Una persona culta es aquella (…) que sabe cómo elegir compañía entre los hombres [y mujeres], entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado. H. Arendt
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jueves, 23 de noviembre de 2023

¡REVOLUCIÓN, REVOLUCIÓN, REVOLUCIÓN!

 



Enfrentarse desde la historia a la investigación de una revolución como la que se produjo en España a partir del 19 de julio de 1936, implica tener claro qué se entiende por «revolución». Tan importante es, que hay que dilucidar incluso si hubo tal revolución. Para algunas personas que vivieron los hechos, la revolución se prolongó durante meses (es bastante frecuente que se considerara que se prolongó hasta mayo del 37: unos diez meses escasos) e incluso años (hasta el final de la Guerra Civil). Para algunos historiadores la revolución quedó limitada al verano del 36 (julio, agosto y septiembre): así quedó recogido en el emblemático título de la obra de Hans Magnus Enzensberger: El corto verano de la anarquía. Vida y muerte de Durruti. Incluso, algunos más atrevidos señalan que no hubo revolución porque fue traicionada desde el principio al optar la CNT y la FAI por el frentepopulismo que pronto los llevó a los gobiernos.

La diferente duración, e incluso inexistencia, de la revolución nos indica que personas que la vivieron, o que la investigaron posteriormente, tenían maneras diferentes de entenderla.

Enzo Traverso[1] para conceptualizar la revolución señala que «revolución» proviene de las palabras latinas revolutio y revolveré: retornar a los orígenes. Implica una suerte de rotación en virtud de la cual algo retorna a su punto de partida. En el siglo XVII, se convirtió en un concepto astronómico que definía la rotación de los planetas alrededor del sol. El concepto moderno de revolución surgió durante el siglo XVIII, pero fue la Revolución Francesa la que lo codificó en un nuevo paradigma. La revolución se había convertido en una proyección de la sociedad en el futuro, una extraordinaria aceleración de la historia. El sujeto de este proceso de cambio histórico en el siglo XIX se había transformado: de Dios al proletariado, de una entidad religiosa a una entidad profana (secularización), y su movimiento había experimentado una repentina aceleración. Los seres humanos no tenían que esperar hasta la muerte y el fin de los tiempos para alcanzar el paraíso y la felicidad. Este concepto decimonónico de revolución suscitaba esperanzas motivadas por ideologías y proyecciones utópicas. Con frecuencia las llevaban a cabo fuerzas que encarnaban proyectos políticos y tenían la aspiración consciente de cambiar el orden social y político. Expresaban grandes ambiciones, a veces de carácter universal.

Se trata, por tanto, de una revolución modelizada, una revolución que parte de un modelo de sociedad al que hay que llegar, es un modelo finalista, de perspectiva larga. Este modelo de revolución implicaba un esquema ideológico por fases como el que apareció, por ejemplo, en el órgano cenetista[2] -un día antes del Congreso colectivista de Caspe-: colectivismo, socialización y comunismo libertario[3].

Esta manera de pensar la revolución de forma tan ideologizada fue entendida durante mucho tiempo como un planteamiento al cual había que adscribirse automáticamente, algo que estaba terminado y que había que captar para repetir en la práctica.

Pero cuando esta manera de entender la revolución estaba plenamente vigente (primer tercio del siglo XX) existía otra manera de entenderla más abierta, como un conjunto de ideas siempre sin acabar que se traducían en política concreta práctica. Walter Benjamin consideraba que la revolución era la irrupción de un tiempo cualitativo que hacía estallar el continuo de la historia. Este planteamiento me resulta muy interesante porque, en efecto, cuando se produjo en España el golpe de Estado de julio de 1936 se rompió de forma intempestiva el tiempo «normal» de la existencia, el tiempo de la dominación. Este imponía sus ritmos, fijaba el ritmo del trabajo, el de los cuidados, el de la reproducción, el de los comicios, el orden de la adquisición de conocimientos y diplomas, etc. La distorsión del tiempo homogéneo que se produjo con el alzamiento militar fue una interrupción, un momento donde la gente común en la calle opuso su propio orden del día a la agenda de los aparatos gubernamentales. Este «momento» no solo fue un punto efímero de interrupción del flujo temporal, sino que fue un «momentum», señala Jacques Rancière, un desplazamiento de los equilibrios y la instauración de otro curso del tiempo, «una reconfiguración del universo de los posibles»[4], es decir, mutaciones efectivas del paisaje de lo visible, de lo decible y de lo pensable[5].

Como historiadora prefiero investigar la revolución que se llevó a cabo durante la Guerra Civil española como una revolución «sin modelo», sin equipaje, sin modelo preexistente y eso me permite observar aspectos que han pasado desapercibidos para la historiografía más condicionada por esa revolución modelizada que condiciona la vista de los testimonios, de las fuentes escritas, etc.

