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9 mar 2011

La chispa que incendia la llanura | Alain Badiou

El viento del este prevalece sobre el viento del oeste. ¿Hasta cuándo el Occidente ocioso y crepuscular, la “comunidad internacional” de quienes se creen todavía los amos del mundo, va a seguir dando lecciones de buena gestión y buena conducta a todo el planeta? ¿No es ridículo ver a algunos intelectuales de turno, soldados derrotados del capitalismo-parlamentarismo que sirve de paraíso apolillado, entregar su vida a los magníficos pueblos tunecino y egipcio, con el fin de enseñar a esos pueblos salvajes el abc de la “democracia”?

¡Qué preocupante persistencia de la arrogancia colonial! En la situación de miseria política en la que estamos desde hace tres décadas, ¿no es obvio que somos nosotros los que tenemos todo que aprender de las sublevaciones populares de esta hora? ¿Acaso no debemos examinar minuciosamente con toda urgencia todo lo que allá ha hecho posible, por la acción colectiva, el derrocamiento de gobiernos oligárquicos, corruptos, y además –y quizás sobre todo– en situación de vasallaje humillante con respecto a los estados occidentales? Sí, debemos ser los alumnos de estos movimientos y no sus estúpidos profesores. Porque son ellos los que dan vida, con el espíritu propio de sus descubrimientos, a algunos principios de la política de cuya obsolescencia intentamos convencernos desde hace mucho. Y, sobre todo, al principio que Marat no se cansaba de recordar: en cuestiones de libertad, igualdad y emancipación, le debemos todo a los levantamientos populares. Tenemos derecho a rebelarnos. Así como, en la política, nuestros estados y aquellos que sacan provecho de ella (partidos, sindicatos e intelectuales serviles) prefieren la administración; en la rebelión, prefieren la reivindicación, y en toda ruptura, la “transición ordenada”, lo que los pueblos de Túnez y Egipto nos recuerdan es que la única acción que corresponde a un sentido compartido de ocupación escandalosa del poder del Estado es el levantamiento en masa. Y en este caso, la única consigna que puede unir a los elementos dispares de la multitud es: “Tú que estás allí, vete”. En este caso, la importancia excepcional de la revuelta, su poder decisivo, es que la consigna repetida por millones de personas, da la medida de lo que será, indudable e irreversiblemente, la primera victoria: la huida del hombre así señalado. Pase lo que pase después, este triunfo de la acción popular, ilegal por naturaleza, habrá sido para siempre victorioso. 

26 ago 2010

Tosca, no es una ópera de trama tosca | Joaquín Trujillo

Algún tiempo después de su paso por Chile -donde tuvo que soportar la persecución de su admirador y enamorado el gran historiador liberal Miguel Luis Amunátegui-, Sara Bernhardt presentó en Milan, Tosca, pero no la de Puccini, sino justamente la que inspiraría al joven Giacomo a componer una versión para la ópera: Tosca, de Victorien Sardou. Folletín del llamado naturalismo francés, sobre acontecimientos italianos. Una anécdota decimonónica.

El tiempo en que ocurre el drama de Tosca es análogo al nuestro. Los ideales republicanos de Revolución Francesa caídos en desgracia en Francia, tienen todavía contumaces dispuestos a sacrificarse por ellos en Italia. Y Napoleón, el vehículo de la posibilidad efectiva de llevarlos a cabo en Roma. El de la república es un movimiento local que ha conocido los excesos del tiempo y el giro moderado que a aquél sigue como un desgraciado pero irremediable consuelo. Cuando Napoleón, después de invadir Italia y habiendo instaurado la República Romana y también la Cisalpina, salió en busca de otros enemigos a Egipto, quedó allí el niño salvado, la primera víctima del Quijote, a merced de otros victimarios menos bien intencionados. Estos eran los amigos del Príncipe de Metternich, del Papado y de la instauración del régimen policiaco que Scarpia preside. Son los feligreses. Hacia el final del primer acto, entonando un Te Deum por la derrota de Napoleón en Marengo, exhiben su satanismo aristocrático y eclesiástico. Aquí la Iglesia, los privilegiados y Scapia se reúnen a celebrar no sólo aquella, sino también el haber escapado ilesos del pasaje más difícil de la pequeña historia. La historia la tienen como un desperfecto cuya causa son los desperfectos de Francia.

