Henning Mankell
(Estocolmo, Suecia, 1948-2015)
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Tusquets Editores comparte un fragmento del más reciente libro de Mankell con los lectores de EL INFORMADOR |
"La mayoría de los viejos que conozco, empezando por los que no saben leer, tienen un respeto por los libros. E identifican la cultura con una cierta redención. Por el contrario, amigas profesoras y bibliotecarias me comentan que suelen ser jóvenes los que muestran, sin complejos, un rechazo primario a los libros y a la lectura... El desastre cultural no tiene una sola causa, pero sí que se intoxica el medio ambiente con la subestimación de lo que se ha dado en llamar humanidades. Hay incluso voces públicas que asocian la libertad con un curioso derecho a la ignorancia: ¿Para qué aprender cosas inútiles, como lenguas muertas o filosofía?"
Aquella misma tarde atravesaron un denos enjambre de mariposas. Eran transparentes y amarillentas y su aleteo recordaba al crujido del papel. San se detuvo admirado en medio de la nube de mariposas. Era como si hubiese accedido a una casa cuyas paredes estuviesen construidas de alas. Se dijo que le gustaría quedarse allí. “Me gustaría que esta casa tuviese una puerta, claro. Me quedaría aquí escuchando el aleteo de las mariposas hasta que llegase el día en que cayese muerto a tierra.”
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PISANDO LOS TALONES
(Fragmento)
Wallander se sentó ante el escritorio de la joven mientras Martinson revisaba la cómoda y luego inspeccionaba en el gran armario que había pegado a una de las paredes. Los cajones del escritorio no estaban cerrados con llave, cosa que sorprendió a Wallander. Sin embargo, cuando fue abriéndolos, uno a uno, comprendió por qué no les habían echado la llave: estaban prácticamente vacíos. Frunció el entrecejo al tiempo que se preguntaba por qué en aquellos cajones no había nada salvo algunas horquillas, unos lápices viejos y un puñado de monedas de diversos lugares del mundo. ¿No sería aquello indicio de que alguien había estado allí y los había vaciado? Pudo haber sido la misma Isa o cualquier otra persona. Abrió el cartapacio verde y halló una acuarela hecha, a todas luces, por un pincel inexperto. «IE 95», se leía en el ángulo inferior derecho. Representaba una marina, mar y acantilados. Volvió a cubrirla con el cartapacio. En una estantería, junto a la cama, había varias hileras de libros. Pasó un dedo por los lomos mientras leía los títulos. Recordó que algunos de ellos los había leído también Linda. Tanteó con la mano detrás de los libros y halló otros dos, que tal vez se hubiesen caído o que alguien pudo haber escondido. Los sacó y comprobó que ambos estaban en inglés. Journey lo the Unknown se llamaba el primero, Viaje a lo desconocido, de un tal Timothy Neil. El otro llevaba por título How to Cast Yourself in the Play of Life, Qué papel representar en el teatro de la vida, de Rebecka Stanford. Las portadas de ambos tenían ilustraciones de un estilo similar: figuras geométricas, cifras y letras que parecían flotar libremente en una especie de panorama cósmico. Wallander se sentó de nuevo ante el escritorio. Se notaba que habían leído los libros más de una vez, pues se abrían solos por ciertas páginas, en su mayoría manoseadas y dobladas. Se puso las gafas y se dispuso a leer las contraportadas. Timothy Neil hablaba de que, en la vida, era importante seguir algo que él denominaba «mapas espirituales», mapas que uno podía aprender a trazar mientras dormía. Wallander hizo un mueca mientras lo dejaba sobre el escritorio y tomaba el de Rebecka Stanford, que escribía sobre lo que ella llamaba «la descomposición cronológica». Aquello atrajo enseguida la atención de Wallander. En efecto, el libro parecía tratar de cómo aprender, en un círculo de amigos, a dominar el tiempo y avanzar o retroceder por las diversas épocas, pasadas y futuras. La autora parecía convencida de que aquello era un instrumento idóneo para que la gente pudiese vivir plenamente «en una época dominada por el despropósito y la desorientación crecientes.
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El gran descubrimiento
"En el caos emocional en que me encontré inmerso de repente después de que la tortícolis se convirtiera en cáncer, me di cuenta de que la memoria me llevaba no pocas veces a la niñez.
