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domingo, 25 de agosto de 2013

¿Falta mucho aún?


Tomada de cine-y-literatur.blogspot.com

 DINO BUZZATI
(Belluno, Italia, 1906-Milán, id., 1972)

El desierto de los tártaros
(Fragmentos)

Todo seguía como antes, los centinelas permanecían en sus puestos, caminando de un lado a otro por el espacio prescrito, los escribientes copiaban los informes haciendo rechinar las plumas y mojándolas en el tintero con el ritmo habitual, pero desde el norte estaban llegando hombres desconocidos que era lícito presuponer enemigos. En las cuadras los hombres almohazaban los animales, la chimenea de las cocinas humeaba flemáticamente, tres soldados barrían el patio, pero ya pesaba sobre todo un sentimiento agudo y solemne, una inmensa suspensión de los ánimos, como si la gran hora hubiera llegado y nada pudiera pararla
***
Entretanto, el reloj de pared frente al escritorio continuaba triturando la vida, y los flacos dedos del coronel, secados por los años, se obstinaban en relimpiar, con ayuda del pañuelo, los cristales de las gafas, aunque no hubiera necesidad.
***
Tendido en el camastro, fuera del halo de la lámpara de petróleo, mientras dejaba correr la imaginación a propósito de su propia vida, Giovanni Drogo, en cambio, fue presa de improviso del sueño y, entretanto, aquella noche precisamente —oh, si lo hubiera sabido, tal vez no habría tenido ganas de dormir—, comenzaba para él la irreparable fuga del tiempo.
***
Hasta entonces, había avanzado por la despreocupada edad de la primera juventud, un camino que de niño parece infinito, por el que los años transcurren lentos y con paso imperceptible, por lo que nadie nota su marcha. Caminamos plácidamente, mirando en derredor con curiosidad, no hay necesidad alguna de apresurarse, nadie apremia por detrás y nadie nos espera, también los compañeros avanzan sin pensar y se detienen con frecuencia a bromear. Desde las casas, en las puertas, los mayores saludan, comprensivos, y hacen señas para indicar el horizonte con sonrisas de inteligencia; así, el corazón empieza a latir con deseos heroicos y tiernos, se saborean, la víspera, las cosas maravillosas que se esperan para más adelante; aún no se ven, no, pero es cierto, absolutamente cierto, que un día llegarán.
***
¿Falta mucho aún? No, basta con cruzar aquel río allí al fondo, sobrepasar aquellas verdes colinas, pero ¿no habremos llegado ya? ¿No serán tal vez esos árboles, esos prados, esa casa blanca lo que buscábamos? Por unos instantes tenemos la impresión de que sí y nos gustaría detenernos. Después oímos decir que lo mejor está más adelante y reanudamos la marcha sin preocupación.
Así continuamos el camino con una espera confiada, y las jornadas son largas y tranquilas, el sol brilla alto en el cielo y parece que no tenga ganas de bajar nunca al ocaso.
Pero en determinado momento, casi instintivamente, volvemos la vista atrás y vemos que una verja ha quedado cerrada a nuestras espaldas y corta el camino de regreso. Entonces sentimos que algo ha cambiado, el sol ya no parece inmóvil, sino que se desplaza ¡ay!, rápidamente, apenas hay tiempo de mirarlo cuando ya se precipita hacia el confín del horizonte, nos damos cuenta de que las nubes no se estancan en las azules ensenadas del cielo, sino que huyen amontonándose unas sobre otras, con su ansiedad; comprendemos que el tiempo pasa y que el camino deberá acabar algún día.
Cierran a nuestras espaldas una pesada verja, la atrancan con velocidad fulmínea y no nos da tiempo de regresar, pero Giovanni Drogo en aquel momento dormía inocente y sonreía en el sueño, como los niños.
Pasarían días antes de que Drogo comprendiera lo que había sucedido. Sería entonces como un despertar. Miraría, incrédulo, en derredor; después oiría un alboroto de pasos que se acercarían a su espalda, acudiría la gente, despertada antes que él y corriendo con mayor ansia, y lo adelantaría para llegar a tiempo. Sentiría el latido del tiempo escandir con avidez la vida. Ya no se asomarían a las ventanas figuras risueñas, sino rostros inmóviles e indiferentes y, si él preguntara cuánto camino faltaba, harían también una señal para indicar, sí, el horizonte, pero sin bondad ni alegría algunas. Entretanto los compañeros se perderían de vista, alguno quedaría atrás exhausto, otro habría huido más adelante, ya sólo sería un minúsculo punto en el horizonte.