Como síntomas o redentores de ese mundillo, están Mario Cavaradossi, Floria Tosca y Cesare Angelotti, el último desde un principio más comprometido que el primero en la causa revolucionaria, y la segunda la más celosa de los tres. En Floria Tosca se encarna la feminidad preferida del fino espíritu masculino: la cantante cuya pasión no distingue los ambientes aparentemente tan disímiles. el teatro -donde oficia de diva-, y el interior de la iglesia -adonde acude a solicitar el perdón de la diosa Virgen María (La Madonna)- son su mismo y único escenario, el preferido de sus rituales de celos y disculpas por los mismos.

Scarpia acumula por dos, los respectivos vicios de la religión y el erotismo, esto es: la beatería y la lascivia. Porque es un dictador completamente vulgar no puede otorgar dignidad a su causa sino por el temor que provoca. Soluciona su bajeza moral siendo todavía más malo. Hay otros personajes similares en otras óperas. Pizarro en Fidelio, de Beethoven, por ejemplo, aunque luce un ascetismo que en cierto grado lo disculpa.

No sólo posee Tosca un sentido trágico en su inesperado final -que bien podría entenderse extendido por la comparecencia de Floria y Scarpia ante Dios (O Scarpia, avanti a Dio!)- sino que más bien, resulta poco feliz encantarse con un proceso político que de antemano tiene garantizado su fracaso, por su propia abstención o la derrota que procede del exterior. Como se adelantó, no es casual que la revolución pasada (la francesa) desacralice la intención revolucionaria de Angelotti. Por ello, esta no es una pieza "subversiva" como sostiene René Leibowitz. Aquí Angelotti no es el héroe. Sus héroes son Tosca y Cavaradossi, pues lo son de un sentido romántico y pesimista ajeno a la ideología iluminista que en Angelotti pareciera un mal entendido, producto de su incapacidad de apercibirse de las direcciones tomadas por la historia. Es una tragedia restringida exclusivamente a ellos dos. No hay Iglesia ni tampoco Dios en el sentido trascendental que los inspiren y que puedan salvarlos en otro lugar. 

Cavaradossi pinta a María Magdalena por un encargo que se le ha hecho, cuestión muy propia del artista mercenario; Tosca pide explicaciones por la desgracia sufrida a Dios en su Vissi d'Arte, pero en realidad la palabra Signore toma el lugar de las providencias sagradas de cualquier superstición. Ni el republicanismo ni la religión sirven de explicación, pues el uno ha sido doblegado cuando no por sus propios enemigos en Marengo (ya que la noticia de la derrota de Napoleón por el General Melas resulta falsa, haciendo posible el grito Victoria!, de Caravadossi) al menos por su propia naturaleza subversiva; y la otra, la religión, tiene el rostro de Scarpia acompañado del cardenal en celebración.

El tiempo en que transcurre Tosca es análogo a la inesperada dirección que tomó para el pensamiento revolucionario, la historia, en Chile, después de 1973. La razón llevada a su coherente extremo explica muy poco, y la Iglesia es el refugio, como para Angelotti, provisorio del vencido, pero no podría llegar a ser su casa. Pues bien, Tosca y Mario no pueden existir, necesitan morir, para no hacernos creer que los héroes tienen un lugar posible aquí.
 
