Una persona culta es aquella (…) que sabe cómo elegir compañía entre los hombres [y mujeres], entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado. H. Arendt

lunes, 20 de octubre de 2014

STOP A LA MISOGINIA EN EL MUNDO VIRTUAL


Hablando de feminismos históricos y viajando a la era virtual del siglo XXI, leía hace unos días que según el último Estudio Anual de Redes Sociales en España (2013), las mujeres usan mucho más las redes sociales que los hombres: un 61% ellas por un 39% ellos. Pese a este predominio, otro estudio llevado a cabo entre los usuarios de Internet por el Pew Research Center, señala que un 13% de mujeres reconoce haber sufrido acoso frente a un 11% de hombres y un 5% de mujeres se ha sentido en clara situación de peligro físico frente a un 3% de hombres.


Dado el carácter anónimo utilizado por muchos usuarios/as de las redes sociales, es muy fácil recurrir al insulto y la agresión verbal, no sé si se ha estudiado si recurren más los hombres que las mujeres, pero lo cierto es que la mayor parte de las agresiones que reciben las féminas es por serlo, más que por sus opiniones o sus puntos de vista, que también.



El recurso más fácil es no responder o bloquear a los agresores, pero esa actitud es la versión del silencio que siempre se nos ha recomendado a las mujeres para evitar problemas. Soy partidaria de no hacerlo y de mantener la libertad de opinar desde nuestra condición de persona y desde nuestra visión femenina del mundo a la que no debemos renunciar.



Las imágenes son de una exposición, A Woman’s room Online de Amy Davis Roth, en la que esta artista empapela o crea objetos de uso cotidiano con mensajes ofensivos contra las mujeres.

sábado, 11 de octubre de 2014

FEMINISMOS EN EL SIGLO XIX (II)

Teniendo en cuenta el complejo contexto histórico explicado veamos esta segunda generación de itinerarios feministas, que fueron múltiples, a partir de las diversas experiencias y prácticas individuales y colectivas de las mujeres.
El feminismo, como plantea Karen Offen, se puede definir como un fuerte impulso a criticar y mejorar la situación de desventaja de las mujeres con relación a los hombres en el marco de una situación cultural concreta, aunque se trata de una definición incompleta sirve para un primer acercamiento a la lucha que desarrollaron las mujeres decimonónicas por su emancipación.
El feminismo español tuvo una orientación más social que política puesto que solía justificar la lucha por los derechos de la mujer basándose en la idea de la diferencia de género, centrándose más en los derechos sociales y civiles que en la igualdad con el hombre. Era un feminismo que K. Offen denominó relacional para diferenciarlo del feminismo individualista. El feminismo relacional proponía una visión de la organización social fundada en el género pero igualitaria. Ponía el énfasis en los derechos de las mujeres como mujeres, definidas principalmente por sus capacidades para engendrar y/o criar, respecto a los hombres. Insistía en la distinta cualidad de la contribución de las mujeres al resto de la sociedad y reclamaba los derechos que le confería dicha contribución. Planteaba que existían distinciones entre los sexos, tanto biológicas como culturales, por lo que existía una naturaleza femenina diferente a la masculina. Estas distinciones entre los sexos justificaban una división sexual del trabajo, o de funciones, en la familia y en la sociedad.