Sin embargo, tardé en darme cuenta de que la memoria me ayudaría a comprender, a crear un punto de partida para encontrar el modo de enfrentarme a la catástrofe que me había sobrevenido.
En algún punto tenía que empezar, simplemente. Tenía que elegir. Y me convencí cada vez más de que el punto de partida se hallaba en los primeros años de mi vida.
Por fin, elijo una noche de invierno de 1957. Cuando abro los ojos aquella mañana, lo hago sin saber que ese día me desvelará un gran secreto.
Muy temprano, voy surcando la oscuridad camino al colegio. Tengo nueve años. Precisamente aquella mañana, Bosse, mi mejor amigo, está enfermo. Yo siempre paso a recogerlo por la casa que se encuentra a unos minutos de la casa del juzgado, donde vivo yo. Su hermano Göran me abre la puerta y me dice que a Bosse le duele la garganta y que no va a ir al colegio. Así que esa mañana tengo que recorrer el camino yo solo."
De Arenas movedizas
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Mi casa se quemó una noche de otoño hace casi un año. Fue un domingo. Había empezado a levantarse viento a primera hora de la tarde. Al anochecer pude ver en el anemómetro que las ráfagas de aire superaban los veinte metros por segundo.
El viento era del norte y muy frío a pesar de que aún estábamos a principios del otoño. Cuando me acosté a las diez y media, pensé que esa era la primera tormenta otoñal que cruzaba la isla que había heredado de mis abuelos maternos.
Otoño, pronto invierno. Una noche, el agua del mar empezaría a helarse lentamente.
Era la primera vez ese otoño que me metía en la cama con calcetines. El frío lanzaba su primera embestida.
El mes anterior había arreglado el tejado haciendo un gran esfuerzo. Fue un trabajo enorme para un pequeño artesano. Había muchas tejas viejas y rotas. Mis manos, que una vez sujetaron bisturís en complicadas operaciones quirúrgicas, no estaban hechas para manejar ásperas tejas.
Ture Jansson, que había sido cartero aquí fuera, en las islas, durante toda su vida profesional, pero ya estaba jubilado, se había encargado de transportar las tejas nuevas desde el puerto. No quiso ni siquiera cobrar por ello. Como yo he instalado una consulta improvisada en mi cobertizo para ocuparme de todos los achaques imaginarios de Jansson, quizá pensara que debería devolverme el favor.
Durante todos estos años he examinado abajo, en el embarcadero junto al cobertizo, sus supuestos dolores de brazos y espalda. He alcanzado el estetoscopio colgado de un señuelo para cazar eíderes y he constatado que sus pulmones y su corazón sonaban como debían. En todos esos reconocimientos repetitivos, Jansson siempre ha demostrado encontrarse en perfectas condiciones. Su miedo a enfermedades imaginarias ha sido tan exagerado, que yo, durante los muchos años que ejercí de médico, nunca vi nada parecido. Ha sido cartero y, además, hipocondríaco a tiempo completo.
En una ocasión se quejó de un dolor de muelas. Entonces me negué a prestar atención a sus dolores. Si fue al dentista en tierra firme, eso ya no lo sé. Me pregunto si este hombre habrá tenido alguna vez una sola caries en los dientes. ¿No sería que le rechinaban los dientes cuando dormía y que por eso le dolían?
La noche del incendio yo había tomado, como de costumbre, un somnífero y me dormí enseguida.
Me despertaron unas potentes lámparas que se encendieron de repente. Cuando abrí los ojos, la luz que me envolvía me cegó. Bajo el techo del dormitorio flotaba una nube de humo gris. Debí de haberme quitado los calcetines en sueños, cuando la habitación se calentó. Salí corriendo de la cama, bajé la escalera y entré en la cocina. Una penetrante y fuerte luz me rodeaba por todas partes. Vi que el reloj de pared de la cocina marcaba las doce y diecinueve minutos. Me puse como pude mi impermeable negro, colgado junto a la puerta de entrada, me calcé las botas de lluvia, una de las cuales me resultó casi imposible de poner, y salí a toda prisa.
La casa ya estaba totalmente incendiada. Se oía el fragor del fuego. Tuve que bajar hasta el embarcadero y el cobertizo para poder soportar el calor. Allí me quedé luego contemplando lo que pasaba. En esos primeros momentos no pensé en lo que habría ocasionado el fatal incendio. Observaba, sin más, cómo estaba ocurriendo lo imposible. El corazón me latía con tanta fuerza que creí que me iba a estallar dentro del pecho. El fuego me asolaba también por dentro con la misma intensidad.
