A fines del siglo XIX el 5 de mayo era una celebración de mexicanos en Texas, Nuevo México o California; ecos aquellos de la paulatina canonización cívica de Juárez y Zaragoza y de ese momento poblano en que México creyó merecer el respeto del mundo. Ese día honraban a su México, al mismo de Juárez, y a su Estados Unidos, el republicano, el de Lincoln, aliado de don Benito. Otra cosa es el 5 de mayo del siglo XXI en Estados Unidos. A partir de la década de 1990 el “cincou de maio” se ha convertido en una fiesta tan estadunidense como el 4 de julio o el día de San Patricio o el día de Acción de Gracias. Poco tiene que ver ya con Juárez, Zaragoza o Puebla porque ya ni siquiera es cosa sólo mexicana. Ahora es el día en que lo celebrado vira en los celebradores: no mexicanos, sino “latinos” que, al celebrar, se transforman en lo celebrado: “latinos” actuando el papel étnico-cultural que les corresponde en una cultura política que exige identidad y marca étnica. 5 de mayo y en la Casa Blanca el presidente en turno come tacos y burritos. Fiesta, pues, de la “diversidad”, narcisismo de creerse “multi” ante el mítico espejo de sempiternas identidades étnicas.