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2 feb 2011

"Para qué sirve Europa". Entrevista a Claudio Magris | Juan Cruz (Diario El País)

Cuando comenzamos esta serie le dijimos a Jorge Semprún, el intelectual español con el que la iniciamos, los nombres de los que iban a ser entrevistados en ella. Y al llegar a Claudio Magris, su colega italiano, Semprún nos dijo: "Ah, ése es un verdadero europeo". Y fuimos a ver a este "verdadero europeo" a principios de enero. Quedamos con él en su café habitual, en Trieste.

En la literatura (casi toda su obra está publicada en España por Anagrama) Magris es una celebridad; pero en este café que ahora está poblado de la niebla que ensombrece Europa y que es el preludio de una tormenta (real, no sólo metafórica), el autor de El Danubio es tan sólo un cliente, pero, por lo que se nota allí, es el más querido de todos los que frecuentan este local tranquilo. Como sus libros, él es una exhalación llena de inteligencia y de rigor; su capacidad para asociar unas referencias con otras hacen de El Danubio, sobre todo, una orgía de placer intelectual, un viaje inolvidable.

Viajar con él es acercarse a saber casi todo lo que sabe. Es, sin hipérbole, un sabio. Acaso esa capacidad para aprender, además, le ha dado el aire de un joven estudiante que también es profesor, conferenciante (acaba de hablar en la Fundación César Manrique, en Lanzarote), escritor. Pero, sobre todo, es un hombre que aprende. Lo cual facilita que nosotros aprendamos de él. He aquí parte de lo que nos dijo en esa esquina que el Café San Marcos le regala cuando va.

Pregunta. Dijo Semprún que usted es un verdadero europeo. ¿Qué es un verdadero europeo?
Respuesta. Creo que Semprún habla más desde la generosidad de la amistad que con la racionalidad de la justicia. Creo que alguien verdadero tiene que serlo sin programarlo, porque no se trata de un programa ideológico. Yo siempre repito que me ocurre con Europa lo que le pasaba a san Agustín con el tiempo: "Cuando no me lo preguntan sé lo que es; cuando me lo preguntan no sé lo que es". Lo mismo te pasaría a ti si te preguntaran qué es España: te sentirías incómodo porque no sabrías por dónde empezar... Hoy los problemas políticos o sociales, como el paro o la inmigración, tienen una dimensión europea. Si Alemania, Italia o España sufren una quiebra económica, eso repercute en cada uno de los países restantes. Sueño con un Estado federal europeo, descentralizado, porque cuando existe una realidad material, a ésta tiene que corresponderle una realidad también formal.

P. ¿Y qué caracteriza a esa Europa que le gustaría ver convertida en Estado federal?
R. Desde el punto de vista cultural, aparte de los problemas lingüísticos que me obligan a leer algunas cosas en idioma original y otras traducidas, la novela es desde hace tiempo europea, con sus diversidades. Tengo la sensación de que éste es mi mundo y no por eso es mejor o peor que otros... Si quisiéramos definir unas líneas tradicionales de lo que puede caracterizar una cultura europea, ante todo habría que hablar del acento puesto en el individuo. A diferencia de otras grandes civilizaciones que subrayaron la totalidad, las religiones europeas, en definitiva, el hebraísmo y el cristianismo, se plantearon el problema de la salvación individual. Hoy en día, a pesar de creer o no en una sustancia, el protagonista es siempre el individuo... Incluso en la filosofía, Kant proclama al individuo como el fin y nunca como el medio. Y en la literatura el individuo es el protagonista de todas las historias...

P. Así que el individuo es europeo...
R. Es un sentimiento muy europeo. La relación del individuo con el Estado es muy diferente aquí de la que se tiene en el otro Occidente, Estados Unidos. El concepto de welfare es constitutivo de esta mentalidad europea individualista que nunca llega a un total anarquismo salvaje. No se trata exactamente de valores, pero es algo que nos pertenece como europeos. Si nos trasladamos a un ámbito más particular, es evidente que la reacción ante un libro mío me interesa más si se produce en Francia o en España que en cualquier otro sitio. Porque éste es mi ámbito, yo soy europeo, me mueve la sensibilidad europea ante lo que hago. No existe un club de europeos, pero yo me siento así, no hace falta decirlo.

P. En esta serie, Hans Magnus Enzensberger decía algo parecido: vuelve a Europa y halla un aire común.
R. Se siente uno como en casa. Y no sólo por la distancia. Entre Nueva York y Madrid hay al fin casi tanta distancia como entre Madrid y Trieste, cambiando de avión.

P. Cuenta usted que, siendo niño, ya se le impuso la visión de una Europa posible e imposible al mismo tiempo. Como diría Borges, a usted se le dibuja Europa en el rostro.
R. Europa es extremadamente diferenciada; es obvio que entre los Países Bajos y Sicilia hay enormes diferencias, pero hay un contexto común, una cierta conciencia irónica. Hace años escribí un elogio del copiar, a partir de una anécdota protagonizada por un profesor de Milán que obligó a los chicos a escribir cientos de veces que no iban a copiar. Un amigo mío americano me hizo notar que si hubiera escrito ese elogio en Estados Unidos, me habrían acusado de ser poco serio, y me habría arruinado. Esta civilización europea te enseña al mismo tiempo a amar y a reírte de lo que amas, y a seguir amándolo. Éste es un hecho fundamental. En Europa a lo mejor hay mayor correspondencia entre lo aprendido en la literatura y la vida cotidiana. En Inglaterra, donde siempre hubo una tradición de humor, participé hace años en un congreso de crítica literaria, y ahí surgió el problema de la identidad y el yo. Cité a san Agustín y sus problemas con el yo accidental, que yo definí como psicológico. Y me llegó una larga carta de la persona que hacía las actas en la que me pedía que explicara mejor el uso de la palabra psicológico. Esto nunca hubiera pasado en España, porque habrían entendido que no me refería al yo del momento, que puede estar triste y alegre; lo tuve que explicar. Y eso no tiene que ver con la inteligencia de las personas, sino con un tipo de cultura. Es como cuando te piden que expliques un chiste: se convierte en un desastre.