Detrás de aquel río —diría la gente—, diez kilómetros más y habrás llegado, pero en cambio, nunca se acabaría, las jornadas resultarían cada vez más breves, los compañeros de viaje más escasos, en las ventanas habría apáticas figuras pálidas que menearían la cabeza.
***
No se habían adaptado a la existencia común, a las alegrías de la gente habitual, a un destino mediocre; vivían, codo con codo, con la misma esperanza, sin decir palabra nunca al respecto, porque no se daban cuenta o simplemente porque eran soldados, con el celoso pudor de su alma.
***
Si sólo hubiera sido por el sonar de las trompetas -y aunque se hubiesen oído canciones de guerra y desde el Norte hubieran llegado mensajes inquietantes-, Drogo se habría marchado igualmente, pero había ya en él el torpor de las costumbres, la vanidad militar, el amor doméstico a los muros cotidianos. Con el monótono ritmo del servicio, cuatro meses había bastado para enviscarlo.
***
Drogo permaneció solo y se sintió prácticamente feliz. Saboreaba con orgullo su decisión de quedarse, el amargo gusto de dejar las pequeñas alegrías seguras por un gran bien a largo e incierto plazo (y tal vez subyaciera el consolidar el pensamiento de que siempre tendría tiempo para marcharse).
***
Al final Drogo entendió y un lento escalofrío le recorrió la espalda. Era el agua, era una lejana cascada fragorosa que bajaba por los salientes de los peñascos vecinos. El viento que hacía oscilar el larguísimo corro, el misterioso juego de los ecos, el diferente sonido de las piedras que recorría lo convertían en una voz humana, que hablaba y hablaba: palabras de nuestra vida, que siempre se estaba a punto de comprender, pero no, nunca.
***
En cambio la existencia de Drogo había quedado como paralizada. La misma jornada, con cosas idénticas se había repetido centenares de veces sin dar un paso adelante. El río del tiempo pasaba por encima de la Fortaleza, resquebrajaba las murallas, arrastraba hacia abajo polvos y fragmentos de piedra, limaba los escalones y las cadenas, pero por Drogo pasaba en vano: no había logrado aún engancharlo en su fuga.
***
Todos más o menos, nos obstinamos en esperar, pero es un absurdo, basta con pensarlo un poco.
***
Se hacía la ilusión, Drogo, de ejercer una gloriosa venganza a largo plazo, creía tener aún una inmensidad de tiempo a su disposición, renunciaba así a la vulgar lucha por la vida cotidiana. Llegará un día en que ajustaremos todas las cuentas con creces, pensaba, pero entretanto, los otros se lanzaban, se disputaban el paso ávidamente para ser los primeros, adelantaban en la carrera a Drogo, sin hacerle caso siquiera, lo dejaban atrás. Él los veía desaparecer al fondo, perplejo, presa de dudas insólitas: ¿y si hubiese estado equivocado en realidad? ¿Y si fuera un hombre común y corriente, a quien por derecho sólo le corresponde un destino mediocre?
***
Entretanto el tiempo corría, su silencioso latido escande, cada vez más presuroso la vida, no podemos detenernos ni siquiera un instante, ni siquiera para echar una ojeada atrás. "¡Deténte, deténte!" nos gustaría gritar, pero comprendemos que es inútil. Todo huye -los hombres, las estaciones, las nubes- y de nada sirve aferrarse a las piedras, resistir sobre algún escollo, los dedos, cansados, se abren, los brazos se aflojan inertes; nos vemos arrastrados de nuevo por el río, que parece lento, pero nunca se detiene.
***
Poco a poco se iba debilitando la confianza. Resulta difícil creer en algo cuando estamos solos y no podemos hablar con nadie al respecto. Precisamente por aquel tiempo se dio cuenta Drogo de que los hombres, aun cuando se estimen, permanecen siempre distantes, de que si uno sufre, el dolor es totalmente suyo, ningún otro puede hacerse cargo ni siquiera de una parte mínima, de que, si uno sufre, no por ello sienten los otros dolor, aun cuando haya gran amor de por medio, y eso provoca la soledad de la vida.
***
Se conservaba en él, absurdo, refractario a los años, desde la época de la juventud, aquel profundo presentimiento de cosas fatales, una obscura certeza de que lo bueno de la vida estaba aún por comenzar.
***
Un centinela montaba guardia precisamente sobre la puerta de entrada. En la penumbra vio dos figuras negras que se adelantaban por la grava. Estarían a unos doscientos metros. No hizo mucho caso, pensó que sufría una alucinación; muchas veces, en los lugares desiertos, tras estar mucho tiempo a la espera, se acaba descubriendo, incluso en pleno día, perfiles humanos que se deslizan entre las matas y las rocas, se tiene la impresión de que alguien nos está espiando, y después se va a ver que no hay nadie.