Joaquín Trujillo
Poeta
Abogado de la Universidad de Chile

9 ago 2010

Revolucionarios | Tony Judt


Yo nací en Inglaterra en 1948, suficientemente tarde, por unos años, para no tener que hacer el servicio militar obligatorio, pero a tiempo para los Beatles: tenía 14 años cuando sacaron Love me do. Tres años después aparecieron las primeras minifaldas, y yo era lo bastante mayor como para valorar sus virtudes y lo bastante joven como para aprovecharlas. Crecí en una época de prosperidad, seguridad y confort y, por tanto, al cumplir 20 años, en 1968, me rebelé. Como tantos jóvenes pertenecientes al baby boom, fui conformista en mi inconformismo.

No cabe duda de que los sesenta fueron una buena época para ser joven. Todo parecía estar cambiando a una velocidad sin precedentes, y el mundo parecía dominado por la juventud (una observación verificable si se ven las estadísticas). Por otro lado, al menos en Inglaterra, el cambio podía ser engañoso. Los estudiantes nos oponíamos ruidosamente al apoyo que el Gobierno laborista daba a la guerra de Vietnam de Lyndon Johnson. Recuerdo al menos una de aquellas manifestaciones en Cambridge, después de una conferencia de Denis Healey, entonces ministro de Defensa. Perseguimos su coche hasta las afueras de la ciudad, y un amigo mío, hoy casado con la Alta Representante de Asuntos Exteriores de la UE, saltó al capó y golpeó con furia las ventanillas.

Sólo que, cuando Healey se alejaba, nos dimos cuenta de lo tarde que era; la cena en el comedor de la universidad empezaba en cuestión de minutos y no queríamos perdérnosla. Mientras volvíamos al centro, me tocó trotar al lado de un policía de uniforme que había estado vigilando la multitud. Nos miramos: "¿Cómo le parece que ha estado la manifestación?", le pregunté. Como si fuera una pregunta de lo más corriente -sin ver en ella nada extraordinario-, me contestó: "Oh, creo que ha estado bastante bien, señor".

Es evidente que Cambridge no estaba maduro para la revolución. Tampoco lo estaba Londres: en la famosa manifestación de Grosvenor Square, ante la embajada estadounidense (de nuevo a propósito de Vietnam; como tantos de mis contemporáneos, me movilizaba sobre todo contra las injusticias cometidas a miles de kilómetros de distancia), apretado entre un aburrido caballo de la policía y unas vallas, sentí algo húmedo y caliente que me corría por la pierna. ¿Incontinencia? ¿Una herida que sangraba? No fui tan afortunado. Me había estallado en el bolsillo una bomba de pintura roja que pretendía arrojar contra la embajada.

Esa misma tarde, yo tenía que cenar con mi futura suegra, una señora alemana de instinto impecablemente conservador. No creo que su opinión de mí, ya bastante escéptica, mejorara cuando llegué cubierto desde la cintura hasta el tobillo por una sustancia roja y pegajosa; ya se había alarmado al saber que su hija salía con uno de esos izquierdistas desaliñados que gritaban "Ho, Ho, Ho Chi Minh" y a los que había visto con cierta repugnancia por televisión esa tarde. Lo único que sentí yo, por supuesto, fue que se tratara de pintura y no de sangre. Oh, épater la bourgeoise.

Para vivir una revolución de verdad, desde luego, uno iba a París. Como muchos de mis amigos y contemporáneos, fui allí en la primavera del 68 para observar -para respirar- la auténtica historia. O, al menos, una representación increíblemente fiel de la auténtica historia. O, tal vez, en las escépticas palabras de Raymond Aron, un psicodrama representado en el mismo lugar en el que, en otro tiempo, la auténtica historia había formado parte del repertorio. Dado que París había sido verdaderamente un escenario de revolución -gran parte de nuestra interpretación visual del término deriva de lo que sabemos sobre los sucesos que allí ocurrieron en los años 1798-1794-, a veces era difícil distinguir entre la política, la parodia, el pastiche... y la representación.