P. Cita usted una frase de Novalis sobre la utopía... "¿Adónde os vais? Siempre a casa". ¿La utopía se puede cumplir en Europa?
R. El discurso de la utopía es muy complejo. Cuando escribía esas cosas existía la otra Europa, la que estaba excluida por el dominio soviético o por el desprecio occidental hacia el comunismo, que consideraba de segunda clase esa parte del mundo. Cuando fracasan las grandes utopías, aquellas que tienen una visión del mundo, siempre se produce una gran crisis. Creo que esta crisis será liberadora porque ninguna utopía es verdadera cuando pretende tener la receta para crear el paraíso en la tierra. Con el comunismo se ha visto que no era cierto que podía haber un mundo perfecto... Pero eso no significa que no debamos renunciar a esa utopía tan europea, liberal y democrática, de empujar para cambiarlo. El mundo tiene que ser de verdad mejorado, cambiado, sin pretender por ello que alguien tenga la llave mágica para producir esa evolución hacia la ansiedad que marca la utopía. Si hay una actitud opuesta a la mía es aquella que mantenían muchos revolucionarios extremistas que hace 40 años creían que la revolución iba a crear un mundo perfecto, y vieron que eso no ocurrió y se convirtieron en seres completamente reaccionarios. Uno de los días más hermosos de mi vida fue cuando Toni Negri, que había sido uno de esos revolucionarios, declaró su solidaridad con Berlusconi, por ser ambos perseguidos por la Magistratura. Fue el 5 de mayo de 2003. Lo sentí como un físico teórico que ve su principio confirmado.

P. ¿Y cómo ve ahora la posible utopía europea?
R. Soy muy pesimista a medio plazo y sigo creyendo que será muy difícil llegar a una verdadera cohesión. Será necesario renunciar al principio de unanimidad porque la democracia no es unanimidad, la democracia se decide por mayoría. Sólo el totalitarismo o el fascismo suponen que todos están de acuerdo. Habrá que potenciar las autonomías, en un sentido concreto, técnico. Desafortunadamente, Europa, tras haber sido amenazada por los totalitarismos, está ahora amenazada por los particularismos. Es una postura cerrada porque se ven sólo los intereses de una pertenencia étnica. Hay que salvaguardar el particularismo. Pero no a costa de enfrentarlo. Por ejemplo, ¿por qué defender el bable frente al castellano? Se lo ofende convirtiéndolo en una bandera ideológica. Yo siempre hablo en dialecto en Triste, y lo hago de manera espontánea, no ideológica, y no lo contrapongo al italiano. Hay un delirio de la fragmentación ahora. En Italia hubo una propuesta de sustituir el himno nacional por los himnos locales. Y pensé que entonces el presidente del Consejo de Trieste sería acogido con el himno de los borrachos, "Ancora un litro de cuel bon..." [Un litro más de vino bueno...]. Esto es un veneno, porque es una manera salvaje de rechazar al otro. ¡Y si el otro empieza en la periferia de Trieste, qué no ocurrirá entre Francia, Italia o España! ¡Imagínate si a esa lista sumamos Irán!

P. Esos particularismos son una evidencia desde hace rato en España...
R. Lo sé. En este momento en España están emergiendo ciertos particularismos que no están bien organizados. Obviamente, no apoyo el centralismo franquista, pero la reacción actual no permite seguir adelante. Si una región mira solamente hacia dentro de sí misma, no sólo daña a España, sino que daña a toda Europa. Cada uno tiene su identidad, que puede ser triestina o aragonesa, que hay que tomar en cuenta sin ese delirio de aislamiento que va en contra de la integración y del diálogo. Yo intervengo siempre para defender a los inmigrantes, pero una vez unos padres islámicos querían clases reservadas para los estudiantes islámicos. ¡Si yo hubiera pedido clases sólo para estudiantes católicos, hasta el bedel me hubiera echado a patadas!... No quiero que se me malinterprete: yo escribí sobre muchos microcosmos, visité pueblos en los que no viven más de 800 personas. Pero hay que ponerlos en valor sin hacerlo en detrimento de otros.

P. ¿Suponen esos particularismos un freno para el Estado europeo que usted alienta?
R. Claro que sí. Es un freno que impide, o por lo menos hace más difícil, la gran política, los grandes diseños. Las grandes realidades políticas del pasado siempre han tenido un momento creativo. Europa, naturalmente, nace en una época democrática y por suerte no a través de conquistas, sino de pactos, gracias al espíritu de la negociación. Estamos pasando por un momento de cansancio. Pero aunque estemos dando dos pasos hacia adelante y un paso y tres cuartos hacia atrás, creo mucho en los pequeños pasos.

P. Usted vive en un pueblo que tiene muchas fronteras. Hay que traspasar fronteras, dice usted, pero sin idolatrarlas. Ya no hay fronteras en Europa, ¿pero de veras hemos cruzado las fronteras?
R. No, yo creo que ahora hay otras fronteras. Cuando yo era niño había fronteras que no se podían cruzar y estaban a seis o siete kilómetros de este café. Hoy en día hay otro tipo de fronteras: sociales, culturales. En Trieste, por ejemplo, ya no hay una frontera con Eslovenia y con los eslovenos, sino con otros recién llegados, que no sabemos bien dónde viven. Por ejemplo, con los senegaleses existen fronteras invisibles que nos separan de ellos. No son fronteras de sangre, pero pocas veces se superan. Yo nunca he entrado de verdad en su país, en las casas, en los sótanos donde habitan. Ellos nunca llegan con sus hijos, pero los chinos sí vienen acompañados... Existen también fronteras morales que hay que mover constantemente porque cuando nos enfrentamos a otras culturas tenemos que dialogar, descubrir si alguna de nuestras fronteras ha de ser derribada. Pero existen otras fronteras que hay que defender con fuerza. Por ejemplo, si alguien pone en cuestión el derecho al voto de las mujeres, está claro que esa frontera no se puede traspasar... Me importan mucho estas discusiones sobre las fronteras. Ahora he estado en Perú, y no he podido cruzar la frontera de las favelas, porque no entré de verdad allí. Al contrario, cuando fui a Rumania pude entrar de veras porque me hospedaron los campesinos. En ese sentido me pregunto si lo que visité fue Lima, en Perú, o el Instituto Italiano de Cultura de Lima, la Universidad San Marcos o la plaza de Armas...