El centinela, para distraerse, miró a su alrededor, hizo, un ademán de saludo a un compañero, de centinela a unos treinta metros más a la derecha, se ajustó el pesado gorro que le apretaba en la frente, después volvió los ojos a la izquierda y vio al sargento primero Tronk, inmóvil, que lo miraba severamente.

El centinela se recobró, miró ante sí, vio que las dos sombras no eran un sueño, ya seencontraban próximas, estarían apenas a unos sesenta metros: un soldado y un caballo,concretamente. Entonces embrazó el fusil, preparó el gatillo para disparar, se atiesó en el gesto repetido cientos de veces en la instrucción. Después gritó:

—¿Quién va? ¿Quién va?

Lazzari era soldado desde hacía poco tiempo, ni remotamente pensaba en que sin la contraseña no habría podido volver. A lo sumo temía un castigo por haberse alejado sin permiso; aunque, quién sabe, quizá el coronel le perdonase por obra del caballo recuperado: era un animal bellísimo, un caballo de general.

Sólo faltaban unos cuarenta metros. Las herraduras del cuadrúpedo resonaban en las piedras, era casi noche cerrada, se oyó un lejano sonido de corneta.
—¿Quién va? ¿Quién va? —repitió el centinela. Una vez más, y después tendría que disparar.

