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4 jun 2012

Aylwin, el making-of | Alfredo Jocelyn-Holt


Las declaraciones de Aylwin al diario El País no dicen nada nuevo, nada que no haya dicho antes y en reiteradas ocasiones. Incluso, la brutal frialdad a la que a veces recurre, se despoje o no de su siempre misma sonrisa, debiera resultarnos familiar.

Aylwin ha dicho: el golpe militar fue lamentable, pero un alivio, un mal menor. Los militares nos habrían “salvado” de una guerra civil o de una tiranía comunista. Cierto tiempo de dictadura habría sido necesario. De hecho, no objetó la disolución del Congreso o que se suspendieran los partidos; incluso estuvo dispuesto que democratacristianos, a título personal, cooperaran con la Junta. El registro documental a la fecha es claro: en variadas oportunidades y de distintas maneras, Aylwin justificó y apoyó a los militares, no obstante que tiempo después se volvió opositor. Es esto último lo que a Pinochet le extrañaba: “Yo estimo que ese caballero es muy inestable, porque un día dice una cosa y luego otra”.

5 ene 2012

Dictadura: sentido y contexto de un concepto político | Nicolás Ocaranza

En La Condición Humana, Hanna Arendt plantea que solo a través del lenguaje podemos estar en el mundo: ‹‹Desde que la función del lenguaje está en juego, el problema se torna político por definición, puesto que es el lenguaje lo que hace del hombre un animal político››. Si la realidad del mundo político se vuelve tangible a través de las palabras, el lenguaje es el fundamento a través del cual se funda y construye lo político.

Para J.G.A. Pocock, por su parte, la enunciación de los conceptos en la historia también deviene en acto político desde el momento mismo en que en una palabra o concepto se convierte en una imagen cuya potencia y sensibilidad remiten inmediatamente a un sentido contemporáneo que la vuelve siempre actual. Es por eso que difícilmente cuando hablamos de política los conceptos puedan reflejar el falso atributo de la neutralidad, aunque un buen manejo de la retórica pueda hacerlos parecer como tal. Sea de manera consciente o inconsciente, el lenguaje nunca está desprendido de su propia capacidad para construir sentidos sobre la realidad de la que habla. Esto es lo que Pierre Manent define como la fuerza política de la palabra.

26 feb 2011

Dictadores | Alfredo Jocelyn-Holt

Aunque paradójico, no hay nada más vulnerable que el poder, y eso porque, al final de cuentas, no significa nada. Puede que abuse, sea cruel, y despierte lo peor en quien cree que lo posee (esto de "poseer poder" es una tautología, un sin sentido), pero he ahí también su debilidad. No pasa de ser una creencia y además falsa, potente mientras dura (de nuevo un pleonasmo), pero que se hace nada en el aire cuando deja de fascinar, no se le teme, o cesa su necesidad.

Lo hemos visto estas semanas a raíz de lo que sucede en el Norte de Africa. Curiosamente, nada muy espectacular o dramático en términos convencionales: ningún asalto a mano armada a los palacios por turbas enfurecidas (el modelo "revolucionario" jacobino y bolchevique), ningún golpe de Estado por juntas militares (el modelo "gorila" latinoamericano), tampoco una gran conmoción con trasfondo religioso o seudo-religioso (las variables "mesiánicas" iraní y china). Parecido, quizás, al derrumbe de los ex países de la órbita soviética, aunque sea muy prematura la comparación.