Ángeles López de Ayala. Republicana, feminista y masona

El feminismo relacional decimonónico en Cataluña, igual que en el resto de España, no fue un movimiento único, sino diverso. Resultaba evidente la pluralidad de feminismos, ya que plurales eran las estrategias de resistencia y de cambio social de las mujeres. El feminismo en su origen, al entenderse como movimiento social, dio prioridad al itinerario social como aprendizaje y planteó las experiencias colectivas de las mujeres como causa y origen de la expresión de su feminismo. Por tanto los movimientos sociales fueron el cauce de aprendizaje y de experiencia del feminismo y la base de formación de las diversas corrientes que se estructuraron en el último cuarto del siglo XIX.
Los feminismos, aunque diversos, compartían el descontento por la discriminación  y  la desigualdad que sufrían las mujeres, fueran de la clase social que fueran. Aunque ya se ha  señalado que no cuestionaban la definición de género de la mujer, sí ponían en tela de juicio su restricción a la esfera privada. La ausencia del ámbito público excluía a la mujer de la ciudadanía, que se desarrollaba en tres órdenes: el económico, basado en el derecho al trabajo; el político, que capacitaba a la ciudadanía, entre otros deberes-derechos, para ejercer el sufragio; y, por último, el social, que comprendía derechos civiles, mejoras sociales, etc., y entre los que destacaba el derecho a la educación. Los feminismos del último cuarto del siglo XIX que se desarrollaron en España y otros países como Portugal, Francia o Suiza, incidieron más en el tema de la ciudadanía económica y social, aunque el feminismo liberal reclamó desde su inicio la ciudadanía política. La exclusión de la mujer de la ciudadanía justificó, durante el sistema de la Restauración, la desigualdad de oportunidades educativas, la segregación laboral y la discriminación legal.
El origen de los feminismos en Cataluña se articuló alrededor de tres corrientes con organizaciones, líderes, espacios sociales y reivindicaciones claras: el feminismo liberal, el feminismo librepensador o laico y el feminismo obrero. Los dos últimos compartían espacios de sociabilidad comunes en los círculos librepensadores, republicanos, espiritistas, masones y anarquistas. Estos contactos venían facilitados por el ideario fraternal e interclasista que otorgaba protagonismo a ciertas elites políticas e intelectuales y constituía uno de los elementos de la cultura de izquierdas del momento. No existían espacios de sociabilidad comunes con el feminismo liberal ya que esta corriente, pese al radicalismo de algunas de sus propuestas, no participaba de esa cultura de izquierdas.
El feminismo liberal fue una corriente moderada pero partidaria de aceptar y asimilar las transformaciones sociales y científicas del mundo contemporáneo, defensora en parte del catolicismo liberal, en la línea fracasada del krausismo, y burguesa, contraria a la movilización de masas y al radicalismo democrático típico del librepensamiento. A pesar de su moderación hubo un claro compromiso con la libertad y el progreso, que no se consideró  contrario a la religión.
El feminismo librepensador o laico fue un movimiento liberal radical de base popular. Su identidad colectiva surgió de la contestación a los procesos de exclusión política, su defensa del “tumulto” y su preocupación por la cuestión social. Monarquía, Iglesia y Reacción eran una misma cosa y, por tanto, eran partidarias de la República. Aunque tenían una base burguesa estaban contaminadas por ciertos planteamientos emancipatorios como el rechazo y/o recelo a las elites y los poderosos o la defensa de una economía moral plebeya. Defensoras absolutas de la razón frente a toda religión revelada, eran  agnósticas o ateas declaradas y tenían planteamientos anticlericales.
El feminismo liberal y librepensador tenía su base social en sectores de la burguesía. No sólo eran burguesas por su origen social, sino por los sectores sociales a los que dirigían sus proyectos políticos y sociales.

Teresa Claramunt, feminista y anarquista

El feminismo obrerista se basaba en los puentes culturales, entre federalismo intransigente y anarquismo, es decir, en las puertas que permitían el tránsito de la dicotomía republicana a la dicotomía obrerista. Estos puentes culturales se basaban, en primer lugar en el peso de la conciencia personal para determinar la opción por un lado u otro de la línea que oponía a explotadores y explotados. En segundo lugar en el lenguaje común, en la valoración del trabajo digno y libre o en el rechazo al parasitismo y al ascendiente cultural católico. Y por último, en los puntos de contacto que existían sobre su concepción del poder.
Estos puentes culturales explicarían que compartieran espacios de sociabilidad, campañas y reivindicaciones. Su vinculación con el feminismo librepensador no se producía en función de la clase social sino de las prácticas y vínculos socio-culturales que se establecían en la cultura de izquierdas.
Pero había rasgos específicos del feminismo obrerista relacionados con la identidad de clase, ya que junto a la subordinación de la mujer por razón de sexo estaba la explotación que sufrían las obreras. La doble conciencia, de clase y feminista, hacía preciso una doble lucha para acabar con las desigualdades entre los sexos y, junto a los “compañeros de infortunio”, para luchar contra la explotación social y económica. La asunción de planteamientos emancipatorios claros, como su posicionamiento a favor de una revolución social, llevaba a esta corriente feminista a un cuestionamiento claro del matrimonio y la familia burguesa y un posicionamiento claro a favor de una pareja formada libremente y cuya base de convivencia no era otra que el amor y la afinidad, necesarias para el verdadero goce.



sábado, 4 de octubre de 2014

FEMINISMOS EN EL SIGLO XIX (I)