Un repentino malestar había asaltado a Lazzari ante la primera llamada del centinela. Le parecía muy raro, ahora que se encontraba personalmente metido, oírse interpelar de ese modo por un compañero, pero se tranquilizó con el segundo «¿quién va?», porque reconoció la voz de un amigo, precisamente de su misma compañía, a quien llamaban en confianza el Moreno.
—¡Soy yo, Lazzari! —gritó—. ¡Manda al jefe del piquete que me abra! ¡He cogido el caballo! Y que no se den cuenta, ¡porque me meten un puro!
El centinela no se movió. Con el fusil embrazado, estaba inmóvil, tratando de retrasar lo más posible el tercer «¿quién va?» Quizá Lazzari se daría cuenta por sí solo del peligro, retrocedería, quizá podría sumarse al día siguiente a la guardia del Reducto Nuevo. Pero Tronk, a pocos metros, lo miraba severamente.
Tronk no decía ni una palabra. Ora miraba al centinela, ora a Lazzari, por culpa del cual probablemente le castigarían. ¿Qué significaban sus miradas? El soldado y el caballo ya no distaban más de treinta metros; esperar aún habría sido imprudente. Cuanto más se acercaba Lazzari, más fácil sería acertarle.
—¿Quién va? ¿Quién va? —gritó por tercera vez el centinela.
Y en su voz subyacía como una advertencia privada y antirreglamentaria. Quería decir: «Retrocede mientras estás a tiempo. ¿Quieres que te maten?» Y finalmente Lazzari comprendió, recordó como en un relámpago las duras leyes de la Fortaleza, se sintió perdido. Pero en lugar de huir, quién sabe por qué, soltó las riendas del caballo y se adelantó solo, invocando con voz aguda:
—¡Soy yo, Lazzari! ¿No me ves? ¡Moreno, eh, Moreno! ¡Soy yo! Pero ¿qué haces con el fusil? ¿Estás loco, Moreno?
Pero el centinela ya no era el Moreno, era simplemente un soldado de cara adusta que ahora alzaba lentamente el fusil, apuntando a su amigo. Había apoyado el arma en el hombro y con el rabillo del ojo echó un vistazo al sargento primero, invocando silenciosamente un gesto de que lo dejara. Pero Tronk seguía inmóvil y lo miraba severamente.
Lazzari, sin volverse, retrocedió unos pasos tropezando con las piedras.
—¡Soy yo, Lazzari! —gritaba—. ¿No ves que soy yo? ¡No dispares, Moreno!
Pero el centinela ya no era el Moreno, con quien todos sus camaradas bromeaban libremente, era sólo un centinela de la Fortaleza, con uniforme de paño azul oscuro con banderola de cuero, absolutamente idéntico a todos los demás de la noche, un centinela cualquiera que había apuntado y ahora apretaba el gatillo. Sentía en los oídos un estruendo y le pareció oír la voz ronca de Tronk: «¡Apunta bien!», aunque Tronk no había resollado.
El fusil lanzó un pequeño relámpago, una minúscula nubécula de humo, incluso el disparo no pareció gran cosa en el primer momento, pero después fue multiplicado por los ecos, rebotó de muralla en muralla, se quedó mucho tiempo en el aire, muriendo en un lejano murmullo como de trueno.

Ahora que había cumplido con su deber, el centinela dejó el fusil en el suelo, se asomó por el parapeto, miró hacia abajo esperando no haber acertado. Y en la oscuridad le pareció, en efecto, que Lazzari no había caído.

No, Lazzari estaba aún de pie, y el caballo se le había acercado. Después, en el silencio dejado por el disparo, se oyó su voz, y con qué desesperado sonido:
—¡Oh, Moreno! ¡Me has matado!
Eso dijo Lazzari, y se dobló lentamente hacia adelante. Tronk, con rostro impenetrable, aún no se había movido, mientras una confusión bélica se propagaba por los meandros de la Fortaleza.”

Dino Buzzati; El desierto de los tártaros; Alianza Editorial 2007.

domingo, 10 de julio de 2011

Mañana habrá pasado todo


Dino Buzzati, Autorretrato (1959)
DINO BUZZATI
(Belluno, Italia, 1906 – Milán, id., 1972)

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DULCE NOCHE
(De Il colombre e altri cinquanta racconti, Mondadori, Milano, 1966)
Traducción de Guillermo Boido
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En sueños, la mujer emitió un débil lamento.
Junto a la cabecera de la otra cama, sentado en un diván, el hombre leía a la quieta luz de una lámpara. Alzó la mirada. Ella tembló suavemente, agitó la cabeza como para liberarse de algo molesto, abrió los ojos y miró al hombre con estupor, como si lo estuviese viendo por primera vez. Luego esbozó una leve sonrisa.
—¿Qué sucede, querida?
—Nada, no sé por qué me siento inquieta, ansiosa.
—Te ha cansado un poco el viaje, siempre te ocurre, y además tienes unas líneas de fiebre. No tiene importancia. Mañana habrá pasado todo.
Ella calló por un momento, sin dejar de mirarlo fijamente a los ojos. Para ambos, provenientes de la ciudad, el silencio de la vieja casa campestre era decididamente exagerado. Tan profundo e impenetrable era ese bloque de silencio que la casa parecía hallarse a la espera de algo y que las paredes, las vigas, los muebles, todo, estuviesen conteniendo la respiración.