P. He apuntado muchas frases suyas relacionadas con el camino, con el viaje. Dice: "El camino es un maestro duro". Ha habido guerras civiles, mundiales... Menudo camino. Y hay desencanto...
R. Yo, al final, le he cogido simpatía al desencanto, que es la melancolía de la madurez. Descubrir que la vida no es perfecta no significa no quererla; descubrir que en cualquier historia de amor, incluso en la más perfecta, hay momentos difíciles tiene que ser vivido como algo que nos enriquece. Del mismo modo, en la historia de Don Quijote, que es un libro lleno de encanto, se trata de la capacidad de seguir creyendo que hay algo más allá de lo que se ve...

P. Cita usted mucho a san Agustín: "Yo soy quien soy". Lo dice también Don Quijote. ¿Y Europa sabe qué es? ¿Está yendo hacia sí misma o es una Europa nueva?
R. Ése es un gran problema. La tradición de Europa la convierte sólo en cultural, pero a veces la vemos sólo como una burocracia. Un político italiano que admiro, Segni, hablaba de una Europa del alma y no sólo de la Europa de la moneda. Si queremos dar a esta palabra alma un valor concreto, porque yo creo en el alma, diremos que el alma es una manera con la cual utilizamos la moneda con la que vivimos. El alma es la manera de entender la moneda si no se convierte en una abstracción espiritualista falsa. El peligro de Europa es que se crea que sólo se hace con los debates culturales; Europa se hace con las monedas y con las leyes. El espíritu de Europa lo creas cuando haces una ley; por ejemplo, una ley sobre los vinos que vienen de otros países. Si no lo concebimos así, aparecen dos Europas, una de la falsa prosa y otra de la falsa espiritualidad. En este sentido, la obra de Cervantes es una obra maestra porque Don Quijote solo no hace historia, ni siquiera la hace Sancho Panza. Son los dos los que hacen la historia.

P. Recoge usted de Rilke esta frase: "No se trata de pensar en victorias, sino que basta con sobrevivir".
R. La vieja sabiduría hasbúrgica. En La marcha de Radetzky, Joseph Roth le hace decir al emperador Francisco José que no amaba las guerras porque las guerras sí se pierden.

21 sept 2010

Cómo escribir acerca de África | Binyavanga Wainaina


En el título siempre use la palabra “África”, “Tinieblas” o “Safari”. El subtítulo puede incluir las palabras “Zanzíbar”, “Masai”, “Zulú”, “Zambezi”, “Congo”, “Nilo”, “Gigante”, “Cielo”, “Sombra”, “Tambor”, “Sol” o “Antaño”. También sirven las palabras “Guerrilla”, “Eterno”, “Primordial” y “Tribal”. Nótese que “Gente” se refiere a africanos que no son negros, mientras que “La Gente” se refiere a africanos negros.

No se le ocurra poner la foto de un africano bien pinteado en la portada de su libro, ni menos adentro, salvo que ese africano haya ganado el premio Nobel. Una AK-47, costillas salientes o tetas al aire: esas sí son imágenes. Si debe incluir a un africano, asegúrese que sea uno envuelto en un vestido Masai o Zulú o Dogón.

En su texto, trate a África como si fuera un único país. Un lugar caluroso y polvoriento con praderas por aquí y por allá, un montón de rebaños de animales y gente alta y flaca muriéndose de hambre. O tal vez un lugar caluroso y húmedo con gente bajita que come chimpancés. No se enrede con descripciones precisas. África es enorme: 54 países y 900 millones de personas que están demasiado ocupadas muriéndose de hambre o luchando contra otras tribus o emigrando hacia alguna parte como para leer su libro. El continente está repleto de desiertos, selvas, montañas, sabanas y muchas otras cosas, pero a su lector no le interesa, así que dele nomás con descripciones románticas, evocativas y generales.

Asegúrese de mostrar bien que los africanos tienen música y ritmo enquistados en el fondo del alma, y que comen cosas que el resto de los seres humanos no come. No mencione el arroz, ni el lomo de carne ni el trigo; el cerebro de mono es pan de cada día en la cocina africana junto al cabrito, la culebra, las lombrices, los gusanos y todo lo que sea masticable. Asegúrese de mostrar que usted es capaz de comer esas cosas sin chistar, y describa cómo aprende a disfrutarlas (porque a usted le importan esas cosas).

Temas tabú: escenas domésticas y cotidianas; amor entre africanos (a menos que haya una muerte); referencias a escritores o intelectuales africanos; mencionar que los niños van al colegio, especialmente los que no sufren de deformaciones, fiebre del ébola o mutilación genital femenina.

A lo largo de su libro adopte una voz bajita, cómplice con su lector, un tono triste de esperanzas frustradas. Demuestre lo más pronto posible que su apertura de mente es impecable y deje claro en el inicio lo mucho que ama a África, cómo se enamoró de ella y cómo no puede olvidarla. África es el único continente del cual uno puede enamorarse (sáquele provecho). Si usted es hombre, aventúrese en sus cálidos bosques vírgenes. Si usted es mujer, trate a África como a un hombre con chaqueta de explorador que se pierde en las tardes dentro de una puesta de sol. África existe para compadecerla, idolatrarla o dominarla. Cualquiera sea su punto de vista, asegúrese de opinar convencidamente que sin su intervención y la de su imprescindible libro, África está jodida.

Sus personajes africanos pueden incluir: guerreros desnudos, sirvientes leales, adivinos y viejos maestros sabios viviendo en ermitas maravillosas. O: políticos corruptos, guías de viaje ineptos y polígamos y prostitutas con las que usted ha dormido. El Sirviente Leal siempre se porta como un niño de 7 años y necesita mano firme; se asusta con las culebras, es bueno con los niños y siempre termina metiéndolo a usted en sus difíciles dramas personales. El Viejo Maestro Sabio siempre viene de una tribu noble (no de una tribu avara y bolsera como la de los Gikuyu, los Igbo o los Shona), es muy anciano y, por lo mismo, está muy cerca de la Tierra. El Africano Moderno es un gordo que roba y trabaja en la oficina que da las visas, negándose a darle permiso de trabajo a occidentales calificados que lo único que quieren hacer es ayudar a África, un enemigo del desarrollo que siempre usará su trabajo en el gobierno para dificultar que los esforzados y benevolentes expatriados de occidente instalen sus ONGs o sus Áreas de Protección Ambientales. O tal vez es un intelectual educado en Oxford que se ha transformado en un vil dictador, asesino de sus enemigos políticos (la oposición) pero vestido con un terno Saville Row. Un caníbal al que le gusta la champaña de lujo y cuya madre es una millonaria, mitad bruja, mitad doctora, que es en realidad quien gobierna el país.