En la década de los años ochenta del siglo XIX se produjo en Cataluña un incremento espectacular de las publicaciones de revistas de mujeres como no se había conocido en todo el siglo. De todas las revistas publicadas en estos años (sólo entre 1880 y 1885 se publicaron dieciocho nuevas revistas), las que analizaban la condición de la mujer eran una minoría, pero todas ellas estaban relacionadas con el llamado feminismo liberal. No por ello se puede afirmar que este feminismo naciera por estas fechas puesto que había una línea de continuidad desde el siglo XVIII, cuando las mujeres toman parte en el enfrentamiento con la tradición que incluía una serie de prejuicios que fundamentaban la discriminación de la mujer.
Aun cuando se produjeron formulaciones igualitarias desde finales del siglo XVIII con una “radicalización”, en clave universalista, del ideario ilustrado y liberal, se fueron configurando las diversas formas de subordinación y de exclusión de las mujeres de la igualdad y de la ciudadanía, existentes en los iniciales constitucionalismos, y en su base contractualista roussoniana. Los primeros feminismos se fueron desarrollando desde el siglo XIX a partir de la demanda de extensión a las mujeres de los mismos principios ilustrados de libertad, igualdad y razón; y por tanto, a partir de la democratización de estos principios.


La línea de pensamiento que arrancó en el siglo XVIII configuró una primera generación de mujeres que, en el caso de la tradición vinculada al laicismo,  al republicanismo y al obrerismo, arrancó de las mujeres vinculadas a los primeros grupos fourieristas y socialistas de mediados de siglo y de figuras como Margarita Pérez de Celis y Josefa Zapata en torno a las revistas El Pensil Gaditano, y El Pensil de Iberia. Paralelamente se desarrolló también en esa primera generación de mujeres el feminismo de tradición liberal, vinculado a las literatas del llamado canon isabelino. La segunda generación que apareció en los años ochenta y noventa del siglo XIX, consolidó y estructuró los feminismos aparecidos a mediados del siglo XIX.
El feminismo liberal empezó a consolidarse en un contexto en el que se produjo un cambio de circunstancias históricas en Europa entre los años de la I Internacional y la Comuna y los avances democráticos y el reformismo social de los años 80. En este contexto, el pensamiento liberal se encontraba en un punto de inflexión cuando, tras ser movimiento y progreso, encontró sus límites al verse atenazado entre la reivindicación elitista, que parecía negar la igualdad, y la exigencia democrática, que podía perjudicar la libertad.

Margarita Pérez de Celis

Como consecuencia de este nuevo contexto histórico europeo se produjo un relevante hecho de carácter político: la extensión del derecho al voto a los varones en toda Europa. La democracia política debía llevar necesariamente al reformismo social por parte de los gobiernos para tratar de satisfacer las demandas de un proletariado miserable. Estos cambios provocaron en España algunas modificaciones en el sistema de la Restauración como consecuencia de un cambio apreciable en el pensamiento de Cánovas, que manifestó la total insuficiencia de la religión en la resolución del problema social y defendió la necesidad de la intervención del estado, dando alguna muestra práctica de ello en la presidencia de la Comisión de Reformas Sociales y en la elaboración de algunos proyectos de ley que no llegaron a ser aprobados.
Cánovas, de todas maneras, estaba más preocupado por dar estabilidad al sistema liberal, ya que durante los primeros años de la Restauración el partido de Sagasta abogó por una reforma de la recién nacida Constitución de 1876. El hecho fundamental que dio estabilidad al sistema canovista fue la llamada al poder del partido de Sagasta, en 1881,  ya que supuso la integración en la monarquía de los principales grupos políticos existentes y, concretamente, de quienes habían participado activamente en la revolución de setiembre y, hasta entonces, sólo habían aceptado condicionalmente la Restauración.