Después ella dijo, serena:
—Carlo, ¿qué hay en el jardín?
—¿En el jardín?
—Por favor, Carlo, ya que todavía estás levantado, echa un vistazo fuera, tengo la sensación de que…
—¿De que haya alguien? Vaya idea. ¿Quién podría estar en el jardín a estas horas? ¿Ladrones? —Él rió—. Tienen algo mejor que hacer que rondar alrededor de una vieja choza como ésta.
—Te lo ruego, Carlo. Echa un vistazo.
Él se alzó, abrió la ventana y los postigos y miró hacia afuera. Quedó maravillado. Al atardecer se había desencadenado un temporal, pero ahora, en una atmósfera de increíble pureza, tres cuartos de la luna iluminaban extraordinariamente el jardín, inmóvil, desierto, silencioso, porque también los grillos y las ranas formaban parte del silencio.
Era un jardín muy sencillo, conformado por un prado liso con un pequeño camino circular de grava blanca del cual partían senderos en diversas direcciones y en cuyo borde asomaban macizos de flores. Pero también era el jardín de su infancia, un doliente fragmento de su vida, un símbolo de una perdida felicidad, que siempre, en las noches de luna, parecía hablarle con apasionadas e indescifrables alusiones. Hacia el este, a contraluz y por lo tanto oscuro, un matorral de ojaranzos podados en forma de arcos; al sur, un bajo seto de boj; al norte, la escalera que llevaba al huerto y el romántico edificio del granero; al oeste, la casa. Todo descansaba de aquel modo inspirado y maravilloso con el cual duerme la naturaleza bajo la luna y que nadie ha logrado explicar. Sin embargo, como siempre, el espectáculo le producía una profunda angustia, por aquella belleza que él podía contemplar pero nunca hacer suya.
—Carlo —llamó María desde el lecho, inquieta, al ver que el hombre permanecía inmóvil mirando hacia afuera—. ¿Hay alguien?
Él cerró la ventana pero dejó abiertos los postigos. Luego se volvió:
—Nadie, querida. Hay una hermosa luna. Nunca he visto una paz semejante.
Recogió el libro y volvió a sentarse en el diván.
Eran las once y diez.
En ese preciso momento, en el extremo sudeste del jardín, en la sombra proyectada por los ojaranzos, se alzó la tapa de una trampa disimulada entre la hierba, que cayó luego hacia un lado y dejó al descubierto la entrada a un túnel que se internaba debajo de la tierra. Súbitamente, emergió de allí un ser abultado y negruzco que comenzó a correr en zigzag con frenética rapidez.

