Los seres humanos comunes ven una iglesia donde efectivamente hay una iglesia. Dependiendo de su forma de observar —de su disciplina—, la gente especializada realza algunos elementos: el arquitecto, el sacerdote y el ingeniero en esa misma cosa ven con cierta exclusividad: cada uno identifica una presencia poderosa palpitante propia de su respectivo tema o motivo, su fantasma. Hablo aquí, obviamente, de tipos ideales cuya ocupación no excluye a las demás.
Ahora bien, el historiador superpone esos fantasmas. Donde efectivamente hay una iglesia, seguramente verá una antigua iglesia ya demolida, y en el mismo lugar ocupado fantasmagóricamente por esa iglesia demolida podrá ver una antigua casa de cuyos cimientos apenas quedan registros, y si va más allá, acaso sepa de un cementerio primitivo, sin creer, por supuesto, que el cementerio es lo único que efectivamente hay y que, por lo tanto, no es una fantasmagoría sino una locación fantasmal (en ese burdo sentido de los espiritistas, que, por supuesto, es el contrario al de fantasmagoría). Así, en la monumental y maciza catedral de Nôtre Dame de Paris, se sabe la presencia fantasmagórica de la antigua Basílica de Saint-Etienne, echa demoler en el 1116 por el Obispo de París, y antes de ella, la del templo dedicado a Júpiter, e incluso la del altar celta que ese templo romano aplastó. Todos esos lugares están fantasmagóricamente superpuestos en la mente del historiador, en la mente de ese médium por el que mejor sabe canalizarse la antología de las experiencias humanas.