Entre sus personajes no puede faltar la Africana Hambrienta, que vagabundea casi totalmente desnuda por los campos de refugiados esperando la ayuda de Occidente. Sus hijos tienen moscas sobre los párpados y sus estómagos están hinchados de tanto no comer. Debe lucir totalmente indefensa. No puede tener pasado ni historia porque esas cosas arruinan lo dramático del momento. Los gemidos son recomendables pero ella nunca debe decir nada acerca de ella misma en el diálogo excepto cuando narre su (inenarrable) sufrimiento. También asegúrese de incluir una cálida y maternal señora que se ríe a mandíbula batiente y que se preocupa de que usted esté bien. Si la llama Mamma será perfecto. Sus hijos podrían ser delincuentes. Estos personajes deberían molestar a su héroe, haciéndole quedar bien. Su héroe podría enseñarles cosas (a sumar, a escribir); bañarlos, alimentarlos; podría ayudar a muchos niños a nacer y haber visto la Muerte. El héroe es usted (si es un reportaje) o una hermosa y trágica aristócrata famosa que ahora le importan los animales (si es ficción).

Entre los occidentales malos puede incluir a hijos de algún ministro del gobierno inglés (ojalá un Tory), afrikáneres y funcionarios del Banco Mundial. Cuando hable de la explotación por parte de los extranjeros no deje de mencionar a los mercachifles indios y a los chinos. Échele la culpa a Occidente por la situación de África. No sea demasiado específico.

Grandes brochazos de todo esto estará bien. Evite tener a los personajes africanos riendo, luchando por educar a sus hijos o haciendo cosas mundanas. Ilumínelos con algún dato de Europa o América que tenga que ver con ellos. Sus personajes africanos deberían ser coloridos, exóticos y más longevos que la vida, pero por dentro vacíos, sin diálogo, sin conflictos, sin resoluciones para sus historias, sin profundidad y sin detalles particulares que confundan al lector.

Describa, con detalle, tetas desnudas (jóvenes, viejas, bien conservadas, recién afeitadas, grandes, pequeñas), genitales mutilados o genitales aumentados. Cualquier tipo de genitales. Y cadáveres. O mejor: cadáveres desnudos, especialmente cadáveres desnudos en descomposición. Recuerde: cualquier cosa que usted escriba en el que la gente parezca inútil y miserable será leída como la “verdadera África”, la que usted lleva en el polvo de su chaqueta. No nos confundamos: usted está tratando de ayudarlos consiguiendo la atención de Occidente. Por lo mismo, absténgase de escribir acerca de gente blanca muriendo o sufriendo.

Los animales, por otra parte, deben tratarse como personajes complejos y bien delineados. Hablan (o gruñen, mientras sacuden orgullosos su melena) y tienen nombres, ambiciones y anhelos. También tienen valores familiares. ¿Ha visto cómo los leones enseñan a sus hijos? Los elefantes son solidarios y son valientes feministas o dignos patriarcas. También los gorilas. Los elefantes podrían atacar las casas, destruir las cosechas y matar gente. Siempre póngase del lado de los elefantes. Gatos salvajes podrían hablar como escolares de liceo y las hienas pueden ser justas y tener un ligero acento de Medio Oriente. Cualquier africanito que viva en la selva o en el desierto puede ser retratado con sentido del humor a menos que entre en conflicto con un elefante, un chimpancé o un gorila. En ese caso debería representar la maldad pura.

Después de las celebridades y los trabajadores humanitarios, los conservacionistas son las personas más importante de África. No los ofenda. Los necesita para que lo inviten a sus canchas de golf de mil hectáreas (sus “áreas de conservación”) pues es la única manera de que usted llegue a entrevistarse con los activistas más importantes. Si la portada de su libro tiene una foto del conservacionista en terreno será de mucha ayuda para las ventas. Cualquier blanco bronceado vistiendo algo de color caqui que alguna vez tuvo un antílope como mascota o una granja, eso es un conservacionista; es decir, alguien que preserva el rico patrimonio africano. Cuando lo entreviste, no pregunte mucho acerca de cuántos fondos tiene para su obra; no pregunte cuál es su tajada. Tampoco pregunte cuánto le paga a sus empleados.

Sus lectores se desilusionarán si usted no menciona la luz de África. Ah, y las puestas de sol. Las puestas de sol en África son obligatorias. Siempre son grandes y rojas. Siempre hay un cielo inmenso. Los paisajes imponentes y esas cosas son importantísimos (África es La Tierra de los Paisajes Imponentes). Cuando escriba sobre la apremiante situación de la flora y la fauna, no se olvide de mencionar que África está sobrepoblada. Cuando su personaje principal esté en el desierto o en la selva viviendo entre un pueblo indígena estará muy bien si usted menciona que África ha sido despoblada por el Sida y la Guerra (use mayúsculas).

También necesitará algún nightclub llamado Tropicana donde los mercenarios, los abyectos nuevos ricos africanos, las prostitutas, los guerrilleros y los patiperros humanitarios de la ONU se la pasan bien.

Siempre termine su libro con Nelson Mandela diciendo algo sobre el arcoiris y el renacer de la esperanza. A usted le importan esas cosas.
Binyavanga Wainaina
(Kenia, 1971) Director del suplemento literario “Kwani?” (www.kwani.org), el cual fundó tras ganar el prestigioso premio Caine en 2002 con su cuento “Discovering Home”. Colabora habitualmente en diversos medios escritos de África, Inglaterra y Estados Unidos. En los últimos años se ha dedicado al estudio de la música y las raíces africanas, a la vida docente en universidades de Kenia y Estados Unidos y a terminar de escribir su primera novela, entre otras cosas.