Aferrado a un pequeño tallo, un saltamontes recién nacido descansaba, dichoso, con su tierno y verde abdomen palpitando con gracia al ritmo de su respiración. La negra araña hundió rabiosamente sus pinzas en su tórax, desgarrándolo. El pequeño cuerpo forcejeó, estirando bruscamente sus patas posteriores, pero ello ocurrió solo una vez. Las horribles tenazas le arrancaron la cabeza y se introdujeron en el vientre. De los desgarros surgió el líquido abdominal, que la carnicera araña succionó con avidez.
Enfrascada en el demoníaco frenesí de la comida, no advirtió a tiempo la gigantesca silueta oscura que se acercaba por detrás. Slac. Apretando todavía a su presa entre sus patas, la araña desapareció para siempre en las fauces del sapo.
Pero todo en el jardín era divina quietud y poesía.
Un aguijón venenoso penetró en la suave carne de un caracol que avanzaba hacia el huerto. Logró recorrer todavía dos centímetros, pero entonces la cabeza comenzó a darle vueltas y comprendió que el cuerpo ya no le obedecía. Estaba perdido. Pese a que su conciencia se nublaba, sintió que las mandíbulas de la larva agresora le arrancaban furiosamente trozos de carne, excavando atroces cavernas en su bello, sebáceo y elástico cuerpo del cual tan orgulloso se sentía.
Quizás a modo de consuelo, en el último momento de su oprobiosa agonía, haya advertido que la larva maldita había sido víctima de los arpones de una araña‐lobo y destrozada en un abrir y cerrar de ojos.
Algo más allá, un tierno idilio. Con su lámpara intermitente encendida al máximo, una luciérnaga macho giraba alrededor de la luz fija de una apetitosa hembra, lánguidamente recostada sobre una hoja. ¿Sí o no? ¿Sí o no? Se acercó, comenzó a acariciarla, ella lo dejó hacer. La excitación amorosa le hizo olvidar hasta dónde un prado en una noche de luna puede ser un infierno. En el momento en que abrazaba a su compañera, un escarabajo dorado lo destripó definitivamente con un solo golpe, abriéndolo por entero. Su farolito continuaba palpitando, preguntando sí o no, pero el predador ya lo había engullido casi por completo.
A medio metro de allí, en cuestión de segundos, se produjo un salvaje alboroto. Algo enorme y cubierto de plumas cayó desde lo alto, fulminante. El sapo sintió un espasmo fatal en el dorso y trató de volverse, pero ya se elevaba en el aire entre las garras de una vieja lechuza.
Sin embargo, a simple vista no ocurría nada. Todo en el jardín era divina quietud y poesía.
La kermesse de la muerte había comenzado con la llegada de las tinieblas. Ahora se hallaba en el colmo del frenesí, y así continuaría hasta el alba. Todo era masacre, matanza, suplicio. Escalpelos que perforaban cráneos, garfios que rompían piernas, arrancaban pieles y hurgaban en las vísceras, punzones que ensartaban, dientes que trituraban, jeringas que inoculaban venenos y anestésicos, hilos que aprisionaban, jugos erosivos que licuaban a seres esclavos todavía vivos. Desde los más pequeños habitantes de los musgos, los rotíferos, los tardígrados, las amebas, las tecamebas, hasta las larvas, las arañas, los carábidos, los ciempiés, y más todavía, los gusanos, los escorpiones, los sapos, los topos, los búhos, el infinito ejército de asesinos se entregaba salvajemente a la carnicería, masacrando, torturando, desgarrando, descuartizando, devorando. Era como si, en una gran ciudad, todas las noches decenas de miles de vándalos sedientos de sangre y armados hasta los dientes salieran de sus guaridas, penetraran en las casas y degollaran a sus habitantes mientras se hallaban entregados al sueño.
En el fondo calló de improviso el Caruso de los grillos, cruelmente destrozado por un topo. Se apagó, junto al cerco, la lamparita de la luciérnaga despedazada por el mordisco de un carábido. Se extinguió con un sollozo el canto de la rana, apresada por una serpiente. Y la mariposa no volvió a aletear contra los vidrios de la ventana iluminada; con las alas brutalmente rotas se retorcía aprisionada en el estómago de un murciélago. Terror, angustia, laceración, agonía, muerte para miles y miles de otras criaturas de Dios era el sueño nocturno de un jardín de treinta metros por veinte. Y lo mismo sucedía en los campos vecinos, y lo mismo allá en las montañas que resplandecían a la luz de la luna con vítreos reflejos, pálidos y misteriosos. Y por la entera superficie del mundo, dondequiera, lo propio sucede en cuanto anochece: exterminio, aniquilamiento, matanza. Y cuando la noche se desvanece y asoma el sol comienza otra carnicería, con otros asesinos de los caminos, con igual ferocidad. Así ha sido siempre, desde el comienzo de los tiempos y así será por los siglos de los siglos, hasta la consumación del mundo.
Maria se agita en la cama y murmura voces quebradas e incomprensibles. Luego abre los ojos, asustada.
—Carlo, si supieras qué horrible sueño he tenido, he soñado que allí afuera, en el jardín, estaban matando a alguien.
—Trata de calmarte, querida, ahora me iré a dormir también yo.
—Carlo, no te enfades, tengo todavía aquella extraña sensación, no sé, es como si afuera, en el jardín, estuviera sucediendo algo.
—¿Qué es lo que piensas?
—No me digas que no, Carlo, te lo ruego, sólo quiero que des un vistazo afuera.
Él sacude la cabeza y sonríe. Se levanta, abre la ventana y mira.
El mundo yace en una inmensa quietud bajo la luz de la luna. Nuevamente aquella sensación de encantamiento, nuevamente aquella misteriosa congoja.
—Duerme tranquila, querida, no hay un alma. Nunca he visto tanta paz.
Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char