. Seguía llevando el sombrero puesto.
–Ahora que ella ya está en lugar seguro... Porque Supongo... –Miró a su alrededor con angustia. Una sospecha cruzó por su mente–. Debió de comprender lo que pasaba al ver que yo no volvía. Yo sabía que eso acabaría así, que Borms no era un hombre para ella, que Dora nunca iba a aceptar servirle de pasatiempo, y que entonces volvería a mí. El domingo por la tarde salió sola, como solía hacer en estos últimos tiempos. Seguramente lo mató cuando...
Maigret se sonó. Se sonó durante largo rato. Un rayo de sol, de ese sol puntiagudo de invierno que acompaña a los grandes fríos, entraba por la ventana. El grano, el forúnculo, brillaba en la frente de aquel a quien no podía llamar más que «el hombre».
–Su esposa lo mató, sí, cuando comprendió que se había burlado de ella. Y usted comprendió que ella lo había matado. Y entonces quiso... –Se acercó bruscamente al polaco–. Le pido perdón, amigo –masculló como si hablase con un antiguo compañero–. Me habían encargado que descubriese la verdad, ¿no? Mi deber era...
–Abrió la puerta–. Que entre Madame Dora Strevzki. Lucas, sigue tú, yo...

Y en la Policía Judicial nadie volvió a verlo durante dos días. El jefe lo telefoneó a su casa.
–Bueno, Maigret. Ya debe de saber que ella lo ha confesado todo y que... A propósito, ¿cómo va su resfriado? Me han dicho...
–No es nada, estoy muy bien. Dentro de veinticuatro horas... ¿Y él?
–¿Cómo dice? ¿Quién?
–¡Él!
–¡Ah, ya comprendo! Ha contratado al mejor abogado de París. Confía en que... Ya sabe, los crímenes pasionales...
Maigret volvió a acostarse y quedó atontado a fuerza de ponches y de aspirinas.
Posteriormente, cuando alguien quería hablarle de aquella investigación, Maigret gruñía: «¿Qué investigación?», para desanimar a los preguntones.
Y el hombre iba a verlo una o dos veces por semana, y lo tenía al corriente de las esperanzas del abogado.
No fue una absolución completa: un año de libertad vigilada.
Y fue ese hombre quien enseñó a Maigret a jugar al ajedrez.
Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char