2 feb 2011

Todo por el pueblo, pero sin el pueblo | Nicolás Ocaranza


It is for us the living, rather, to be dedicated here to the unfinished work which they who fought here have thus far so nobly advanced. It is rather for us to be here dedicated to the great task remaining before us -- that from these honored dead we take increased devotion to that cause for which they gave the last full measure of devotion -- that we here highly resolve that these dead shall not have died in vain -- that this nation, under God, shall have a new birth of freedom -- and that government of the people, by the people, for the people, shall not perish from the earth.
Abraham Lincoln. The Gettysburg Address
  
Mucha tinta ha corrido para analizar, criticar y repensar el modelo político chileno postdictatorial, pero los argumentos siempre son complacientes a la hora de hacer un balance de una democracia cuyo principal objetivo es mantener la estabilidad social y el equilibrio entre los únicos dos conglomerados que pueden disputar electoralmente un lugar en el espacio político: la Concertación y la Alianza. La lógica del binominalismo, aceptada sin condiciones por ambas coaliciones en la etapa de negociaciones que asegurarían el tránsito pacífico y civilizado de la dictadura a la democracia reforzó aún más la lógica de una democracia bipolar, excluyendo a un sector de la izquierda que en ese momento había validado todas las formas de lucha contra el régimen cívico-militar.

Actualmente, cuando la Concertación combate contra su propia decadencia mientras intenta aparecer como una oposición abierta a la ciudadanía, las contradicciones del modelo político chileno se hacen evidentes. El senador democratacristiano Ignacio Walker, llama a refundar la Concertación apelando a su capacidad de “interpretar y representar a una nueva mayoría social y política, con clara vocación de mayoría y de gobierno.” Como bien lo grafican sus palabras, el conglomerado concertacionista se nutre permanentemente de un discurso autocomplaciente que apela a su supuesta capacidad de representar a la ciudadanía. Lo curioso es que el senador Walker saca a relucir esa vocación ciudadana en un momento de evidente disolución; a pocos días de que el Partido Radical anunciara su intención de abrir un diálogo con aquellos partidos y movimientos que no desean orbitar en torno a los dictámenes de una fuerza de centro como la Democracia Cristiana. La voluntad de los radicales por construir un Frente Amplio de Oposición ha despertado del letargo al sector más reaccionario de la DC, especialmente después que José Antonio Gómez –presidente del PR- diera por superada a la Concertación.

Este momento histórico es particularmente interesante, puesto que con la Concertación fuera del poder, el sistema binominal comienza a evidenciar sus  fisuras y su absoluta anormalidad. Así, las palabras del senador Walker en defensa del actual sistema político se vuelven sintomáticas cuando sostiene que: “La Concertación es un pacto de centroizquierda que se expresa en la convergencia entre la democracia cristiana y el socialismo democrático. Es la superación de la política de los tres tercios que tanto daño hiciera a Chile en medio de las convulsiones de la Guerra Fría, la polarización y el desencuentro que condujeron al quiebre democrático y la dictadura.” El juicio obcecado de Walker al modelo de los tres tercios no responde tanto a su oficio de politólogo como al miedo que despierta la posibilidad de un reordenamiento de los partidos en momentos en que la coalición opositora inicia un irreversible proceso de disolución. Pero la lectura de Walker también nos recuerda la manipulación histórica del Chile post-dictatorial que el discurso concertacionista ha construido durante dos décadas. El argumento utilizado es el siguiente: la Concertación canalizó el rechazo de los chilenos a la dictadura y aseguró un tránsito pacífico a la democracia; luego, legó cuatro gobiernos supuestamente exitosos y encausó un proceso económico modernizador acorde con las necesidades sociales del país.

Como bien escribió Orwell en su novela 1984, “En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario.” Es por ello que esta coyuntura crítica obliga a los historiadores y también a los políticos a repensar los derroteros de un proceso de democratización que se sustentó en la exclusión de la disidencia, en la negociación a espaldas de los ciudadanos y en la legitimación de un modelo económico neoliberal. Basta recordar que antes del plebiscito de 1988 un sector de la entonces Alianza Democrática decidió excluir a un sector de la izquierda que dificultaba el diálogo e imposibilitaba llevar a buen término las negociaciones con el gobierno de Pinochet. Como se sabe, las condiciones para el retorno a la democracia fueron establecidas por la misma dictadura y aceptadas por la cúpula dirigente de la actual Concertación. A la exclusión de la izquierda se sumó la desconfianza hacia quienes veían con recelo las negociaciones con la dictadura y el dudoso triunfo de Patricio Aylwin en la contienda pre-electoral fue tapado con el fervor ingenuo del retorno a la democracia. 