                                                           Artículo publicado originalmente en el nº 92 de la revista Granta (2005). La traducción para Ciudad de las Ideas fue realizada por Pablo Riquelme Richeda:

12 ago 2010

Contra la idea de México | Mauricio Tenorio Trillo


Entre 1939 y 1940 la Exposición Universal de Nueva York se propuso aplacar las languideces de la Gran Depresión con desproporciones tecnológicas y futuristas, con arquitectura y arte de vanguardia, en fin, con estampas del “Mundo del Mañana” (el lema de la exposición). Frente a tales afanes, artistas y arquitectos brasileños aventuraron una imagen nacional que, por pecar de cosmopolita, decantó en muy brasileña. Oscar Niemeyer y Lúcio Costa, entonces jóvenes arquitectos, construyeron en Queens un arriesgado pabellón funcionalista, preámbulo de un proyecto estilístico, de una idea de nación, que terminó por apersonarse en la construcción de Brasilia. Así fue que en Nueva York 1939-1940 Brasil descreyó de los estereotipos.

J. María Machado de Assis (un universal) escribió a fines del siglo XIX: "No hay duda, una literatura [o para el caso, una arquitectura] debe principalmente alimentarse de los asuntos que le ofrece la región a que pertenece: pero no establezcamos doctrinas tan absolutas que la empobrezcan. Lo que se debe exigir del escritor, antes que todo, es un cierto sentimiento íntimo, que lo convierta en hombre de su tiempo y de su país, aunque trate asuntos remotos en el tiempo y en el espacio".

Esta vieja usanza brasileña, la de sospechar de la localofilia, la de innovar, constituyó el envite de la imagen nacional do pais do futuro, al menos en esa Exposición Universal.

Para el público que asistió a la exposición, sin embargo, Brasil no estuvo en su pabellón sino en Carmen Miranda: mangos en el sombrero, samba y pandeiro, trópico y garotas. Para la prensa brasileña, en cambio, Carmen Miranda en Nueva York fue simple propaganda folklórica para ojos estadunidenses. El triunfo en Estados Unidos de la cantante brasileña —por cierto, portuguesa— regresó al Brasil en forma de ironía: el “Boogie Woogie na favela”, una samba de época que hizo sátira de la diplomacia, los estereotipos y el consumo cultural:

Chegou o samba, minha gente

Lá da terra do Tio Sam
Que faz parte da política
Da boa vizinhança.*

México sacó una lección muy distinta de la exposición de Nueva York; a saber: experimentar con la vanguardia y el modernismo. México se dedicó a perfeccionar el estereotipo de la nación mexicana como paraíso mundial del desenfreno antimoderno y no-occidental, vicio, faltaba más, muy moderno y muy occidental. La presencia mexicana en Nueva York fue un éxito hecho de sobredosis de rebozo, jícaras, Diego Rivera y familia. Aquello fue un repetir a gritos, como se hizo siempre con la imagen nacional en el extranjero a todo lo largo del siglo XX, que, en el caso de México, los dados se cargan del lado de Carmen Miranda antes que apostar por algo más arriesgado, algo así como un internacionalismo a la mexicana. Esta apuesta duradera no ha sido hecha sólo para deleite de ojos extranjeros, sino también para consumo nacional. La presencia mexicana en el Nueva York de 1939-1940 fue vendida en México mismo como una orgullosa muestra folklórica. Un éxito total, que llevaba entonces más o menos dos décadas y del que todavía no salimos.

No creo que la verdadera cara de México o de cualquier país sea definible con objetividad científica o con fidelidad racial, histórica o patriótica. Pero es curiosa esta tenaz cara mexicana, este haber habitado por tanto tiempo un estereotipo para consumo internacional, el gesto que asumimos los mexicanos cuando ponemos cara de México. Son curiosas la constancia y la cara a contraluz de la transformación brutal que el país sufrió a lo largo del siglo XX. Es como si el Brasil de hoy siguiera siendo el país de Carmen Miranda, o la España democrática los sueños arabescos de Washington Irving, toros y flamenco. O como si la pujante India del siglo XXI fuera nothing but un verso de sabiduría esotérica escrito en inglés por Rabindranath Tagore.

En las últimas tres décadas las imágenes nacionales de Brasil, India o España han sufrido un cambio drástico en el mundo. Los tres países han logrado lo que en México pareciera impensable: mudar de cara, dejar atrás la que venían cargando por al menos dos siglos. Y eso, artística, intelectual, económica, científica y políticamente. No es que estos países sean mejores lectores (o vendedores) de sí mismos. Es que, por un lado, no fueron tan exitosos como la idea de México, digamos, a partir de 1930. Paradoja del éxito: la idea “México” en el mundo ha sido tan reconocida y tan bienvenida que cualquier ajuste adquiere la forma de gran sacrilegio y de pésima mercadotecnia. Por otro lado, los nuevos rostros internacionales de estas naciones se han montado, en el caso de España, en el factor Europa y, en los casos de Brasil e India, en su carácter de nuevas promesas de crecimiento industrial, mercados potenciales y redistribución social.

En tanto, el México democrático, el único que ha existido, el de la última década, parece preocupado por el peso de la violencia en su sólida imagen internacional —como si tal marca fuera nueva—. Lo que más debiera angustiar es que México no ha podido reinventarse hacia adentro. Aún no logra ni los niveles de crecimiento económico que den lugar a una nueva esperanza de futuro, ni un cierto optimismo basado en la mera ilusión colectiva de tener futuro a pesar de todos los pesares.

Pero eso sí, la consabida idea “México” tiene casa cual una catedral en el intercambio cosmopolita de imágenes, símbolos, ideas e intereses. No importa que ya México esté en Estados Unidos y Estados Unidos en México, la idea “México” connota todavía tierra exótica, mucho de prístina autenticidad, de excelso pasado indígena, dejos árabes y moriscos derivados de la marca española, mucha raza, harta mezcla, sobrada violencia redentora… y alebrijes, sombreros, pistolas, sarapes y tamales. Claro, de un tiempo a acá, menos Diego y más Frida, pero eso sí siempre Octavio Paz y Carlos Fuentes.

Cualquier rasgo nuevo pareciera ser una variación de los mismos temas: Como agua para chocolate a jaez de Frida, tamales y comales. En lugar de un cosmopolita Carlos Fuentes, traductor de localismo para los mercados de imágenes internacionales, nos cae una literatura joven que (¡cuánta generosidad!) nos traduce lo cosmopolita al macehual. Un Amores perros por lo que llevamos de pistolas, sombreros, Panchos Villas y José Alfredos. Y violencia, harta violencia, ahora narca, para amamantar la nostalgia por la ferocidad exótica y redentora que redimía a México en el mundo. Hablamos de cuernos de chivo y Chapos Guzmán como quien dice en inglés (todos vocablos de uso común en esta lengua) bandidos, pistolas, día de los muertos, guerrillas, caudillos, matones, matadores y desesperados.