El tiempo se fundió con el calor. Empezaron a llegar barcos con vecinos medio aturdidos. Pero nunca pude decir después cuánto tiempo duró ni quiénes vinieron. Mis ojos estaban clavados en el fuego y en las chispas que revoloteaban hacia el cielo nocturno. En un instante aterrador me pareció ver de pronto las ancianas figuras de mi abuelo y de mi abuela al otro lado del fuego.
(...)
"¿Cómo era posible que los niños, a menudo muy pequeños, que deberían tener la vida por delante, actuaran con tanta tranquilidad y conscientes ante el hecho de que iban a morir? Yacían en sus camas y esperaban quietos lo que había de llegar. En lugar de la vida que nunca tendrían, había otro mundo desconocido aguardándoles. Los niños morían casi siempre en silencio"
De Botas de lluvia suecas.
Fuente: Tusquets Editores.
Henning Mankell
(Estocolmo, Suecia, 1948-Göteborg, id., 2015)
La quinta mujer
(Fragmentos)
Una persona está compuesta por muchos detalles. Nos parece que recordamos con mucha rapidez. Como si la memoria volase. En realidad es al contrario. Imagínate un objeto que casi puede flotar. Que se hunde en el agua extraordinariamente despacio. Así funciona la memoria.
(...)
«El hombre es un animal que vive para esforzarse», pensó. «En este preciso instante, es como si yo no fuera ya capaz de hacerlo». Se sentó en el borde de la cama. El
suelo estaba frío bajo sus pies. Se miró las uñas de los pies. Necesitaban un
corte. Todo él necesitaba una renovación profunda. Un mes antes había estado en
Roma reponiendo fuerzas. Ahora estaban agotadas. En menos de un mes, se habían agotado. Se obligó a incorporarse. Luego fue al cuarto de baño. El agua fría fue como un bofetón. Pensó que un día también acabaría con eso. Con el agua fría que le ponía en
funcionamiento. Se secó, se puso el batín y fue a la cocina. Siempre lo mismo. El agua del café, luego, a la ventana; el termómetro. Llovía. Cuatro grados sobre cero. Otoño, el frío estaba empezando a imponerse. Alguien en la comisaría había anunciado que se
acercaba un intenso y largo invierno.
(...)
Se sentó en una butaca antigua cuyos brazos terminaban en cabezas de dragón. El escritorio era una cómoda en la que la tabla de escribir podía funcionar como tapa abatible del armario. En la parte superior pudo ver fotografías enmarcadas. Katarina Taxell de
pequeña. Aparece sentada en el césped. Al fondo, muebles de jardín blancos. Figuras borrosas. Alguien lleva un sombrero blanco. Katarina Taxell está sentada junto a un perro grande. Mira directamente a la cámara. Un gran lazo en el pelo. El sol cae oblicuo por la
izquierda. Otra foto: Katarina Taxell con su madre y su padre. El ingeniero de la
refinería azucarera. Lleva bigote y da la impresión de estar muy seguro de sí mismo. De aspecto, Katarina Taxell se parece más a su padre que a su madre. Wallander sacó la fotografía y la miró por detrás. No había fecha. La foto era de un estudio de Lund. La siguiente era de cuando terminó el bachillerato. Gorra blanca, flores en torno al cuello. Está más delgada, más pálida. El perro y el ambiente de la foto del césped quedan
lejos. Katarina Taxell vive en otro mundo. La última fotografía, en el extremo. Es antigua, los bordes han palidecido. Se ve un paisaje árido junto al mar. Un hombre y una mujer mayores miran fijamente a la cámara. Al fondo, lejos, un barco con tres mástiles, anclado, sin velas.
(...)
Wallander descorrió una cortina para que entrara más luz. De repente descubrió un corzo
pastando entre los árboles del jardín. Se quedó completamente inmóvil. El corzo levantó la cabeza y le miró. Luego continuó pastando con tranquilidad. Wallander siguió quieto con la sensación de que nunca se olvidaría de ese corzo. No sabía cuánto tiempo estuvo mirándolo. Un ruido que él no percibió hizo que el corzo prestase atención. Luego dio un salto y desapareció. Wallander miró por la ventana. El corzo se había ido.