Con esos antecedentes, no es raro que los concertacionistas más recalcitrantes conciban la democracia como un efecto de la homogeneidad. Pero lo  más preocupante de esa visión es que el ideal democrático se sustenta en la exclusión de todo aquello que se opone o cuestiona a esa pretendida homeneidad política. Suponer, como los concertacionistas habitualmente lo hacen, que solamente se puede construir una democracia excluyendo a la heterogeneidad que conforma el mundo social es una ficción política que ni el monopolio de la moral de los derechos humanos ni del progresismo pueden sostener.  

No se crea una democracia social excluyendo la complejidad de lo político. Al exluir la complejidad que toda democracia posee, se establece que la idea de igualdad política se funda, única y exclusivamente, sobre un principio de identidad y homegeneidad. Esa visión patológica de la democracia, en la cual se confunde la igualdad política con la identidad y ésta con la homegeneidad, no sólo encubre una realidad social y política mucho más compleja que el mundo bipolar en que se mueve el sistema político chileno, sino que deja la puerta abierta a que la ciudadanía cuestione la uniformidad discursiva y reclame de una vez por todas su soberanía.

No es raro que uno de los principales dirigentes concertacionistas ahora apunte a la ciudadanía como único salvavidas de una coalición que se disuelve lentamente frente a nuestros ojos. Lo extraño de todo es que si la historia nos demuestra que fue la ciudadanía la que recuperó la democracia en las urnas confiando su futuro a la Concertación, ésta haya gobernado durante cuatro gobiernos consecutivos por el pueblo, pero sin el pueblo. Las palabras del senador Walker son el fiel reflejo de una lectura politológica comprometida con su propia causa partidista y su interpretación histórica no es más que una reacción instintiva del patológico ofuscamiento que aqueja a su coalición. 

En ese sentido, la Concertación sólo puede vivir de su propio relato histórico pues no posee un proyecto político y social más allá de su aspiración al poder. Es por eso que el senador Walker realiza una interpretación histórica para impedir la transformación del conglomerado. Y es por eso que algunos dirigentes e historiadores concertacionistas han realizado un esfuerzo sistemático por cooptar la historia reciente para luego convertirla en una verdad oficial o en una herramienta útil a sus propios intereses (véase Cien años de luces y sombras, Santiago, Taurus, 2010; libro que compila artículos de Ricardo Lagos Escobar, Manuel Antonio Garretón, Sol Serrano, entre otros). Otra prueba de ello es la biografía oficial del ex presidente Ricardo Lagos que en estos momentos escribe un equipo de noveles historiadores. Estos complejos cruces entre historia y política nos remiten a la lúcida crítica que Orwell hiciera a los gobiernos totalitarios al afirmar que “Quien controla el pasado controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado”. Afortunadamente, la democracia, como la pretendemos otros, es mucho más que un discurso histórico sobre la gobernabilidad; es, como bien lo recuerda Pierre Rosanvallon en su cátedra del Collège de France, la experiencia histórica de un ideal político en permanente cambio cuyo verdadero motor siempre será la soberanía del pueblo.