Cánovas y Sagasta

La llegada de los liberales al poder en 1881 supuso el desarrollo en la calle, en la prensa o en la cátedra, de una libertad de expresión desconocida. Entre febrero y marzo de 1881 se anunció el nuevo clima público con el levantamiento de la suspensión que pesaba sobre algunos periódicos, con el sobreseimiento de las causas criminales incoadas por delitos de imprenta; con el reconocimiento explícito de la libertad de cátedra y el reintegro al servicio activo de los profesores separados, obligada o voluntariamente, de la enseñanza, con ocasión del famoso decreto de Orovio sobre textos y programas; y con la delimitación expresa entre los delitos de injuria o de calumnia y el derecho de criticar a los poderes responsables. La libertad de imprenta quedó también formalmente establecida por ley de 14 de julio de 1883.
Fue este clima de libertad de expresión, que se inauguró a partir de 1881, el que favoreció la proliferación de revistas femeninas y, en general, las posibilidades de consolidación de los feminismos como movimientos sociales surgidos en los mismos orígenes de la sociedad contemporánea. Los feminismos se conformaron como respuestas a la articulación, en esta sociedad, de una esfera pública y de unas formulaciones políticas que excluían a las mujeres de los derechos ciudadanos y del principio de igualdad, en torno a los cuales se estructuraba la nueva sociedad liberal.
La irreversible integración de los monárquicos liberales en torno a la constitución de 1876 llegó en las Cortes liberales de 1885-1890. La muerte de Alfonso XII logró la “autolimitación de los partidos en el uso del poder” que se compensaba con la beligerancia mutua, con la garantía del turno en la persona de los dos jefes establecidos: Cánovas y Sagasta. El primero consiguió el pacto, el segundo asentar su jefatura, y la Monarquía la estabilidad a cambio de respetar lo acordado y de no salir del círculo de acción establecido: de ser garante del turno. Otras dos reformas de alcance político, que se habían convertido en símbolos de la revolución de 1868, fueron el juicio por jurados (ley de 20 de mayo de 1888) y el establecimiento del sufragio universal masculino para mayores de 25 años (ley electoral de 9 de junio de 1890).
El restablecimiento del sufragio universal tendió puentes entre los artífices de la Restauración y los herederos del Sexenio y cerró definitivamente el ciclo de luchas entre las diversas familias de monárquicos constitucionales en torno a la naturaleza del sistema político: la izquierda monárquica renunció a restaurar la soberanía nacional.

La mayor parte de la Regencia de Mª Cristina fue, por tanto, una época de pacto político, de cambios acordados y rítmicos, de jefaturas estables y de funcionamiento del Gobierno y de la Oposición en una armonía desconocida hasta entonces.

sábado, 27 de septiembre de 2014

VIOLENCIA



La lectura de los periódicos, siempre penosa desde el punto de vista estético, lo es con frecuencia también desde el moral, incluso para quien tenga escasas preocupaciones morales.Las guerras y las revoluciones –hay siempre una u otra en curso- llegan, en la lectura sobre sus efectos, a causar no horror sino tedio. No es la crueldad de todos aquellos muertos y heridos, el sacrificio de todos los que mueren batiéndose, o son muertos sin haberse batido, lo que pesa duramente en el alma: es la estupidez que sacrifica vidas y haberes a cualquier cosa inevitablemente inútil. Todos los ideales y todas las ambiciones son un desvarío de comadres hombres. No hay imperio que merezca que por él se destroce una muñeca de niña. No hay ideal que valga el sacrificio de un tren de hojalata. ¿Qué imperio es útil o qué ideal proficuo? Todo es humanidad, y la humanidad es siempre la misma –variable pero imposible de perfeccionar, oscilante pero improgresiva. Ante el curso inimplorable de las cosas, la vida que tuvimos sin saber cómo y que perderemos sin saber cuándo, el juego de diez mil ajedreces que es la vida en común y en lucha, el tedio de contemplar sin utilidad lo que no se realiza nunca (…)- qué puede hacer el sabio sino pedir el reposo, el no tener que pensar en vivir, un poco de lugar al sol y al aire y al menos el sueño de que hay paz del otro lado de los montes.              
FERNANDO PESSOA, Libro del desasosiego. Fragmento nº 454, p. 461.
Bernardo Soares, ayudante de tenedor de libros de contabilidad en Lisboa, heterónimo de Pessoa, desgrana, fragmento tras fragmento con pesimismo, descreimiento y cavilaciones sin fin, su personalidad. No es un libro corriente, más bien, como dice su traductor (Perfecto E. Cuadrado) es su subversión y negación, el libro desasogante, el libro de la desesperación y de la incredulidad, el libro del desenmascaramiento de sueños y quimeras, el filo de la realidad, de la rutina, de la falta de salidas.

El rechazo de la violencia que hace en este fragmento nº 454 es, entre las muchas reflexiones que he ido guardando, la expresión de mi repudio a la violencia que la historia muestra, nunca sirvió para generar sociedades justas, igualitarias y libres. 
Siempre se puede encontrar un motivo para matar, pero siempre el resultado de tal decisión será insatisfactorio.

sábado, 20 de septiembre de 2014

HANNAH ARENDT, Eichmann en Jerusalén. Épilogo.