(...)
En el mundo de la novela hay cierta libertad. Lo que se describe pudo haber ocurrido exactamente como está descrito. Pero tal vez ocurrió, a pesar de todo, de una manera algo distinta. En esta libertad entra también el que uno pueda trasladar un lago, cambiar un cruce de carreteras o reconstruir una Maternidad. O añadir una iglesia que quizá no existe. O un cementerio. Cosa que he hecho.
Henning Mankell,
Maputo, abril de 1996
HENNING MANKELL
(Estocolmo, Suecia, 1948)
S
iempre me siento más solo cuando hace frío. El frío del exterior me hace pensar en el de mi propio cuerpo. Me veo atacado desde dos frentes. Pero yo no dejo de oponer resistencia contra el frío y contra la soledad. De ahí que, cada mañana, salga a cavar un agujero en el hielo. Si alguien me observase desde la helada bahía con unos prismáticos, creería que estoy loco y que lo que hago es preparar mi propia muerte. ¿Un hombre desnudo en el gélido frío invernal, con un hacha en la mano cavando un agujero en el hielo?
En realidad, tal vez sea eso lo que espero, que un día haya alguien ahí fuera, una negra sombra que se recorte contra la inmensa blancura que me rodea, que me mire y se pregunte si llegará a tiempo de intervenir antes de que sea demasiado tarde. Pero no necesito que nadie me salve, puesto que no tengo intención de suicidarme.
Hace años, cuando la gran catástrofe, la desesperación y la ira se apoderaban de mí con tal violencia que, en alguna ocasión, sopesé la posibilidad de acabar con mi vida. Pero jamás lo intenté. La cobardía ha sido siempre para mí una fiel compañera. Entonces, como ahora, pensaba que la vida consiste en no cejar. La vida es una frágil rama que se mece sobre un abismo. Y seguiré colgado de ella tanto tiempo como yo mismo resista. Después me precipitaré al fondo, como todos, y no sé qué me espera. ¿Habrá algo sobre lo que caer o no existirá nada más que una oscuridad fría y dura precipitándose hacia mí?
El mar está helado.
El invierno se ha presentado duro este año, al principio del nuevo milenio. Esta mañana, cuando me desperté en las tinieblas propias del mes de diciembre, me pareció oír el canto del hielo. No sé de dónde he sacado la idea de que el hielo puede cantar. Tal vez sea algo que, de niño, le oí contar a mi abuelo, nacido aquí, en el archipiélago.
Pero el hecho es que me desperté en la oscuridad a causa de un ruido. Y no había sido el gato, ni el perro. El sueño de esos dos animales que me acompañan es más profundo que el mío. El gato es viejo y el perro está sordo del oído derecho y la capacidad auditiva de su oído izquierdo está seriamente mermada. Puedo incluso pasar junto a él sin que se dé cuenta.
Pero ¿y ese sonido (ruido)?
Intenté orientarme en la oscuridad. Me llevó unos minutos comprender que debía de ser el hielo que se movía, pese a que aquí, en la bahía, tiene un grosor de varios decímetros. La semana pasada, un día en que me sentía más inquieto de lo habitual, fui hasta la frontera donde el hielo se encuentra con el mar abierto. Y se extendía un kilómetro más allá de los islotes más remotos. Es decir, que la placa de hielo no debería moverse aquí, en la bahía. Sin embargo, se elevaba y descendía, crujía y cantaba.
Presté atención al ruido aquel, y, de pronto, pensé que la vida ha pasado muy rápido. Y aquí me veo ahora. Un hombre de sesenta y seis años, económicamente independiente, con un recuerdo que es para mí una tortura constante. [...]
***
De repente sentí añoranza de mi padre. No lo hacía desde que falleció. Su muerte me causó gran dolor, aunque él y yo nunca hablamos con confianza, siempre imperó entre nosotros una muda comprensión mutua. Vivió lo suficiente para ver que lograba estudiar medicina
y nunca ocultó el asombro y el orgullo que ello le producía. En los últimos años de su vida, cuando estaba en cama con aquel terrible cáncer que se extendió, de ser un pequeño lunar negro bajo el talón hasta convertirse en metástasis que él se imaginaba como el musgo sobre la piedra, hablaba a menudo de la bata blanca que yo tenía derecho a vestir. A mí me parecía vergonzoso que él considerase que el poder residía en la bata. Después comprendí que, para él, yo tenía que tomar la revancha. Él también había llevado una chaqueta blanca, pero a él lo habían pisoteado. A mí me tocaba vengarme. Nadie se atrevía a tratar con desprecio a un médico con su bata blanca.