20 dic 2010

Una reforma inescrupulosa | Nicolás Ocaranza

La historia de los Decretos Ley y de los Decretos con Fuerza de Ley tiene una  larga data en Chile. Gobernantes de todas las tendencias los han utilizado para imponer a su arbitrio aquellas propuestas que por impopulares o derechamente irracionales, difícilmente pasarían la aprobación del poder legislativo. El dictador Augusto Pinochet  utilizó los primeros indiscriminadamente mientras mantenía disuelto el Parlamento. No es para nadie un secreto que las cerca de 150 leyes secretas promulgadas durante la dictadura permitieran al otrora dictador hacer y deshacer un sinnúmero de "iniciativas" que finalmente lo favorecieron a él, a su familia y a sus asesores más directos. Gracias a traspasos de dineros públicos realizados desde el Banco Central o la Tesorería General de la República a cuentas reservadas de las Fuerzas Armadas, los colaboradores -militares y civiles- del régimen militar fueron recompensados en mayor o menor grado por sus servicios a la causa "patriótica" de reestablecer la "normalidad" política en Chile.

Se puede entender que el uso de estos recursos legales sea una práctica habitual de aquellos gobiernos dictatoriales que han suspendido los poderes públicos y adulterado la legalidad constitucional, pero  en un contexto democrático el uso de esas mismas facultades por parte del poder Ejecutivo es una afrenta a los prinicipios básicos de una democracia representativa y un atentado a la separación de los poderes del Estado. Es por eso que la nueva "propuesta" del Ministerio de Educación de reducir las horas de enseñanza de historia y ciencias sociales en la educación básica y media es una medida aún más totalitaria. 

El debate se ha hecho público y ha despertado un inédito interés de la siempre apática ciudadanía y de un grupo de historiadores que se han agrupado en torno al Movimiento por la Historia (http://historiayreforma.wordpress.com).  En casos como éste, cuando el interés general está siendo socavado por el uso inescrupuloso de un interés particular y por el capricho de los tecnócratas de la educación -que manejan el currículo escolar desde las oficinas del Ministerio de Educación-, se hace cada vez más necesario interpelar públicamente a quienes están detrás de esta supina e irracional reforma curricular.  

Hay preguntas que merecen una respuesta pública a la ciudadanía y que no han sido enfrentadas por las autoridades del Ministerio, a saber,  ¿cuáles son los méritos profesionales y las cualidades técnicas de quienes están planeando esta reforma?, ¿qué contenidos serán suprimidos del programa curricular de historia y ciencias sociales? y ¿bajo qué criterios se restarán?

Al mismo tiempo, resulta paradojal que el ministro de Educación -principal artífice de esta reforma- sea un ex colaborador del régimen militar y que su principal asesor sea un historiador "profesional" egresado de la Universidad Católica, institución que costeó "excepcionalmente" su doctorado en Oxford cuando el aludido personaje ya no podía optar a las becas de postgrado otorgadas por el Ministerio de Planificación Nacional (Mideplan). También resulta curioso y contraproducente que este mismo historiador posea un rol tan clave asesorando una reforma de máximo interés nacional a poco tiempo de haber sido "trasladado" del Instituto de Historia de la Universidad Católica por el manejo "poco claro" de fondos públicos provenientes del Congreso Nacional: la misma institución que hoy está siendo pasada por alto en una reforma tan inescrupulosa como quienes la están llevando a cabo.

7 oct 2010

Entrevista al historiador Alfredo Jocelyn-Holt | Nicolás Ocaranza y Pablo Riquelme

Alfredo Jocelyn-Holt es profesor del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos y de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Algunas de sus publicaciones son: El peso de la noche. Nuestra frágil fortaleza histórica (Planeta/Ariel, 1997); El Chile perplejo. Del avanzar sin transar al transar sin parar (Planeta, 1998); La Independencia de Chile (Planeta/Ariel, 2001); Historia General de Chile I, II y III (Sudamericana, 2000-2004); además, es coautor de Historia del siglo XX chileno (Sudamericana, 2001).


Esta entrevista fue realizada a finales de agosto de 2001 por Pablo Riquelme y Nicolás Ocaranza, entonces estudiantes de primer año de la licenciatura en Historia en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Fue publicada, dos años después, en el número 1 de la desaparecida revista Contradiscursos.

¿Cómo ves la literatura como una fuente de la historia?