En el epílogo, Arendt escribe una especie de alegato que considera que es lo que los juzgadores de Jerusalén se debían haber atrevido a decir al acusado (pp. 405-406):
Has reconocido que el delito cometido contra el pueblo judío en el curso de la guerra es el más grave delito que consta en la historia, y también has reconocido tu participación en él. Pero has dicho que nunca actuaste impulsado por bajos motivos, que nunca tuviste inclinación a matar, que nunca odiaste a los judíos, y pese a esto, no pudiste comportarte de manera distinta y no te sientes culpable. Nos es muy difícil, aunque no imposible, creerte; existen pruebas, aunque escasas, que demuestran sin dejar lugar a dudas razonables lo contrario de cuanto afirmas, en lo referente a tus motivos y tu conciencia. También has dicho que tu papel en la Solución Final fue de carácter accesorio, y que cualquier otra persona hubiera podido desempeñarlo, por lo que todos los alemanes son potencialmente culpables por igual. Con esto quisiste decir que, cuando todos, o casi todos, son culpables, nadie lo es. Esta es una conclusión muy generalizada, pero nosotros no la aceptamos. Y si no comprendes las razones por las que nos negamos a aceptarla, te recomendamos que recuerdes la historia de Sodoma y Gomorra, dos vecinas ciudades bíblicas que fueron destruidas por fuego bajado del cielo porque todos sus habitantes eran culpables. Esto, dicho sea incidentalmente, ninguna relación guarda con la recién inventada teoría de la “culpabilidad colectiva”, según la cual hay gente que es culpable, o se cree culpable, de hechos realizados en su nombre, pero que dicha gente no ha realizado, es decir, de hechos en los que no participaron y de los que no se beneficiaron. En otras palabras, ante la ley, tanto la inocencia como la culpa tienen carácter objetivo, e incluso si ochenta millones de alemanes hubieran hecho lo que tú hiciste, no por eso quedarías eximido de responsabilidad.Afortunadamente no se llegó tan lejos. Tú mismo has hablado de una culpabilidad por igual, en potencia, no en acto, de todos aquellos que vivieron en un Estado cuya principal finalidad política fue la comisión de inauditos delitos. Poco importan las accidentales circunstancias interiores o exteriores que te impulsaron a lo largo del camino a cuyo término te convertirías en un criminal, por cuanto media un abismo entre la realidad de lo que tú hiciste y la potencialidad de lo que los otros hubiesen podido hacer. Aquí nos ocupamos únicamente de lo que hiciste, no de la posible naturaleza inocua de tu vida interior y de tus motivos, ni tampoco de la criminalidad en potencia de quienes te rodeaban. Has contado tu historia con palabras indicativas de que fuiste víctima de la mala suerte, y nosotros, conocedores de las circunstancias en que te hallaste, estamos dispuestos a reconocer, hasta cierto punto, que si estas te hubieran sido más favorables muy difícilmente habrías llegado a sentarte ante nosotros o ante cualquier otro tribunal de lo penal. Si aceptamos, a efectos dialécticos, que tan solo a la mala suerte se debió que llegaras a ser voluntario instrumento  de una organización de asesinato masivo todavía queda el hecho de haber tú, cumplimentado y, en consecuencia, apoyado activamente, una política de asesinato masivo. El mundo de la política en nada se asemeja a los parvularios; en materia política la obediencia y el apoyo son una misma cosa. Y del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación –como si tú y tus superiores tuvierais el derecho de decidir quién puede y quién no puede habitar el mundo-, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana, puede desear compartir la tierra contigo. Esta es la razón, la única razón, por la que has de ser ahorcado.


Y para concluir una inquietante, y actual, pregunta: 
¿Cabe concebir que ni siquiera un judío alemán llegara a preguntarse cuántos individuos, entre los de su clase, hubieran actuado igual que los alemanes, si se hubieran hallado en sus circunstancias? (p. 430)

sábado, 13 de septiembre de 2014

HANNAH ARENDT, Eichmann en Jerusalén.

Cuando en 1961 se celebró en Jerusalén el juicio del nazi Adolf Eichmann, la revista The New Yorker escogió como enviada especial a Hannah Arendt, filósofa alemana judía exiliada en EUA. Se desplazó a Jerusalén y fue escribiendo artículos sobre el juicio al miembro de las SS involucrado en la solución final. Estos reportajes fueron publicados en forma de libro (440 pág.) en 1963. Ya en aquellos años esta obra provocó duras críticas y una fuerte animadversión contra ella que no ha desaparecido, pese a su prestigio, en la actualidad.

