La historia de los Decretos Ley y de los Decretos con Fuerza de Ley tiene una larga data en Chile. Gobernantes de todas las tendencias los han utilizado para imponer a su arbitrio aquellas propuestas que por impopulares o derechamente irracionales, difícilmente pasarían la aprobación del poder legislativo. El dictador Augusto Pinochet utilizó los primeros indiscriminadamente mientras mantenía disuelto el Parlamento. No es para nadie un secreto que las cerca de 150 leyes secretas promulgadas durante la dictadura permitieran al otrora dictador hacer y deshacer un sinnúmero de "iniciativas" que finalmente lo favorecieron a él, a su familia y a sus asesores más directos. Gracias a traspasos de dineros públicos realizados desde el Banco Central o la Tesorería General de la República a cuentas reservadas de las Fuerzas Armadas, los colaboradores -militares y civiles- del régimen militar fueron recompensados en mayor o menor grado por sus servicios a la causa "patriótica" de reestablecer la "normalidad" política en Chile.
Se puede entender que el uso de estos recursos legales sea una práctica habitual de aquellos gobiernos dictatoriales que han suspendido los poderes públicos y adulterado la legalidad constitucional, pero en un contexto democrático el uso de esas mismas facultades por parte del poder Ejecutivo es una afrenta a los prinicipios básicos de una democracia representativa y un atentado a la separación de los poderes del Estado. Es por eso que la nueva "propuesta" del Ministerio de Educación de reducir las horas de enseñanza de historia y ciencias sociales en la educación básica y media es una medida aún más totalitaria.
El debate se ha hecho público y ha despertado un inédito interés de la siempre apática ciudadanía y de un grupo de historiadores que se han agrupado en torno al Movimiento por la Historia (http://historiayreforma.wordpress.com). En casos como éste, cuando el interés general está siendo socavado por el uso inescrupuloso de un interés particular y por el capricho de los tecnócratas de la educación -que manejan el currículo escolar desde las oficinas del Ministerio de Educación-, se hace cada vez más necesario interpelar públicamente a quienes están detrás de esta supina e irracional reforma curricular.
Hay preguntas que merecen una respuesta pública a la ciudadanía y que no han sido enfrentadas por las autoridades del Ministerio, a saber, ¿cuáles son los méritos profesionales y las cualidades técnicas de quienes están planeando esta reforma?, ¿qué contenidos serán suprimidos del programa curricular de historia y ciencias sociales? y ¿bajo qué criterios se restarán?
Al mismo tiempo, resulta paradojal que el ministro de Educación -principal artífice de esta reforma- sea un ex colaborador del régimen militar y que su principal asesor sea un historiador "profesional" egresado de la Universidad Católica, institución que costeó "excepcionalmente" su doctorado en Oxford cuando el aludido personaje ya no podía optar a las becas de postgrado otorgadas por el Ministerio de Planificación Nacional (Mideplan). También resulta curioso y contraproducente que este mismo historiador posea un rol tan clave asesorando una reforma de máximo interés nacional a poco tiempo de haber sido "trasladado" del Instituto de Historia de la Universidad Católica por el manejo "poco claro" de fondos públicos provenientes del Congreso Nacional: la misma institución que hoy está siendo pasada por alto en una reforma tan inescrupulosa como quienes la están llevando a cabo.