Veo a la literatura como una fuente más de la historia, entre muchas otras, sin perjuicio de que los literatos parecen tener una capacidad de discernimiento más incisiva. Logran, a través de metáforas, de personajes y de recreación de ambientes, una comprensión y una sensibilidad mayores de orden histórico, lo cual puede servir muchísimo para un historiador. En ese sentido, la literatura puede llegar a ser una fuente incluso de más relieve, de más peso, de más inteligencia y de más sensibilidad que los documentos oficiales.

¿Por qué? ¿Porque capta mejor el espíritu de la época?

Porque supone un acto creativo. En ciertas culturas como la occidental, el literato cumple una función singular: la de ser una voz privilegiada de su época. En ese sentido, es una voz que tiene más espesor, más valor agregado que, digamos, un documento oficial. Un documento oficial está hecho por un burócrata, a menudo acartonado: es pura formalidad ritual. Los documentos oficiales rara vez exhiben un espíritu libre. Por el contrario, me parece que esa es precisamente la función de la literatura: salirse de los cánones.

Propone un juego más libre con el documento y a la vez como un referente...

Es un prejuicio mío, pero supongo que los literatos y los poetas son gente mucho más inteligente que los burócratas.

Pero también hay burócratas inteligentes. Borges, por ejemplo.

Pero dejan de ser burócratas, pasan a ser otra cosa. Pasan a ser políticos, supongo. O, como en el caso de Borges, algo más que un mero bibliotecario.

Tú citas mucho en inglés y en otros idiomas, lo que no es común en los escritores hispanoparlantes. El poeta Vicente Huidobro decía...

“Se debe escribir en una lengua que no sea materna”

Exacto. ¿Cómo ves el dilema de la traducción en los textos literarios o en las fuentes históricas? ¿Cuánto se pierde del texto original? ¿Cuánto influye el traductor en el texto final? ¿Se producen tergiversaciones? Georges Duby dice: “traductor=traidor”.

Claro, está el viejo dicho italiano "traduttore, traditore". En los idiomas que yo domino, y cuando se trata particularmente de poesía, trato de citar el texto original. Dependo de mucho material en inglés, porque me formé en un mundo sajón. El inglés, por lo demás, se ha transformado en una especie de lingua franca, por lo tanto es más extensible. En su momento fue el latín y hoy día es el inglés. En algunas disciplinas todavía es el alemán. En fin. Sí: las traducciones pueden adulterar el espíritu original del texto. Y claro que sí: hay casos en los que la traducción puede ser incluso mejor que el original. “La oración por todos”, de Andrés Bello, es una traducción muy libre de un texto de Victor Hugo, y según algunos, lo mejora.

¿Al citar en inglés no piensas en el lector? Por ejemplo, uno que no sepa inglés.

En ese caso debiera servir de incentivo para aprender ese otro idioma. Cuando escribo siempre tengo en mente a un lector ilustrado, profesional y preferentemente no historiador. Yo no escribo para historiadores; por lo general, me aburren como lectores. Aunque admiro a los grandes historiadores, que son muy pocos o están muertos. Evidentemente no escribo para la academia historiográfica y menos para la academia historiográfica chilena, la cual no me impresiona: más que muerta, vegeta.

Muchos han catalogado tu trabajo historiográfico como poco “serio” al no estar apoyado profusamente en los archivos. Algunos profesores universitarios han comentado eso...

¿Cómo se llaman esos profesores?

Tú los conoces, pero un profesor “X” de la Universidad Católica una vez hizo un comentario sobre eso...

Bueno, ese profesor “X” siempre me ha parecido un bodrio de historiador. Es una persona extremadamente aburrida, juicio compartido por muchos otros historiadores y alumnos, lo reconozcan o no. A veces, cuando leo lo que escribe tengo la impresión de que le habría gustado ser contador público. Él es un historiador poco profundo. En cuanto a su pretendida “seriedad”, la verdad es que nunca me he detenido a comprobar si sus cifras suman correctamente. Es más, nunca le he leído una frase inteligente de esas que uno pudiera subrayar, por lo tanto no me extraña que él tenga la opinión que tiene acerca de un tipo de historia que apenas intuye. En todo caso, lo que ha dicho de mí tendría que fundamentarlo, ojalá por escrito, sin escudarse en el anonimato de los ficheros bibliográficos como el de la revista Historia, o, lo que es lo mismo: no mandar el recado.