Pistolas, bandidos, Pancho Villa y tu mamá también
 
La violencia es hoy el combustible que mueve a la idea México por todo el mundo. Hay poco más y no es en realidad nada nuevo. La conquista, los aztecas, los mayas, el caudillismo, las revoluciones… son todos temas que venían a cuento al nombrar a México a lo largo del siglo: amasijos de violencia. Los de abajo, el primer gran producto literario de exportación de la imagen nacional, era de eso, de violencia. El laberinto de la soledad, segundo éxito de exportación, fue consumido como tratado sobre chingadas, Malinches, desfloraciones… violencia, pues. En la década de 1990 la progresía mundial entró en trance con imágenes del subcomandante Marcos, guerrilleros indígenas, rifles, radios, relojes, comunicados… ¡a chuparse los dedos!, puritita violencia de la “güena”.

México y su imagen internacional, pues, no dicen nada nuevo con los recientes ídolos populares narcos, con Ciudad Juárez, con el Pozolero y los demás tópicos. Es más, novelistas mexicanos y extranjeros —Hollywood y Pérez Reverte mediante— le han hincado el diente al tema: igual y pega. Muy pronto, pronostico, el mundo entrará en éxtasis mexicanista, despachará a la Santa Frida a la leonera de los anacronismos y llenará los restaurantes “Frida” en Barcelona, París y Nueva York de estampas de la Santa Muerte. Nada más mexicano: muerte, esqueletos, calaveras, cruces, guadañas y sangre. Y siempre habrá un artista, un profesor o un intelectual mexicano que dé al cliente lo que pida.

Tampoco es que si hubiera buenas noticias en México el mundo las querría oír. Lo que el mundo consuma por mexicano tiene poco que ver con la riqueza o la flaqueza de la cultura mexicana. Tampoco es que haya una manera de ser “México” sin ser cosmopolita. No. Utilizando como ejemplo una fiesta zacatecana actual, Jean Meyer enseña: "En Zacatecas pervive, no como arcaísmo, no como belleza muerta puesto que crece, cambia, inventa, una cultura, una literatura no forzosamente escrita, que surgió hace más de mil años alrededor de la figura mítica del emperador Carlo Magno, el de la barba florida, y con el encuentro bélico del Islam y de la Cristiandad, entre el siglo VIII y el XVI".

Y sí: lo que sean México o lo mexicano, han sido siempre más que mexicano, han sido algo profundamente local por ser eco de lo universal. Creer que México, la nación, el pueblo, sus habitantes de la cristiandad, sus ciudadanos… son siquiera concebibles sin sus ecos cosmopolitas es como creer que la música es posible sin sonidos.

Para recargar de autoridad cosmopolita y de autoestima a la idea “México” no hay que inventar nada nuevo; hay que entrarle al cauce de ironía que hace mucho circula en México. Porque hace tiempo que empezó al menos el intento de desmantelar la cara internacional de México, aunque tal afán parezca un despropósito de mercadotecnia (¿para qué cambiar de cara si se vende bien?). Hace mucho que algunas pocas voces han sostenido el reírse del consabido rostro de México —Jorge Cuesta, Edmundo O’Gorman, Roger Bartra o Christopher Domínguez por citar unos cuantos.

Siempre he creído que reírse era el principio del fin. Dijo una poetiza cubana (Carilda Oliver Labra):

Pasaron tantas cosas
mientras yo me bebía
la soledad a cucharadas…

Claro: han pasado tantas cosas desde que México se consolidó internacionalmente como eso que salía de la peor lectura de El laberinto de la soledad… Renovemos la tradición de reírse de ese México para el consumo mundial, el cual ha acabado en trasunto “verdadero” de lo local y lo íntimo; desvelemos una vez más lo absurdo de la dicotomía entre lo local no cosmopolita y lo cosmopolita no local. Pero hay que echarle enjundia a la sonrisa porque, aunque no hay idea “México” fuera del cosmopolitismo (ni falta que hace), los cosmopolitas del mundo ya tienen bastante con el México que evoca la cantaleta de siempre. Entonces, ¿más angustia identitaria para consumo nacional e internacional? Hombre, ya está ajada nuestra saudade de identidad. Mejor reírnos, cual los brasileños de Carmen Miranda. Y de ahí a una manera de ser el mundo sin vergüenza, sin permiso; una manera de la cual pueda acotarse, así como quien se despide: “Ah, por cierto, es mexicana”. Otra vez la poeta cubana:

¡Ríanse,

arañas que me tejen la mortaja;
ríanse,
que a mí, también, carajo, me da gracia!

“A los sordos, pedos gordos...”

De aquí “pa’l rial” ¿qué? ¿Más de lo mismo? Cierto, el país anda mal, pero no es que esta pesadumbre sea nueva y, por mal o bien que ande el país, la idea “México” siempre es la misma. La cara caerá por propio peso y lo nuevo que venga ha de ser expresado en alta voz pues el mundo es medio sordo a lo que no venga expresado en el lenguaje familiar. Si escucha: “¿Qué onda, qué pedo?”, entiende “angustia mestiza, híbrido entre escatología prehispánica y alergia a la tecnología occidental”. Si oye: “Reza”, entiende “raza”, y si capta “chida”, traduce “Frida”. En fin, aquí lo que creo puede ayudar al descaro:

La virtud creadora no garantiza visibilidad internacional pero es indispensable


O está aquí, nada más que ensordecida, o surgirá, espero, la generación de creadores, estudiosos, intelectuales y científicos que hagan lo que ni mi generación ni las anteriores pudieron hacer: mudarnos el rostro ante el mundo. Acaso ya andan por ahí, con marca made in Mexico, los grandes músicos, los modestos pero sólidos profesores en México y en el extranjero, uno que otro poeta que no peina Barcelona en busca de agente literario o un historiador mexicano que estudia la India. Sin esta sólida base, no habrá otra cara mexicana ante el mundo. Por lo pronto somos una caballada flaca, buena para carreras locales y para vender lo que los mercados culturales internacionales demandan de México y poco más.


