En las últimas semanas he tenido ocasión de leer acerca de dos polémicas sobre libros publicados con errores de diverso género. Si el editor es culpable, se encuentra en buena compañía.
El arte de la edición (es decir, la capacidad de controlar y volver a controlar un texto de modo de evitar que contenga, o contenga dentro de límites soportables, errores de contenido, de trascripción gráfica o de traducción, allí donde ni siquiera el autor había reparado) se desenvuelve en condiciones poco favorables.
Ha salido hace unos meses la versión francesa de un libro mío sobre la estética medieval, y en seguida un lector minucioso me ha escrito que en determinado pasaje, refiriéndome a la simbología del número cinco, cito las cinco plagas de Egipto, que en realidad son notoriamente diez. Quedé atónito porque recordaba haber citado directamente de una fuente original: fui a ver la edición italiana y he descubierto que mencionaba, en efecto, cinco plagas, pero no Egipto. La fuente se refería en realidad, a las cinco llagas del Señor (manos, pies y costado). El traductor, tal vez por automatismo, había añadido Egipto. Yo había leído la traducción, pero la inconveniencia se me había escapado, quizá leyendo deprisa el fragmento me sonara estilísticamente bien, o acaso hubiera corregido una imprecisión en la línea anterior y a raíz de ello prestara menos atención a las dos líneas siguientes.
Presunto culpable
Establezcamos un dogma: el autor, que en cuestión de escribir y corregir se guía por los lineamientos “conceptuales” del texto, es la persona menos indicada para descubrir los propios errores. En mi caso de Egipto, había dos personas que hubieran debido tener una sospecha: una era el corrector (pero no estaba obligado), la otra era precisamente el redactor que, para toda referencia, cita o nombre poco usual, habría debido verificarlo en cualquier enciclopedia. En teoría, el buen editor debería controlar todo: aun cuando en el texto se diga que Italia se encuentra al norte de Túnez, tendría que echar un vistazo al atlas.
Este oficio está ahora en crisis y no solamente en las casas editoras. En los diarios se encuentra uno de todo ya, y en la radio parece que hubiera ahora un comisario expresamente encargado de velar porque los locutores pronuncien incorrectamente los nombres extranjeros, aunque hayan sido italianizados.
Tengo a la vista dos libros publicados por dos importantes editores. En la traducción del inglés de una obra de divulgación histórica se me dice que dos grandes filósofos árabes dominaron el medioevo: Avicena e Ibn-Sina. Se da el caso (notorio para muchos) de que Avicena e Ibn-Sina son la misma persona (como Cassius Clay y Muhammad Ali). ¿Se equivocaba ya el autor original? ¿Ha confundido el traductor un and con un or? ¿Se ha empastelado una prueba en la que ha saltado una línea o un paréntesis explicativo? Misterio. El hecho es que un editor, aunque no supiera nada de Avicena, hubiera debido cerciorarse en una enciclopedia si los dos nombres estaban bien escritos, y se habría dado cuenta del error. En otro libro traducido del alemán, encuentro primero mencionado a un tal Symeon Stylites que es, evidentemente, San Simeón Estilita, y paciencia. Pero luego encuentro Giovanni il Battezzatore (Juan Bautista). Los alemanes, en efecto, llaman Johannes de Taufe (Giovanni Battista) al que entre nosotros es Juan Bautista. El traductor sabía alemán, pero jamás en su vida había entrado en contacto, no digo con los Evangelios, sino que ni siquiera con algún almanaque o un texto cualquiera para niños que hablara de Jesús.
Corrector budista
Me parece extraordinario, aun cuando se hubiera criado en el seno de una familia budista. Pero aquí parece que el budista fuera también el corrector (al que sería debida la causa de cualquier perplejidad) y, sobre todo, el editor. Si no fuera por el hecho de que en este caso el editor evidentemente no lo era sino que alguien comprado el libro, lo ha mandado a traducir, ha enviado el manuscrito directamente a la imprenta y eso es todo.
Si se manda un manuscrito a una University Press norteamericana [una editorial universitaria], tiene que pasar dos años antes de que salga. En esos dos años hacen composición y editing a través de los cuales lo mismo se escapa alguna tontería, pero menos que entre nosotros. Estos dos años de trabajo cuestan. Si se quiere estar presente en el mercado con el libro terminado, no se puede permitir uno el lujo de pagar un editor digno de ese nombre, y el oficio muere.
Si al corregir meticulosamente una línea se termina pasando por alto la siguiente, si el autor puede equivocarse más que los otros, si un editor puede no saber nada de Avicena, el manuscrito y las pruebas de imprenta deberían ser releídos por muchas personas con curiosidad y competencias diversas. Todo esto podía acontecer todavía en las casas editoras de estructura “familiar”, donde un texto era cariñosamente discutido en cada pasaje por más colaboradores, pero difícilmente puede ocurrir en una gran empresa en la que todo se procesa en la cadena de montaje. Nuevas oportunidades profesionales se abren por lo tanto para quien acredite estudios especializados en editing, al cual sea confiado el libro en concesión, y donde sea seguido con pasión palabra por palabra.
Umberto Eco