En cierto sentido, todo era tal como debía ser: verdaderos adoquines, problemas reales (o suficientemente reales para los participantes), violencia real y, de vez en cuando, víctimas reales. Sin embargo, desde otro punto de vista, a todo aquello parecía faltarle algo de seriedad: incluso en aquellos momentos me costaba mucho creer que bajo los adoquines estaba la playa (sous le pavés la plage), y todavía más que una comunidad de estudiantes descaradamente obsesionados con sus planes de verano -recuerdo lo mucho que se hablaba, en medio de intensos debates y manifestaciones, de ir a pasar las vacaciones a Cuba- pretendiera seriamente derrocar al presidente Charles de Gaulle y su Quinta República. De todas formas, con sus propios hijos en las calles, muchos comentaristas franceses aparentaban creer que podía suceder y estaban, por consiguiente, nerviosos.

Al final, no ocurrió nada serio y todos volvimos a casa. En su momento, me pareció que Aron había sido innecesariamente despectivo; era su dispepsia, provocada por el entusiasmo adulador de algunos de sus colegas, que se sentían arrebatados por los sosos clichés utópicos de sus atractivos pupilos y estaban deseando unirse a ellos. Hoy tendería a compartir su desprecio, pero entonces me pareció excesivo. Lo que más parecía molestar a Aron era que todo el mundo estaba divirtiéndose y, a pesar de su inteligencia, no era capaz de ver que, aunque divertirse no es lo mismo que hacer la revolución, muchas revoluciones han comenzado entre juegos y risas.

Uno o dos años después visité a un amigo que estudiaba en una universidad alemana; Gottinga, creo recordar. Resultó que, en Alemania, "revolución" significaba algo muy distinto. Nadie se divertía. A ojos de un inglés, todos parecían indescriptiblemente serios y alarmantemente preocupados por el sexo. Eso era una cosa nueva: los estudiantes ingleses pensaban mucho en el sexo, pero lo practicaban muy poco, mientras que los estudiantes franceses eran mucho más activos (o al menos me lo había parecido), pero mantenían el sexo y la política separados. Salvo por el llamamiento ocasional de "haz el amor y no la guerra", su actividad política era intensamente -absurdamente- teórica y seca. La participación de las mujeres -si es que la había- se limitaba a hacer café y compartir la cama (y aparecer como accesorios visuales a hombros de los varones para posar ante los fotógrafos de prensa). No es de extrañar que poco después apareciera el feminismo radical.

En Alemania, por el contrario, la política tenía que ver con el sexo, y el sexo, en gran medida, con la política. Me sorprendió descubrir, mientras visitaba a un colectivo de estudiantes alemanes (todos los estudiantes alemanes que conocí parecían vivir en comunas, compartiendo grandes pisos y las parejas respectivas), que mis contemporáneos de la Bundesrepublik se creían verdaderamente su propia retórica. Me explicaban que abordar las relaciones sexuales de manera despreocupada y sin ningún tipo de complejo era la mejor forma de liberarse de cualquier ilusión sobre el imperialismo americano y representaba una limpieza terapéutica del legado nazi de sus padres, que caracterizaban de sexualidad reprimida disfrazada de arrogancia nacionalista.

La idea de que una persona de 20 años en Europa Occidental podía exorcizar la culpa de sus padres despojándose (y despojando a su pareja) de ropas e inhibiciones -deshaciéndose metafóricamente de los símbolos de la tolerancia represiva- me pareció, desde mi perspectiva de izquierdista empírico inglés, algo sospechosa. Qué suerte que el antinazismo exigiera -hasta el punto de definirse en función de ellos- orgasmos en serie. Claro que, pensándolo bien, ¿quién era yo para quejarme? Un estudiante de Cambridge cuyo universo político estaba limitado por policías respetuosos y la limpia conciencia de un país victorioso que no había sido ocupado no era quizá el más apropiado para juzgar las estrategias purgativas de otros.