No me canso de decirlo, debe reinventarse del todo la política educativa y la de promoción de investigación y creación en México. No basta llenar las embajadas de “creadores nacionales” que rezan a su santo y, a menudo, con copal, nopales y angustia latinoamericanista, que es lo que pide el agente literario. En dado caso, mejor sería revalorar y dejar trabajar a esos pocos verdaderos promotores profesionales de cultura creados por la cancillería mexicana a través de las décadas (recuerdo una, Luz del Amo). Pero no basta que uno u otro presidente obligue a las embajadas y consulados a contrarrestar con flores las ideas “feas” de México. Lo mejor es apostar a la educación y que el mundo vea lo que quiera ver en México. Ya son muchos años del “amarradito” mecenazgo del Estado mexicano a la cultura, con y sin el PRI. No es por hambre o por falta de subsidios que de la tierra no nos brotan mejores “creadores nacionales”. Habría que reinventar la estructura de promoción del arte, la cultura y la ciencia: concebir una interacción mutuamente responsable, sana e innovadora entre la investigación y el mundo cultural estadunidenses, para que fuera anacrónico aquello de las “fugas de cerebros” y para que resultáramos aún más irrelevantes los Mexican tokens que hablamos México en el extranjero. Sobre todo, habría que ceder la acera a mexicanos que no hablan sólo de México. Virtud, pues, divino tesoro, y ya vendrá. Mas no basta.

La idea “México” fue y ha sido lo que es sobre todo porque la demanda no ha cambiado
 
Ojalá sucediera algo, no sé, un nuevo 1910, pero no en el sentido de la Revolución sino en el de Virginia Woolf (“justo alrededor de 1910 hasta la naturaleza humana cambió”). Que surgieran nuevas vanguardias más allá del “todo va” posmoderno que sólo ha buscado más de lo mismo, en especial al pronunciar el tema “México”. Vanguardias que nacieran desencantadas de la violencia y la autenticidad étnica o histórica, desflorecidas del impune antimodernismo que añora monolingüismo nahuatl, milpas y arados para capturarlos en el iPhone y en el iPad. O que se diera una desconocida droga que dejara “high” por meses y que sólo creciera en Hawai. Así nos iríamos “a vivir a un mundo nuevo… si nos dejan, si nos dejan”.

Que floreciera —lo más difícil pero más necesario— un Estados Unidos menos obsesionado por la raza, disminuyendo así el peso del terminajo en todo lo que tiene que ver con México. En efecto, la raza ha sido el tema esencial de la cultura, la política y las ciencias sociales estadunidenses. Nada que objetar: se entiende, se comparte. Pero luchar por un mundo cultural menos monopolizado por reflexiones en pro o en contra de una u otra raza no es afirmar que en México o en Brasil no hay problemas de raza. Es, simplemente, sugerir que poco útil o más justo vendrá de darle la vuelta a la noria de la raza, las etnias y las identidades. Yo he apostado a usar el tema raza como una categoría más en la historia, cual una suerte de estrategia que entra y sale de escena dependiendo del lugar y de las circunstancias, término tan importante o secundario, a según, como Dios, el Estado, la ciudadanía, el hambre, el amor, el deseo o la muerte. Pero este principio de siglo, tan de la raza como el pasado, no deja respirar aire sin raza, no da para imaginar escenarios en los cuales el centro no sea la raza ni la identidad.

No hace mucho, en un seminario en la Universidad de Chicago, expresé este desconsuelo ante un profesor de Princeton, cuya masiva investigación, patrocinada por prestigiosas fundaciones, consiste en preguntar a informantes de varios países de Hispanoamérica si se identifican como blancos, mestizos, negros o indígenas. Mi desazón no era provocada por el intento de medir cómo la gente se identifica racialmente —aunque ya está bueno—, sino por el mecanismo de control utilizado por el prestigioso sociólogo de Princeton: sus encuestadores llevaban en la mano una escala de colores —del blanco 1 al, un decir, prieto 7 o prieto 8, o “de al tiro” negro 10. Armados de tal escala cromática, los encuestadores, antes de preguntar nada, debían observar la cara del informante en turno —instrucción metodológicamente exigente: c a r a, ni manos ni cuerpo ni nada, cara— y anotar el número cromático al que el informante pertenecía. Y de las respuestas recogidas, y de este “caras vemos corazones no sabemos”, el sociólogo conjeturó ante nosotros regresiones aquí y allá, me supongo que para medir la falsa conciencia racial de los (categoría también racial) Latin Americans. A mí me pareció aquello la frenología del siglo XXI, pero no obstante mi objeción la discusión siguió (el público sugirió que sería bueno también registrar el número de color de los propios entrevistadores). En fin, está visto que en un mundo así no hay cabida más que para el México de siempre.

Otro mundo, pues, ha de surgir, o algo similar. Para que surja, desde México sólo podemos hacer una cosa: dejar de consumir y de nutrir lo que este mundo pide de México. Nada fácil, porque no dar lo que este mundo pide de México no deja nada. El sociólogo de Princeton respondió a mi desacuerdo, primero, con aquello de que por ser mexicano comparto la ideología mestiza del Estado mexicano y niego, ergo, la existencia de racismo en México. El sesudo profesor remató con un llano y llanero: You’re so full of shit. Es por demás, este mundo apuesta a la tolerancia de las razas. El que venga ha de apostar a tolerar que la raza no sea el centro de la discusión.

Apuesto a la mundialización del efecto Juan Gabriel
 
Aquí y ahora lo confieso: soy admirador del Divo de Juárez. Será que en el ADN cargamos el gen del cursilismo o será el sereno, pero qué va uno hacer sino moquear con todos al unísono: “Amor eterno e inolvidable…”.

Mas no son sus canciones la postrera lección “Juan Gabriel” para renovar la idea “México”. Es lo que el Divo representó durante décadas en la cultura popular mexicana: cursilería pero también talento y afortunados hallazgos; comercialismo barato, sí, también tenerlos bien plantados para ser no sólo un gay que sobrevive en una sociedad macha, sino el ídolo del país de reprimidos que rendía culto a José Alfredo, y no es poca cosa, ¡cómo va a serlo!