***
El gato tuvo que quedarse fuera aquella noche. Yo subí a la primera planta y me tumbé a leer. No se oía ningún ruido procedente de la cocina, aunque se veía el haz de luz que atravesaba la ventana. Aún no la había apagado. Cuando eché la cortina, vi que el gato se había sentado a la luz.
También el gato me dejaría en breve. Era como si ya se hubiese convertido en un ser transparente.
Leí uno de los libros de mi abuelo, de 1911, que trataba de aves zancudas insólitas. Debí de dormirme sin apagar la luz. Cuando abrí los ojos, aún no habían dado las once. Había dormido media hora, como máximo.
Me levanté y entreabrí la cortina. La luz de la cocina estaba apagada y el gato había desaparecido. Estaba a punto de acostarme, cuando presté atención. Oí un ruido procedente de la cocina que no fui capaz de identificar. Me acerqué a la puerta y agucé el oído. Y entonces lo oí claramente. Sima estaba llorando. Me quedé de pie. ¿Debía bajar con ella o querría que la dejase en paz? Tras un instante, el llanto pareció apagarse, así que volví a cerrar la puerta con cuidado y me acosté. Ya sabía dónde poner el pie para que el listón de madera del suelo no crujiese.
***
-A uno le hacen promesas sin cesar –prosiguió ella-. Nos hacemos promesas a nosotros mismos. Escuchamos las promesas de los demás. Los políticos nos hablan de una vida mejor para los que envejecen, de una sanidad donde nadie sufra en la espera. Los bancos nos prometen mejores intereses, los alimentos nos prometen mejor línea y las cremas nos garantizan una vejez con menos arrugas. La vida no consiste más que es navegar en nuestra pequeña embarcación cruzando un mar de promesas siempre cambiantes pero inagotables. ¿Cuántas de esas promesas recordamos? Olvidamos lo que queremos recordar y solemos recordar aquello de lo que más deseamos librarnos. Las promesas no cumplidas son como sombras que danzan a nuestro alrededor en el ocaso. Cuanto más me acerco a la vejez, más claras las veo…
***
Aún recordaba la primera vez que cuidé de una persona que murió ante mis ojos. Ocurrió sin el menor movimiento, sin un sonido. Tan infinitamente breve era aquel gran paso. Durante una unidad de tiempo apenas mensurable, el ser vivo pasaba a estar entre los muertos.
Recuerdo que pensé: este ser humano que ahora está muerto es una persona que, en realidad, no existió nunca. Con la muerte se erradica todo cuanto existió. La muerte no deja huella, salvo la de aquello que a mí siempre me costó tanto. El amor, los sentimientos.
De
Zapatos italianos, Tusquets Editores.
HENNING MANKELL
(Estocolmo, Suecia, 1948)
Fragmentos
De La falsa pista
Empezó su transformación temprano, al amanecer. Lo había planeado todo al detalle para que nada fracasase. Tardaría el día entero y no quería arriesgarse a tener problemas a causa del tiempo. Asió el primer pincel y lo alzó ante sí. Escuchaba los tambores que sonaban en la cinta, grabada por él, del radiocasete que estaba en el suelo. Contempló su cara en el espejo. Luego trazó las primeras líneas negras en la frente. Notó que tenía la mano firme, que no estaba nervioso, pese a que era la primera vez que se pintaba su camuflaje de guerrero. Lo que hasta ese momento había sido una huida, su manera de defenderse contra todas las injusticias a las que siempre había estado expuesto, se convertía ahora en realidad. Con cada línea que se pintaba en la cara parecía dejar atrás su vida anterior. Ya no había retorno posible. Precisamente esa noche el juego había acabado para siempre y se iría a una guerra en la que las personas debían morir de verdad.
