Dirección: Sean Baker.
Protagonistas: Mikey Madison, Mark Eydelshteyn.
Duración: 140 minutos
Año: 2024
Bendita sea la novia del torero. Los tristes que se ríen de la tristeza. Los calvos que se quitan el sombrero, ante la dignidad y la belleza... Benditos sean.
Never Been Kissed de 1999 algo de eso tiene. No es de las más grandes comedias románticas de los años 90 (¿La boda de mi mejor amigo? ¿El cantante de bodas? Por ahí debe andar el podio, no?) pero si una que se puso a la lista y en base a la exageración de los estereotipos de la época buscó hacerte pasar un buen rato ("10 things I hate about you" o "Clueless" con Alicia Silverstone son otras que por aquellos años abordaron el mismo tópico, aunque con mejores resultados). Por lo mismo, acá se pondrán sobre la mesa todos los elementos estereotipados de la época: las chicas populares, los galanes del colegio, además de las burlas hacia las y los "cerebritos", intentando deslizar una crítica (liviana y "divertida", pero crítica al fin y al cabo) hacia la violencia escolar, digamos, el bullying.
La trama es simpática, Drew Barrymore está muy bien en su papel haciendo de chica tímida/adorable (debe ser el papel que más disfruté verle en su carrera), mientras que el resto está en lo que se pide. Toda una curiosidad por cierto el recordar a la joven Leelee Sobieski, que por esos años prometía bastante en el mundillo de Hollywood. Como siempre en estas películas hay una buena banda sonora que acompaña (R.E.M o The Cardigans suenan en algún momento) e insisto, el filme no rompe esquema alguno (tampoco lo pretende) pero está bien como para verla con tus hijos adolescentes a día de hoy y reflexionar respecto a como era el mundo, cuanto efectivamente ha cambiado y cuanto no.
¿Pinochet un vampiro? ¿En serio? ¿Vamos a banalizar el tema de esa forma?. Pues si, muy muy en serio.
Aunque antes, un dato relevante a tener en cuenta: Pablo Larraín ya dirigió Tony Manero (2008) y Post Mortem (2010). Es decir, abordó en el pasado tanto el contexto de pobreza durante la dictadura chilena como el golpe de Estado de 1973 recurriendo al drama como elemento principal. Ambas, opinión personal, resultaron ser brillantes, sus mejores películas a la fecha. En esta ocasión, sin embargo, el director ha decidido cambiar el tono y jugar con fuego, realizando una jugada arriesgadísima y compleja: meterse con la figura y legado familiar del dictador Augusto Pinochet, en un tono de comedia liviana.
Y es que si quieres entrar a estos temas, lo más fácil es plantarte un documental de dos horas o una película tremendamente seria, dura y dramática que denunciase los atropellos a DD.HH + robos y estafas ejercidos en dictadura por Pinochet, Krassnoff y cía. El tema es que siendo sinceros: ¿Quién lo vería? Si quieres llegar a públicos más amplios tienes que salir de la zona de confort, llevar tu película a Netflix y apostar por algo más ligero, al menos en apariencia. Que es lo que ha hecho Pablo Larraín en El Conde, realizar una película denuncia pero todo con una sonrisa cínica en la boca, lo cual está encarnado en el filme de manera perfecta en la figura de Carmen (Paula Luchsinger, en un papel extraordinario y clave), una monja ("fanática religiosa que se sacrifica por la causa") contratada por los hijos e hijas de Pinochet para revisar las cuentas de este y poder al fin, percibir al fin la herencia que consideran les corresponde por justicia.
En el camino, Larraín no deja a títere con cabeza. Trata a la familia de Pinochet por lo bajo de idiotas, sin vergüenzas, interesados y flojos. Tal cual, sin pelos en la lengua. Al dictador como un ente maligno mediocre y arribista que, al ser nadie en la Francia de fines 1700 decidió emigrar hacia a un país escondido latinoamericano que nadie conocía para "liberarlo del comunismo", al torturador Miguel Krassnoff lo relega a un rol de lacayo sirviente del dictador, a Lucia Hiriart la trata de una pobre mujer amargada que oculta su mediocridad entre perfumes y joyas. ¡Hasta a la iglesia católica le llega algún palo!. Y así, todo con una sonrisa en la boca...
Años atrás, el mismo director falló por realizar una caricatura light del plebiscito chileno en No (2012) y también por entregar un ladrillo pesadísimo en Neruda (2016), esta vez ha ido en búsqueda del equilibrio. En ese camino, seguro el filme de todas formas resultará algo incomprendido pues es "demasiado ligero" para quien busca política dura y "demasiado lento" para quienes buscan un blockbuster rápido de seguir. Larraín ha corrido serios riesgos al osar mezclar cosas que en teoría no deberían mezclarse, metiendo imágenes, líneas y simbolismos potentes por montón. El resultado es glorioso.