Refiriéndose al proceso de mediación entre el historiador y las fuentes históricas, él decía que la única forma de hacer un trabajo serio era confrontar directamente las fuentes, sin hacer un trabajo de doble mediación de historiador a historiador.

¿Ustedes van a poner esto? Ojalá que sí. Yo creo que cuando este señor “X” dice eso —y yo creo que probablemente lo están reproduciendo muy bien— es profundamente ignorante. En un extremo existe una variante de la historia que es la metahistoria; en el otro, está la historia de los pirquineros (la de los “albañiles”, decía Lucien Febvre), que van poniendo un ladrillo encima de otro. Tengo entendido que este es el hobby de ese profesor “X” los fines de semana; nada de raro, entonces, que piense así de la historia en general. El tema de la mediación, en todo caso, apunta a la quintaesencia del fenómeno cognitivo: siempre hay mediación. En realidad, este es un tema epistemológico y dudo que el señor “X” tenga conocimientos teóricos como para decir algo medianamente sensato al respecto. Si él dice eso, y no me cabe ninguna duda que lo dice, es un ignorante.

¿Qué opinión te merece la censura de tus libros en las cátedras de historia de la Universidad Católica?

Solapada, cobarde, envidiosa. Nunca se ha explicitado en términos teóricos. Nunca se han atrevido a escribir una reseña crítica de las cosas que yo he escrito. Se esconden, hablan por detrás; es tal la calumnia que gastan que me hace muchas veces despreciarlos. ¿Qué más puedo hacer? Son personas que me han marginado, pero eso es un ejercicio de poder, no es un ejercicio ni inteligente, ni culto, ni historiográfico, ni honesto.

¿De alguna forma te ningunean?

A ver: mis libros están ahí, entre los libros de historia más vendidos. Eso ya es un alivio, y lo que más me enorgullece es que están entre los más leídos incluso respecto a otras áreas, y si es así, con eso me basta. En cuanto a contacto con alumnos, yo siempre he estado disponible: he tenido mi casa abierta y, en la medida que he enseñado en la Universidad de Chile, mis cursos son abiertos a quien quiera asistir a ellos, porque se trata de una institución pública. La verdad es que el ninguneo no me ha afectado negativamente. Al contrario, me han hecho un enorme favor. Esto de pertenecer al gremio de los historiadores puede ser peligroso. Se corre el riesgo de empantanarse en FONDECYTS, en Jornadas de Historia, en seminarios bastante aburridos, en tener que saludar a una serie de personas que no me merecen mucho respeto ni intelectual ni humanamente, y en no producir. En realidad, y pensándolo mejor —lo digo sin ninguna rabia—, les agradezco enormemente que me hayan marginado de la mediocridad. Me han hecho un gran favor.

En algunos de tus libros tratas notablemente el problema del tiempo, que es algo muy interesante, especialmente si se toma como referente a Proust. ¿Cómo vinculas la noción de tiempo a la Historia? No sólo en el contexto del existencialismo de Heidegger y Kierkegaard. ¿Cómo puede aplicarse desde el lado poético?