Hannah Arendt nació en Hannover en 1906 y murió en EUA en 1975. La privación de derechos y la persecución que empezó en Alemania contra los judíos en 1933, junto con un breve encarcelamiento ese mismo año, contribuyó a que emigrara a EUA. En 1937 Alemania le retiró la nacionalidad, como a tantos otros judíos, y quedo en  situación de apátrida hasta que en 1951 consiguió la nacionalidad norteamericana. Al quitarles a los judíos la nacionalidad alemana  dejaban a estos sin patria y con dos problemas importantes, por un lado evitaba que ningún país solicitara información sobre las víctimas del exterminio y, además, permitía al Estado en que la víctima residía confiscar sus bienes y enviarlos a Alemania. El Ministerio de Hacienda hizo preparativos para recibir el botín que les mandarían de todos los rincones de Europa.


 Se trata de una pensadora que siempre rechazó ser considerada filósofa y prefería que sus obras fueran clasificadas dentro de la teoría política. Además de  Eichmann en Jerusalén, escribió otras obras relevantes entre las que me parecen destacables: Los orígenes del totalitarismo (1951), La condición humana (1958) y Sobre la revolución (1963).


La obra objeto de esta reseña está estructurada en 15 capítulos que repasan el juicio a Eichmann con una minuciosidad extraordinaria, además hay una Advertencia preliminar, el Epílogo, un Post Scríptum y la Bibliografía.

El punto de partida para la redacción de los reportajes de Arendt es su actitud ante el tema: pudiendo haberse conformado con lo que se esperaba de ella y hacer la descripción de un monstruo antisemita que de forma sádica y asesina protagonizó la solución final contra los judíos, no lo hizo. Fue a Jerusalén con la mente abierta a interrogarse sobre la personalidad del acusado, era la primera vez que podía escuchar y observar a un nazi con responsabilidad en el exterminio, y los motivos que le habían llevado a su actividad criminal, pero no dejó fuera de su escrutinio a las autoridades y a la población de Alemania y del resto de la Europa ocupada por los nazis o por los fascistas italianos. No obvió analizar el comportamiento de la propia población judía y, especialmente, de sus autoridades. Cuestionó el trabajo del tribunal de Jerusalén porque nunca comprendió las diferencias entre expulsión, genocidio y discriminación, si lo hubieran sabido diferenciar hubiera quedado claro que el mayor crimen que ante sí tenía era el exterminio físico del pueblo judío, es decir, un delito contra la humanidad y que solo la elección de las víctimas, no la naturaleza del delito, podía ser consecuencia de la larga historia de antisemitismo y odio hacia los judíos (pp. 391-392).

La lectura de esta obra nos pone delante de una terrible realidad, la capacidad del ser humano normal y corriente de causar daño a sus congéneres por ideales, lo pernicioso que es dejarse arrastrar por las ideas dominantes en un momento histórico determinado y abandonar la capacidad en manos de las leyes de un Estado totalitario, refugiándose en su cumplimiento necesario. El colapso moral general que fue capaz de provocar el nazismo en toda una nación como la culta Alemania y otros muchos países europeos ocupados por ellos en los que el colaboracionismo predominó. E incluso el colapso moral que produjo entre las víctimas para salvarse del exterminio incluso negociando con los criminales. ¿Quién puede saber lo que cualquiera de nosotros hubiera hecho en esas circunstancias? Sí sabemos que hubo seres excepcionales que, perdidos en un océano de confusión, de muerte y de terror, supieron discernir lo más elemental del comportamiento humano y se mantuvieron internamente libres para discernir lo que estaba bien y lo que estaba mal. Seres excepcionales para actuar con normalidad en momentos excepcionales. Su existencia nos regala la esperanza en el género humano, ayer y hoy.