***
De El chino
[Hesjövallen, Suecia, enero de 2006]
1Skare, frío intenso. Mediados de invierno. Uno de los primeros días de enero de 2006, un lobo solitario cruza la frontera sin señalizar y llega a Suecia desde Noruega a través de Vauldalen. El conductor de un ciclomotor cree haberlo avistado a las afueras de Fjällnas, pero el lobo se esfuma por entre los bosques en dirección Este sin que nadie logre ver hacia dónde se dirige. En medio de los valles noruegos de Österdalarna, el animal encontró restos de un cadáver de alce congelado donde aúnquedaban huesos por apurar. Sin embargo, de eso hacía más de dos días. Ahora vuelve a acusar hambre y necesita alimento. Es un macho joven en busca de un territorio propio. Y sigue avanzando incansable hacia el este. Cerca de Nävjarna, al norte de Linsell, el lobo encuentra otro cadáver de alce. Durante un día entero permanece junto a él hasta saciar su hambre antes de proseguir. Siempre hacia el Este. En las inmediaciones de Kårböle atraviesa a la carrera la helada superficie del Ljusnan y sigue el río en su accidentado discurrir hacia el mar. Una noche de luna clara,se mueve sobre sus mudas patas por el puente de Järvsö para adentrarse después en los espesos bosques que se extienden hacia el mar.
La mañana del 13 de enero, muy temprano, el lobo llega a Hesjövallen, un pequeño pueblo al sur de Hansesjön, en la región de Hälsingland. Se detiene y olfatea. Percibe un olor a sangre de origen indeterminado. El lobo otea a su alrededor. En las casas vive gente, pero de las chimeneas no sale humo. Ni siquiera su aguzado oído percibe sonido alguno. Sin embargo, ahí huele a sangre, el lobo está seguro de ello. Aguarda en el lindero del bosque, olfatea para saber de dónde procede. Después comienza a avanzar despacio por la nieve. El olor llega arrastrándose desde una de las casas que se alza en los confines del pueblecito. Está alerta, en las proximidades del hombre hay que ser tan cauto como paciente. Vuelve a detenerse. El olor procede de la parte posterior de la casa. El lobo aguarda. Finalmente sepone en movimiento otra vez hasta que llega a su objetivo, un nuevo cadáver. Arrastra la pesada presa hasta el extremo del bosque. Nadie lo ha descubierto todavía, ni siquiera se ha oído el ladrido de ningún perro. El silencio llena cada rincón de aquella fría mañana. En el lindero del bosque, empieza a comer. Puesto que la carne aún no está congelada, le resulta fácil. Está muy hambriento. Después de haber arrancado uno de los zapatos de piel, comienza a roer la parte inferior de la pierna, justo por encima del pie. Ha nevado durante la noche, hasta que se produjo una tregua. Mientras el lobo come, empiezan a caer de nuevoleves copos de nieve sobre la tierra helada.
***
De El hombre inquieto
Se interrumpió en este punto, sacó la bolsita de té de la taza y la dejó en un platillo, antes de proseguir: ¿Cuándo se da uno cuenta de que algo no va bien? ¿Cuándo detecta los signos casi invisibles de que algo ha cambiado o se ha alterado?
Supongo que tú, como policía, debes de haberte visto a menudo en situaciones en las que has percibido ese tipo de señales vagas. Una mañana, cuando iba a abrir la caja fuerte, noté algo extraño.
Aún puedo evocar la sensación. Iba a sacar el maletín marrón cuando me detuve. ¿De verdad que lo había dejado así?
Algo en la cerradura y en la dirección de la manivela me hizo dudar, pero no más de cinco segundos. Luego deseché la idea. Solía comprobar que todos los documentos estuviesen en su lugar. Aquella mañana no fue ninguna excepción. Y no volví a pensar en el asunto. Me tengo por buen observador y por hombre de buena memoria, al menos así era entonces. Al envejecer, todas las capacidades se ven mermadas y uno no puede sino asistir indefenso al espectáculo de la degradación.
Tú eres mucho más joven que yo, pero quizás ya tengas alguna experiencia en este sentido.
Sí, la vista admitió Wallander.
Cada dos años más o menos, tengo que cambiarme las gafas de cerca. Y me temo que el oído tampoco es tan bueno como antes.
Ya, el sentido que mejor se defiende de la edad es el olfato. Es el único de mis sentidos que aún parece intacto. Para mí hoy el aroma de las flores es tan perceptible como lo era antaño.
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Tusquets editores. Traducción del sueco de Carmen Montes.
Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char