Tal vez no me habría sentido tan superior si hubiera estado más al tanto de lo que estaba sucediendo a unos cuantos kilómetros al este. ¿Cómo de hermético debía de ser el mundo de la guerra fría en Europa Occidental para que yo -estudiante aventajado de historia (!), judío originario de Europa del Este, que hablaba varios idiomas y había viajado mucho por mi mitad del continente- ignorase por completo los cataclísmicos acontecimientos que estaban produciéndose en Polonia y Checoslovaquia en esa misma época? ¿Me atraía la revolución? Entonces, ¿por qué no fui a Praga, sin la menor duda el lugar más apasionante de Europa en aquel momento? ¿O a Varsovia, donde mis coetáneos corrían peligro de expulsión, exilio y cárcel por sus ideas y sus ideales?

¿Qué dice de las falsas ilusiones del Mayo del 68 el hecho de que no pueda recordar ni una sola alusión a la Primavera de Praga, ni mucho menos al levantamiento estudiantil de Polonia, en nuestros serios debates radicales? Si hubiéramos sido menos provincianos (cuarenta años después, resulta difícil transmitir el grado de intensidad con el que podíamos llegar a discutir la injusticia de los horarios de cierre de la universidad), habríamos podido dejar una huella más duradera. En cambio, sólo sabíamos hablar hasta altas horas de la noche de la Revolución Cultural china, las revueltas en México e incluso las sentadas en la Universidad de Columbia. Salvo por algún que otro alemán despreciativo, satisfecho de considerar al checo Dubcek como otro renegado reformista, nadie hablaba de Europa del Este.

En retrospectiva, no puedo evitar pensar que perdimos una oportunidad. ¿Marxistas? Entonces, ¿por qué no estábamos en Varsovia debatiendo los últimos fragmentos del revisionismo comunista con el gran Leszek Kolakowski y sus alumnos? ¿Rebeldes? ¿Por qué causa? ¿A qué precio? Incluso los escasos conocidos míos que tenían la mala suerte de pasar una noche en la comisaría solían estar de vuelta en casa para la hora de la comida. ¿Qué sabíamos nosotros sobre el valor que hacía falta para soportar semanas de interrogatorios en las prisiones de Varsovia, seguidas de condenas de cárcel de uno, dos o tres años para estudiantes que se habían atrevido a pedir las cosas que nosotros dábamos por descontadas?

A pesar de nuestras ostentosas teorías sobre la historia, no fuimos capaces de reconocer uno de sus hitos fundamentales. Fue en Praga y Varsovia, en aquellos meses de verano de 1968, donde el marxismo acabó consigo mismo. Fueron los rebeldes estudiantiles de Europa Central quienes después debilitaron, desacreditaron y derrocaron no sólo un par de regímenes comunistas ruinosos, sino la propia idea del comunismo. Si nos hubiera preocupado un poco más el destino de las ideas que manejábamos con tan poca sinceridad, tal vez habríamos prestado más atención a las acciones y las opiniones de quienes se habían educado bajo su sombra.

Nadie debe sentirse culpable por haber nacido en el lugar apropiado y el momento oportuno. En Occidente fuimos una generación afortunada. No cambiamos el mundo; más bien, el mundo se avino a cambiar para nosotros. Todo parecía posible: a diferencia de los jóvenes de hoy, nunca tuvimos la menor duda de que íbamos a tener un trabajo interesante y, por tanto, no sentíamos la necesidad de desperdiciar nuestro tiempo en nada tan degradante como la "escuela de negocios". Casi todos acabamos trabajando en la educación o en la administración pública. Dedicamos nuestras energías a hablar de lo que no funcionaba en el mundo y cómo cambiarlo. Protestamos contra las cosas que no nos gustaban, e hicimos bien. Desde nuestro punto de vista, al menos, fuimos una generación revolucionaria... Qué lástima que nos perdimos la revolución.