Arendt se decantó por arriesgar al reflexionar e investigar, sacando conclusiones con una libertad de criterio que nunca es fácil puesto que muchos prefieren las explicaciones simples de blanco o negro y no de una variada gama de grises. Sus ideas disgustaron a muchos, incluida la comunidad judía estadounidense e israelí, respecto a cuatro temas, el primero el concepto de la banalidad del mal, por el que Arendt señaló que Eichmann era un hombre común que carecía de motivos para matar a los judíos, salvo aquellos demostrados por su extraordinaria diligencia en orden a su personal progreso y que tal diligencia no era criminal. Este alto funcionario de las SS se marcó una línea de actuación de obediencia ciega a las leyes y la pura irreflexión le predispuso a dejarse arrastrar por la corriente de su tiempo y a convertirse en uno de los mayores criminales. Este comportamiento lo clasificó  como banal, e incluso cómico, pero no diabólico aunque tampoco era común. En el juicio quedó claro para ella que tal alejamiento de la realidad y tal irreflexión pueden causar más daño que todos los malos instintos inherentes, quizá, a la naturaleza humana (p. 418). El fiscal y los jueces no podían creer que Eichmann fuera una persona “normal”, para ellos era un ser diabólico, un monstruo antisemita que odiaba a los judíos. Sin embargo Arendt vio en Eichmann a un ciudadano fiel cumplidor de la ley que pudo dejar de “sentir” y eliminar la piedad meramente instintiva que todo hombre normal experimenta ante el espectáculo del sufrimiento físico (p. 156) por esa obediencia ciega de funcionario que anulaba la facultad humana de juzgar. Es propio de todo gobierno totalitario, decía Arendt, transformar a los hombres en funcionarios y simples ruedas de la maquinaria administrativa y deshumanizarlos. El contexto legal del nazismo daba cobertura a estas actitudes y, por ello, tan solo los seres “excepcionales” podían reaccionar “normalmente”, es decir, desde criterios morales (p. 47).


La crítica que Arendt realizó a los líderes de las asociaciones judías que ayudaron en las tareas administrativas y policiales a los nazis fue el tema que provocó más indignación. Según sus investigaciones, la formación de gobiernos títere  en los territorios ocupados iba siempre acompañada de la organización de una oficina central judía, los  integrantes de los consejos judíos eran por lo general los más destacados dirigentes judíos del país de que se tratara, y a estos los nazis confirieron extraordinarios poderes (…). Estos consejos judíos elaboraban listas de individuos de su pueblo, con expresión de los bienes que poseían; obtenían dinero de los deportados a fin de pagar los gastos de su deportación y exterminio; llevaban un registro de las viviendas que quedaban libres; proporcionaban fuerzas de policía judía para que colaboraran en la detención de otros judíos y los embarcaran en los trenes que debían conducirles a la muerte; e incluso, como un último gesto de colaboración, entregaban las cuentas del activo de los judíos, en perfecto orden, para facilitar a los nazis su confiscación (pp. 172-174). Incluso el trabajo material de matar, en los centros de exterminio, estuvo a cargo de comandos judíos (p. 181).

El pueblo judío, decía Arendt, tenía muy difícil organizar una resistencia al exterminio ya que no poseía territorio, no disponía de gobierno, ni de ejército y tampoco tuvo un gobierno en el exilio que le representara ante los aliados. Pero sí existían organizaciones comunales judías y organizaciones de ayuda, tanto de alcance local como internacional. Allí donde había judíos había asimismo dirigentes judíos, y estos dirigentes, casi sin excepción, colaboraron con los nazis (…). Sin estos dirigentes, el número total de víctimas difícilmente se hubiera elevado a una suma que oscila entre los cuatro millones y medio y los seis millones (p. 184).

Este tema tan sensible muestra la objetividad de la que Arendt hacía gala, de ahí posiblemente la afirmación del novelista judío Saul Bellow que señalo que era una mujer vanidosa, rígida y dura, cuya comprensión de lo humano resultaba limitadísima. Metió el dedo en una llaga peligrosa puesto que señaló el colapso moral generalizado que los nazis produjeron en la respetable sociedad europea, no solo en Alemania, sino en casi todos los países, no solo entre los victimarios, sino también entre las víctimas (p. 185). Y dentro de las víctimas, no se detuvo ante el colapso moral que se dio en la respetable sociedad judía que colaboró con sus victimarios y que  aceptaron sin protestar la clasificación en categorías y, por tanto, la existencia de judíos prominentes con privilegios que suponía la aceptación de la norma general que significaba la muerte de cuantos no fueran casos especiales, la mayoría (pp. 194-195).

Resulta muy interesante el repaso que realiza Arendt a las deportaciones en cada país europeo y las diversas actitudes ante el tema que provocaron una menor o mayor mortalidad de los judíos, en este sentido llama la atención el rechazo al exterminio judío por parte de la Italia de Mussolini o la postura más antisemita entre todos los países europeos de Rumania.

