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martes, 7 de diciembre de 2010

La hoja del río

SVEN BIRKERTS
(EE.UU., 1951)

Me parece evidente que el proceso [paso de una cultura de la imprenta a una cultura electrónica] ya se ha iniciado y es probable que no se detenga... me siento como si un tren hubiera pasado a toda velocidad por la estación dejándome en ella viendo el revoloteo de las envolturas de papel de los caramelos... aceptar el microship y toda su magia supondría separarme de gran parte de mis costumbres y actitudes, aquéllas que me definen... tendría que despedirme de determinadas formas de ver el mundo, ligadas a un conjunto de suposiciones sobre la historia y la distancia, sobre la dificultad y la soledad y el lento proceso de realización del yo, todo lo cual choca frontalmente con las premisas de la instantaneidad, la interacción, el estímulo sensorial y la comodidad que hacen del mundo de Wired tan atractivo para tantos... pienso en términos de enfrentamiento, lucha o guerra; pero se trata en gran medida de una guerra que se libra en mi interior...


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El resultado final de todo esto es un texto prescindible, descartable, porque nuestra actitud hacia él es ligera, epidérmica, no comprometida. Resulta obvio que el problema del sentido es irrelevante, puesto que, casi literalmente, «el texto no existe», existe el intérprete, un intérprete caprichoso, voluble, cambiante (el yo es también un yo descartable, modificable y modelable, como el cuerpo luego de una operación de cirugía estética).
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La página es plana, opaca. La pantalla tiene una profundidad indeterminada; las palabras flotan en la superficie como las hojas en el río. Fenomenológicamente, esta palabra es menos absoluta. La hoja del río no es la que arrancamos y sostenemos con la mano. Las palabras que aparecen y desaparecen en la pantalla se perciben de manera natural no tanto como elementos aislados cuanto como elementos constituyentes de un proceso mayor y más fluido.
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La consecuencia: desaparece el texto como realidad definitiva. Por obra del soporte, el texto se convierte en una mera versión.
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Resonancia: no hay sabiduría sin ella. La resonancia es un fenómeno natural; es la sombra de significado proyectada por el hecho. Y no puede florecer sino en tiempos de reflexión. Donde el tiempo ha sido transformado en una mercancía, convertido aun en una mera cosa medible, se pierde la posibilidad de que cualquier fragmento de información pueda desplegar su significado potencial. Estamos destroyendo ese tiempo profundo. Quizá no deliberadamente, pero sí sin darnos cuenta. Donde impera el impulso electrónico y donde la psique está condicionada a trabajar con datos, resulta imposible la vivencia del tiempo profundo. Sin este tiempo, no hay resonancia; sin ella, no existe sabiduría. Los únicos oasis que quedan son las iglesias (para el caso de los que aún son croyentes) y las consultas de los terapentas. Aquí, a cambio de una tariLa elevada, el diente busca a tientas un sentido que le dé coherencia y significado en una sesión de cincuenta minutos. El terapeuta escucha no tanto para explicar cuanto para, sencillamente, estimular la resonancia. Ésta permite que se produzcan largas pausas y silencios, una destacada subversión de las expectativas sociales, pues sólo donde el silencio es posible puede tener lugar el compromiso vertical.




Aún existe otro santuario. No se trata de un lugar físico —una iglesia o una consulta—, sino de un logar metafísico. Lo profundo sobrevive condensado y arropado en las auténticas obras de arte. En todo aquello que pueda proporcionarnos una auténtica experiencia estética. Pues esta experiencia es vertical; se alimenta del tiempo profundo y, en cierto sentido, nos garantiza ese tiempo. Inmersos en una representación de ballet, situados frente a un cuadro, aniquilamos el plano horizontal. Sin embargo es a costa de cierto esfuerzo. Cuanto más vivamos de acuerdo con la disposición lateral y horizontal, mayor el impacto requerido y más desorientador el efecto consiguiente. Puede surgir un desgraciado círculo vicioso, pues cuanto más difícil sea el trabajo menos inclinados estaromos a hacerlo pero paradójicamente, cuanto más difícil sea el trabajo más necesitamos hacerlo. No deben amilanarnos ni las perspectivas de cansancio ni un marchito sentido del deber. Y lo que es verdadero para el arte lo es también para la lectura auténtica. Y este tipo de lectura es difícil. Al parecer, cada vez son menos las personas que disponen del tiempo o del deseo para llevarla a cabo. A no ser que hayamos practicado, no lograremos entrar en un mundo alternativo con tan sólo abrir las tapas del libro. No nos veremos arrebatados tan rápidamente como ocurriría en la pantalla grande con las emociones de la película. Sin embargo, si leemos con perseverancia, pondremos a nuestra disposición otra existencia de la manera más sencilla. Sostendremos en nuestras manos una manera de luchar contra la corriente de los tiempos. Podemos resistir la tendencia a hojear, y a sumergirnos en la obra. Podemos restaurar, aunque sólo sea momentáneamente, la premisa en trance de desaparición de la coherencia. La belleza del compromiso vertical consiste en que no tiene por qué argumentar a su favor. Resulta autosuficiente, plena en sí misma.
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Fragmentos de Elegía a Gutenberg, El futuro de la lectura en la era electrónica, por Sven Birkerts. Madrid: Alianza Editorial, 1999
Imagen tomada de jgollner.typepad.com
Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char