El problema del tiempo es algo que definitivamente supera a los historiadores. Es un problema filosófico, o de la literatura, tiene que ver con el problema de la memoria. Tiene un vínculo muy estrecho con el tema de los mitos. Yo tiendo a hacer una diferencia entre Mito e Historia, por lo tanto me resulta un tema, en verdad, mucho más amplio de lo que desde la historia uno puede abarcar. Evidentemente, el tema del tiempo es clave para el historiador. Cuando pienso en el tiempo, me surge la imagen de un gran océano. A la luz de esta escala oceánica, el trabajo del historiador se parece al de alguien que a lo más puede hacer un lago artificial, o una represa, o canalizar un río tormentoso. Hay historiadores, por cierto, que frente a este gigantesco océano simplemente se ahogan en un vaso de agua. Mi aspiración es algo mayor. Creo que lo que vale la pena es la dificultad y el enorme desafío de manejar una escala gigantesca con una comprensión altamente limitada. Así entiendo el tiempo como problema historiográfico. Para los historiadores, por otro lado, el tiempo es también una obsesión, que exige darle algún grado de razonabilidad. El tiempo, de por sí, no tiene sentido; solamente tiene sentido cuando de alguna manera está mediado por sujetos humanos y cuando el historiador trata de entender la relación de otros seres humanos con el tiempo o con la memoria. De ahí que me fascinen los mitos. Suponen una estrategia más elemental, anterior a la Historia y que abarca incluso escalas mayores de tiempo. Los historiadores somos personas más humildes, más modestas en nuestras pretensiones. Manejamos escalas de tiempo más reducidas que los pueblos primitivos o no tan primitivos cuando manejan los mitos. La única salvedad, o el gran poder que tiene el historiador sobre el Mito es el sentido de la libertad, que me parece crucial. La capacidad que tiene el historiador para escaparse del tiempo, para dominarlo. La conciencia histórica no es otra cosa que poder atrapar el tiempo: cómo a ese tiempo lo podemos traducir en un tiempo de reloj, por así decirlo. Es eso lo que a uno le da libertad. Es una libertad que no ofrece el Mito porque éste suele ser fatalista y apocalíptico, y ciertamente, no ofrece la totalidad del tiempo oceánico. Así entiendo el tiempo histórico.

Hay algo más cronológico que ontológico...

Exactamente. El tiempo es un fenómeno metafísico y de alguna manera creo que los historiadores nos distanciamos de la Metafísica. Lo diacrónico nunca puede faltar en el análisis histórico. Por el contrario, la obsesión por lo ontológico es propia de filósofos. Nosotros podemos usar filosofía pero somos historiadores, no somos filósofos.

¿Opinemos de literatura chilena? ¿Qué piensas de la “Nueva Narrativa”?

¿A qué le llamas tú la nueva narrativa?

Al recambio generacional de escritores. ¿Qué opinas de los “nuevos”?

Para serte franco no conozco suficiente. No conozco la totalidad de lo que tú llamas “Nueva Narrativa” o la totalidad de la producción literaria chilena actual. Conozco a autores individuales, a autores con quienes tengo alguna proximidad. Soy amigo de alguno de ellos. Escribí un postfacio a la segunda edición de Santiago cero, de Carlos Franz. Una novela excelente, que trata un período de mi propia vida, que son los años ochenta, cuando junto con su autor fuimos compañeros en la escuela de derecho de la Universidad de Chile. Creo que Santiago cero es una de las novelas que mejor retratan a los años ochenta y por lo tanto me siento muy identificado. No conozco ningún texto histórico, incluso entre los míos, que pueda servir como una síntesis de la década del ochenta como lo hace Carlos Franz en ese libro. Algo similar me ocurre con las obras de Arturo Fontaine Talavera. Oír su voz es muy útil para un historiador, contiene mucha información que es clave. También podría mencionar las obras de Germán Marín, que aunque generacionalmente es un hombre mayor, su producción ha sido más reciente. Algunas preocupaciones  y cierta temática suya me parecen muy atingentes a una cierta sensibilidad histórica. Un cuento como El Palacio de la Risa me parece notable, en términos de explicar esa lógica perversa y vulgar que está detrás de los abusos de los derechos humanos: lo que comenzó como una casona señorial y luego devino en discothèque, terminó siendo un recinto de la DINA. Una lección de historia.