El tercer aspecto que provocó polémica, y en el que no nos vamos a detener por su carácter más jurídico, fueron las dudas sobre la legalidad jurídica de Israel a la hora de juzgar a Eichmann, además, según Arendt, el tribunal de Jerusalén fracasó al no abordar tres problemas: el problema de la parcialidad propia de un tribunal formado por los vencedores, el de una justa definición de “delito contra la humanidad”, y el de establecer claramente el perfil del nuevo tipo de delincuente que comete este tipo de delito (p. 400). El mayor defecto fue, según la filósofa, que  la acusación se basó en los sufrimientos de los judíos y no en los actos de Eichmann (p. 18).

Por último, el escrutinio que realizó de las autoridades, de la población alemana, y del resto de la Europa ocupada por los nazis, incluso en el momento del juicio a Eichmann, también generó detractores. Afirmaba con rotundidad que La abrumadora mayoría del pueblo alemán creía en Hitler (…). Contra esta ciclópea mayoría se alzaban unos cuantos individuos aislados que eran plenamente conscientes de la catástrofe nacional y moral a que su país se dirigía. No se olvidó de mencionar a los conspiradores, como los de julio de 1944, para afirmar que eran en realidad antiguos nazis o individuos que habían ocupado altos cargos en el Tercer Reich y que, en realidad nunca se opusieron a Hitler por el problema judío. Para Arendt en Alemania se produjo la debacle moral de toda una nación (p. 163). El colaboracionismo generalizado de gran parte de las autoridades y de la población, en el resto de Europa, especialmente en su parte oriental, extiende dicho colapso moral a casi todo el continente. Los movimientos de resistencia, que Arendt no trata por no ser el objeto de su libro, son esa parte excepcional que reaccionó contra la barbarie.

sábado, 6 de septiembre de 2014

JOSEPH ROTH, El busto del Emperador.

Este autor ha sido uno de mis descubrimientos de este año, así que la lectura de este pequeño relato de 59 páginas entra dentro de mi proyecto de leer su obra. El busto del Emperador es el símbolo del desaparecido Imperio Austro-Húngaro tras la Iª Guerra Mundial y la extrañeza que siente el conde Morstin al perder su patria.
Sobre Joseph Roth ya se ha hablado aquí y se puede leer una referencia a su biografía en la etiqueta que lleva su nombre.


Morstin vive con perplejidad una realidad nacional en completa transformación que rompe su deseo de permanencia. El Imperio Austro-Húngaro, como cualquier imperio, unía en sus fronteras un buen número de naciones, trece naciones actuales contando con que algunas de ellas solo tenían una parte de su territorio integrado en el Imperio. Este era el caso de Galitzia, donde nació el escritor y  escenario de este relato, que ahora pertenece a Polonia.
En el relato hay un alegato contra el nacionalismo al que acusa de provocar un efecto negativo sobre la conciencia europea y conflictos que se podían desencadenar con la ruptura de una patria multinacional. Por otro lado llora también la ruptura del respeto a la jerarquía tanto familiar como política. La crítica a la modernidad y a sus secuelas en Europa es clarividente.
Destaca su visión de que los cambios políticos son más rápidos que los cambios en la mentalidad de las personas que por costumbre siguen respetando las tradiciones y el orden jerárquico anterior pese a su desaparición.
Uno de esos hombres es indudablemente este peculiar conde que decide expatriarse voluntariamente de su nueva patria y vivir en la Riviera escribiendo sus memorias de las que el narrador entresaca este interesante fragmento:
He visto –escribe el conde- cómo los listos pueden volvernos tontos; los sabios, necios; los verdaderos profetas, mentirosos; y los amantes de la verdad, falsos. No hay virtud humana perdurable en este mundo, excepto una: la verdadera devoción. La fe no puede decepcionarnos, puesto que no nos promete nada en la tierra. La verdadera fe no nos decepciona porque no busca ningún beneficio en la tierra. Aplicado a la vida de los pueblos, esto significa lo siguiente: los pueblos buscan en vano eso que llaman las virtudes nacionales, más dudosas aún que las individuales. Por eso odio las naciones y los estados nacionales. Mi vieja patria, la monarquía, era una gran casa con muchas puertas y muchas habitaciones, para muchos tipos de personas. Esa casa la han repartido, dividido, la han hecho pedazos. Allí ya no se me ha perdido nada. Estoy acostumbrado a vivir en una casa, no en múltiples compartimentos (págs. 58-59).


El relato, que por momentos se convierte en una parodia, está escrito con la calidad literaria que caracteriza a este autor.