Piénsese: un personaje conspicuamente afeminado que se planta con todo su garbo, que se entrega en toda su persona, para hacer llorar por su mamá a rotos y catrines en una sociedad de machos, de enclosetados, de mujeres sumisas y matonas, de narcos y clasemedieros agringados. No es que lo que tenga que venir sea un Juan Gabriel de consumo internacional, sino una idea de México con los cojones de Juan Gabriel para presentarse tal cual es y ser no sólo tolerada sino admirada. Esta enjundia, creo, es muy de los países de supervivientes, como México, que requiere de una imagen universal, sí, mexicana pero tanto da, les guste o no.

Esto es desvergüenza naca, claro, pero la catrinura nacional hace tiempo que anda desatada, llora que llora porque México no es ni Dinamarca ni Miami. Por décadas no fue bien visto alardear de catrín —aunque se fuera—, pero hoy la catrinura se vale y recio ’ora en los suplementos de gente “chic” de los más importantes periódicos, ’ora en los editoriales de nuestros “opinadores” que, como quien “le juye” a la barbarie, deducen paraísos liberales y democráticos de Wikipedia, Slate o The Economist.

No obstante, la naquiza manda y mandará en este país, mas no es de exportación. Una nueva imagen de México en el mundo será naca o no será. Y no será lo que el mundo compra hoy por popular, “auténtico”, indígena y no feo. Será una versión mexicana de lo universal y moderno por excelencia: lo molesto, lo chocante, lo irreverente… lo incapturable y pleno.

Hay pocas, pero hay, maneras infalibles de reinventarse como nación en el mundo


Existe una manera infalible para reinventarnos la autoestima para adentro y para fuera: dedicarnos, no sé, una década a ser la capital universal de los experimentos educativos, fiscales, de inversión económica y de políticas en la lucha contra la desigualdad social. Porque en esencia, mal que bien, México no tiene que probarle nada al mundo moderno. Que el mundo no lo vea es otra cosa, pero es un hecho que México ha pasado las pruebas: industrialización y modernización masiva en menos de dos generaciones, crecimiento económico, desarrollo cultural tan amplio como para ser una marca cosmopolita perfectamente aceptada y reconocida (aunque algunos nos sintamos incómodos en ella).


Lo que no ha probado México es ser capaz de redistribuir la enorme riqueza que ha creado. España lo logró a lo largo del siglo XX, mientras Argentina, que iba por buen camino, perdió el rumbo. Brasil al menos experimenta más que México aunque los éxitos son todavía menores, mas el mero intento está cambiando al país hacia adentro y hacia fuera. Aun errando por completo, o aun con éxitos menores, el simple intento de dedicarnos un buen tiempo a luchar contra nuestro real y único enemigo, la desigualad social, lo cambiaría todo, desde nuestra cara ante el mundo, hasta la posibilidad y el rostro del futuro.

No habrá una versión “México” realmente nueva del mundo dentro de los confines convencionales de un México de adentro y otro de afuera

Hace tiempo que la idea de México no anda necesitada de inventarse hacia afuera, sólo hacia adentro, y ese adentro no es lo que hoy es “nacional”. Ya no es cosa sólo de considerar la circulación mundial de ideas y experimentos, sino de almas. Por seguro, hoy pueden encontrarse las mejores expresiones del México estereotípico en lo que parecen ser reservas ecológicas del “México creo en ti”. Por ejemplo, en el barrio Pilsen de Chicago o en East Los Ángeles, en el pecho tatuado de un “bato” de La Villita o en un performance de Guillermo Gomezpeña. Pero no creo que tal apego al estereotipo México sea el resultado de lo que una retahíla de intelectuales mexicanos, de Manuel Gamio o José Vasconcelos a Salvador Novo u Octavio Paz, nos enseñaron a repetir: que los mexicanos en Estados Unidos, de un lado, pierden “identidad” (yo nunca he sabido cómo se gana o cómo se pierde); del otro, que no son aceptados por los “anglosajones”.


Lo que hoy reconocemos como el México de adentro vive económicamente del hoy considerado México de afuera, y entre esos dos México hay un vacío de incomunicación cultural que sólo se rompe por un común atesorar los lugares comunes del México Aztlán, paraíso mestizo, siglos de esplendor y “¡viva México cabrones!”. Creo que el México de afuera se apega al estereotipo porque es la cara que todo mexicano pone cuando se le exige tener rostro, y la cultura política de Estados Unidos ha exigido de los mexicanos no catrines, por más de cien años, una cara étnica para ser aceptados. Autollamarse hijos de Aztlán o latinos o Hispanics o chicanos no es resistirse a la asimilación sino ejercerla. Enhorabuena.


Lo inevitable es que cualquiera que sea la cara futura de México no puede ser más que el fin del adentro y del afuera, fin que vendrá cuando raza no sea la moneda de cambio en la cultura y la política de Estados Unidos y cuando México ofrezca un repertorio más amplio de maneras de poner cara de México. Éste no es un reto fácil de sortear, pero no intentarlo es huirle al futuro. La seña de que ya andamos cargando nueva cara será cuando entre Estados Unidos y México el vocablo “migración” pierda el nombre, cuando estar en Chicago no sea visto como estar fuera de México, cuando hablar español en Estados Unidos, o inglés en México, no sea una marca de clase o de civilización, cuando el orgullo nacional no sea defensa sino ataque. Es decir, otro gallo nos cantará cuando esconderse tras el consabido rostro del México que consume el mundo no sea la manera de lidiar con el miedo a no tener cara; cuando dar la cara al mundo no sea mimarlo con los piropos que quiere oír sino hacerlo dudar de sí mismo.


En suma, México dará otra cara al mundo cuando, en el medio de los pesares, ya no hallemos refugio en “nuestro” gran pasado indígena, “nuestras” grandes tradiciones, “nuestro” insuperable victimismo. Pero, me temo, el nuevo rostro que México asuma ante el mundo no será más bonito que el que ahora presentamos. Sería difícil lograr otra vez un éxito tan grande y duradero. Pero será un rostro distinto, uno que, seguro, ayudará al mundo a inventarse otra nostalgia —ya no por violencias redentoras, ya no por prístinas razas—, que buena falta le está haciendo. 
Mauricio Tenorio Trillo
Historiador. 
Departamento de Historia de la Universidad de Chicago; División de Historia del CIDE.