¿No sientes que estos escritores chilenos de última generación están un poco huérfanos con respecto a sus generaciones anteriores?

Bueno, esa es una tesis que ha formulado Rodrigo Cánovas con respecto a esta nueva generación. Creo que toda la generación que entra a tener conciencia en los años ’80, en términos políticos y de identidad, se hace la pregunta: ¿qué estamos haciendo aquí, en el confín del mundo? En las circunstancias heredadas del trauma de los ’70, no cabe si no tener esa sensación de orfandad. Ese parto horroroso que fue el período de fines de los ’60 y principios de los ’70 de alguna manera significó un quiebre profundo con el pasado anterior, y eso se tradujo en una sensación de orfandad tremenda con el pasado. Es una orfandad política y con los valores éticos más preciados. Nos veíamos como país civilizado, y de repente nos desayunamos: supimos que éramos unos bárbaros. Es una orfandad también con los espacios físicos, como suele ocurrir después de los terremotos.

Te estás refiriendo al golpe de estado...

No solamente me estoy refiriendo al golpe, sino a todo un proceso revolucionario que comienza en los años ’60 y que se agudiza con una etapa de terror durante el gobierno militar, a partir de 1973, pero que continúa hasta nuestros días  No me refiero únicamente al régimen militar y al ’73; yo lo anticiparía un poco más a los años ’60.

¿Cómo ves la mal llamada Transición? ¿Crees que tendrá un fin?

Acabamos de terminar un libro que está por salir, que es la Historia del siglo XX chileno, en el que soy uno de los coautores junto a Sofía Correa, Consuelo Figueroa, Claudio Rolle y Manuel Vicuña, y tuve mucho que ver con un capítulo que se titula “La Eterna Transición”, y te vas a fijar que en el índice analítico aparece la voz transición y tiene veintitantos llamados, de modo que ¿de qué transición estamos hablando? Cuando digo eso, estoy citando al general Pinochet, paradoja de paradojas. No, yo creo que aquí no hay transición; aquí estamos en un régimen cívico-militar desde los años ’80, pactado con anterioridad al 88-89. Y si entiendo bien la lógica que está detrás del plan de la Constitución de 1980, que la Concertación ha mantenido —la ha hecho suya y la ha legitimado—, estamos viviendo en “normalidad” y no en transición. Me estoy refiriendo al discurso en Chacarillas del general Pinochet, donde deja eso muy claro. Evidentemente que esta “normalidad” me incomoda sobremanera, y no solamente a mí, a muchos chilenos. Es lo más anormal que puede haber y por lo mismo, creo que hay que modificarla. Es decir, tenemos que movernos a un régimen civilizado, participativo, representativo, con instituciones liberales; tenemos que transparentar los poderes fácticos, tenemos que tratar de reducir el margen de autoritarismo y violencia de esta sociedad, que es muy alta. Tenemos que incorporarnos al mundo civilizado occidental, del cual definitivamente nos hemos alejado. Por lo tanto, me tiene sin cuidado la transición. Lo que me tiene altamente preocupado es esta normalidad que rehúsa decir su verdadero nombre.

O sea, estamos viviendo una realidad nebulosa.

Es una realidad nebulosa que permite ocultar grados de brutalidad, de violencia y de autoritarismo inaceptables.

OPINIONES CONTUNDENTES

Premio Nobel: “Me tiene sin cuidado”.
Cristóbal Colón: “Hizo posible la ilusión en América”.
La trascendencia: “Una ilusión, en el buen sentido de la palabra”.
Ricardo Lagos Escobar: “Un bluff”.
Los Incas: “Los únicos que han podido manejar el Perú”.
Lutero: “La reencarnación de san Pablo”.
La Historia: “Una vocación de libertad”.
Pericles: “Paso”.
Jesús: “Prefiero a María”.
Nicanor Parra: “Otro bluff, aunque escribió unos muy buenos antipoemas iniciales”.