El Arca Rusa de Alexandr Sokurov es un magnífico espejismo, una imagen histórica evocada en una sola toma y secuencia audiovisual que no necesitó de montaje para el registro cinematográfico. La película, rodada en video de alta definición en el actual museo Hermitage de San Petersburgo, se despliega en un continuum, sin interrupciones ni quiebres de lo que parece ser la evocación de un tiempo perdido. Esta obra se convirtió en el largometraje filmado ininterrumpidamente más extenso de la historia del cine, gracias a una steadicam que rodea y sigue a los múltiples personajes de la corte que van apareciendo a lo largo de la trama, así, las imágenes de la historia imperial de Rusia flotan a través de las galerías del museo y se disuelven continuamente como si fueran capítulos de un sueño difuminado.
El marqués de Coustine, un diplomático francés del siglo XVIII, inicia este recorrido por la historia rusa adentrándose en las salas del antiguo Palacio Imperial. En su trayecto, que se despliega como un viaje por el tiempo, va encontrando los vestigios de Rusia en los distintos salones, habitaciones del palacio y personajes con quienes se cruza. Una sugerente escena muestra un diálogo entre Coustine y un noble ruso, en la que el marqués ataca incesablemente a la cultura rusa. Más adelante, en lo que parece ser una trampa del tiempo o una escena anticipatoria, el marqués se desvía a través de una puerta equivocada y se encuentra en un frío taller al aire libre en medio de la nieve, y escucha atónito una descripción de los horrores del siglo XX que aún no han ocurrido.
Sokurov, que siempre se ha interesado por temas históricos, ha señalado que su intención en esta película era captar el flujo del tiempo en un estilo cinematográfico, con un lenguaje que sugiere el fin de una época de esplendor y la destrucción de los valores de la sociedad aristocrática. Precisamente eso es lo que El Arca Rusa logra, al observar con una inquietante intromisión la vida privada y la caída de los principales monarcas de Rusia como Pedro el Grande, Catalina II y Nicolás II, quienes no se percatan de estar siendo observados por un narrador que los interpela continuamente. Esto plantea al espectador la contradicción que enfrentaron los gobernantes, el desconocimiento o ceguera de la efervescencia política y los cambios culturales que estaba viviendo la sociedad rusa y por extensión, la europea, frente a la comodidad y estabilidad de la vida palaciega. Estos destellos del pasado evocan un sentido de la historia que es a la vez íntimo y distanciado, en definitiva, doliente, pues la visión que entrega Sokurov refleja que tanta vida, tanta belleza, se desvanece en las brumas del tiempo.
El Arca Rusa es una historia de fantasmas, personajes que obnubilados por su propio mundo fueron sorprendidos y arrasados, no es extraño entonces, que el lugar físico en donde transcurren las acciones sea en la majestuosidad del Hermitage, museo que es el orgullo de San Petersburgo y el custodio o depósito (el Arca) de la historia y la cultura de Rusia. Por ello, el paso por las distintas locaciones como el Palacio de Invierno (la antigua residencia de los zares) o la breve ojeada a la vida y obra de Alexander Pushkin muestran una visión evidentemente nostálgica del pasado, que para algunos podría ser interpretada como reaccionaria. Sobre todo si se tiene en cuenta que la película es narrada en un soplo reflexivo, por un artista contemporáneo que despierta para encontrarse a sí mismo en el antiguo régimen. Sokurov realiza un recorrido por el tiempo histórico siguiendo el trayecto de la memoria. Las imágenes aparecen como un lento suceder a medida que el personaje central transita por espacios recobrados. Esta película no solo posee destellos notables de imaginación, sino también nos lleva a pensar en el sentido de nuestros recuerdos; en las imágenes que marcan nuestra memoria y que aparecen con el paso del tiempo.
La película culmina con una recreación del último gran baile real celebrado en honor al zar Nicolás II en 1913, poco antes de la revolución bolchevique. La pompa y el nacionalismo quedan en evidencia al escuchar la música de una orquesta sinfónica que interpreta piezas de Glinka (compositor que años antes homenajeó al imperio con su obra “Una vida por el zar”) que acompañan a los cortesanos en la danza mazurca.
Esta última exhibición de la riqueza y el privilegio es tan compleja que sería equivocado reducir la mirada de Sokurov a una simple nostalgia de la era prerrevolucionaria de zares y siervos. Al contrario, esta extraordinaria secuencia evoca aún más poderosamente la ceguera histórica de una aristocracia dichosa, que ha olvidado que se encuentra de pie en arenas movedizas.
Nicolás Ocaranza