¿Hacia dónde se dirige una sociedad que le da la espalda a la cultura? ¿Se puede dar el “salto” al desarrollo apoyándose exclusivamente en el crecimiento económico? ¿No es la cultura la encargada de dar sentido a la experiencia humana, de llenar nuestras horas de ocio con algo distinto al consumo de bienes materiales? Son preguntas que surgen al constatar la pobreza de museos como el Bellas Artes o de ver cómo en estos días se están saldando novelas de Coetzee, García Márquez y Philip Roth, tres de los escritores vivos más importantes del mundo. Como también se remata a Flaubert, Balzac y Henry James, da la sensación de que aquí no se salva nadie.
La literatura -el arte en general- rara vez ha cumplido las demandas del gran público. Walter Benjamin, el primero que vio la influencia de las multitudes sobre la cultura, destaca que Victor Hugo fue el único autor capaz de competir con el folletín.
En la espléndida muestra sobre Benjamin que se realiza en el GAM puede e
scucharse el radioteatro Qué leían los alemanes mientras sus clásicos escribían, emitido en 1932. Los personajes se dividen entre quienes valoran que aumentara la lectura, sin importar mucho el contenido, y los que se escandalizan al ver que el público prefiere un novelón lacrimógeno antes que la poesía de Schiller. Ya estaban en esa época los precursores de la autoayuda: Benjamin cita el Almanaque para amantes de la salud y el Almanaque para la felicidad doméstica, entre otros títulos edificantes. “Va a llegar el día en que reduzcan las sagradas escrituras y le añadan al Antiguo Testamento imágenes de colores de los patriarcas”, comenta uno de los protagonistas, mientras otro subraya lo poco que vendía Goethe.
Ahora, sin embargo, nadie recuerda los best sellers que en su momento se impusieron a Goethe. Incluso Victor Hugo estaba a cierta distancia de Eugéne Sue, el verdadero capo de las ventas en esos años.
El destino de Walter Benjamin fue más trágico, pues ni siquiera contó con el reconocimiento de la academia. La tesis para obtener el doctorado que le permitiría dar clases en la universidad fue rechazada. Se la consideró poco teórica, muy literaria. Benjamin empezó a vivir básicamente de trabajos esporádicos en la prensa. Como ensayista se ocupó de la filosofía del lenguaje, el arte en la época de la reproducción técnica, los juguetes, la cábala, la obra de Baudelaire y Kafka, el teatro de Brecht y la transformación de la vida en las grandes urbes. No era un especialista, pero resultó ser el más adelantado y versátil. Hoy sus trabajos son imprescindibles y ejemplares por la forma en que fusionó pensamiento, biografía y literatura.
Su mayor legado fue El libro de los pasajes, un formidable estudio de París hecho a partir de citas y apuntes sobre los objetos y personajes que habitaban la ciudad: maniquíes, jugadores, ropa, prostitutas, lámparas, letreros. El creía que este libro no precisaba teoría, porque entre los diferentes fragmentos se producirían chispazos mucho más ricos. “No necesito decir nada, tan sólo mostrar”, afirmaba. Paradójicamente, con el tiempo Benjamin se convirtió en el chiche de toda esa sociología, historia y crítica cultural infestada de jerga, ultra especializada, que aún copa la academia. Nadie sabe para quién trabaja.
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