MUJERES LIBRES

Es evidente que las guerras producen crisis de cuidados y revelan que son los únicos realmente útiles a la hora de salvar vidas, contener emocionalidades y construir sentidos colectivos[6]. En las jornadas del 19 de julio de 1936, y a lo largo de la Guerra Civil, fueron las mujeres las que aportaron el soporte logístico, la alimentación, la contención emocional y sexual. Mientras ellos luchaban, hablaban, decidían, las mujeres estaban concentradas en el mantenimiento de la vida, a costa muchas veces de la palabra, de la visibilidad. Las mujeres estaban «ausentes» porque se estaban ocupando de la vida, las alegrías, la cotidianidad; conocían las necesidades, las penurias, los talentos y debilidades de la comunidad. La guerra no las paralizó, ellas estuvieron en lo que venía acontecimiento, estaban levantando una revolución poco aparente, silenciosa, sin heroicidad, una revolución de la existencia.

A las mujeres libertarias y anarquistas las «apartaron» de los espacios en los que los hombres consideraban que se llevaba a cabo la revolución (el frente de batalla a través de las milicias y los comités). Las mujeres a través, especialmente de Mujeres Libres, reinterpretaron el papel y el espacio en que las situaron y practicaron la «escucha» de lo que estaba sucediendo, no de lo que debía suceder según un plan prefijado. Trataron de comprender las potencias de la situación y trataron de impulsarlas centrándose en resolver problemas allí donde estaban. Su enfoque fue práctico y pretendía ser eficaz, poniendo el cuerpo en lo que hacían. Al no considerarse ni siquiera sujeto político, su revolución no asaltó palacios, ni cuarteles, ni el cielo. Su revolución empezó en las guarderías, en los comedores colectivos, en las maternidades, entre las personas refugiadas, entre los niños y niñas huérfanas, entre las prostitutas…

Practicaron la prefiguración política que es un modo de acción experimental, que no depende de principios, desdibuja los límites entre medios y fines y se concentra en el presente y la posibilidad de transformarlo. Es el presente de la acción directa. Lo que se trata de alcanzar ya no es «el otro mundo» sino el «mundo otro», es decir, «la vida otra»[7].

Ellas inventaron otras relaciones posibles con la política emancipadora, descubrieron que para la emancipación no se trataba solo de ganar en una correlación de fuerzas, sino también de inventar, experimentar y explorar las capacidades individuales y colectivas de quienes se emancipaban. En esa línea pretendieron construir otra representación, otros saberes basados en esa peculiar revolución en la que era clave capturar la singularidad de cada uno de los acontecimientos, pluralizar las perspectivas y construir un calidoscopio de verdades precarias capaces de mantenerse leales a la singularidad de las experiencias.

MARÍA GALINDO

Hoy, en 2023, esa manera de entender la revolución que empujaron Mujeres Libres puede ser un referente cuando ya no lo es la revolución modelizada, tan ideologizada y masculina. Ese legado genealógico en el presente enlaza con el planteamiento de María Galindo desde Bolivia cuando afirma que tenemos que ser capaces de revisar, replantear, lavar, teñir, tejer, cocinar otra manera de entender la revolución. No sucumbir a un concepto de revolución arcaico, caduco, heroico y patriarcal de revolución[8].

María Galindo afirma que la revolución es otra cosa: sin caudillo salvador, masculino, militarista, heroico y fundado en la figura del guerrero. Nulidad de su campo de batalla y de su heroísmo. La orfandad que deja el héroe obliga a reinventarlo todo. Hay que marcar formas de lucha no violenta, donde se exalte la vida en lugar de la muerte, formas de lucha placenteras que pueden ser escenarios de felicidad también, como lo atestiguan muchas personas que vivieron la revolución de 1936, donde la vulnerabilidad sea el mayor tesoro. Formas de lucha que no se agoten en eternos y cansados debates que especulen sobre una perspectiva ideológica singular y totalizante, sino que sea posible pensar en una multiplicidad y en una complejidad de ideas y de organización abierta y siempre incompleta[9].

Concebir nuestra propia revolución desde otra visión es todo un reto, tenemos referentes en el pasado que nos pueden ser útiles no para copiarlos sino para conocerlos y ser capaces de levantar algo tan original como lo que ellas construyeron en el pasado.

 Laura Vicente



[2] Cultura y Acción, nº 47 (13 de febrero de 1937), pp. 2-3.  

[3] Díez Torre, Alejandro R. (2009): Trabajan para la eternidad. Colectividades de trabajo y ayuda mutua durante la Guerra Civil en Aragón. Zaragoza, La Malatesta/Prensas Universitarias de Zaragoza, PP. 144 y siguientes.

[4]  Jacques Rancière (2011): Momentos políticos, Madrid, Clave Intelectual, p. 141.

[5] Jacques Rancière (2010): La noche de los proletarios. Archivos del sueño obrero. Tinta Limón, Buenos Aires, p. 9

[6] María Galindo (2021): Feminismo bastardo. Mantis Narrativa, p. 237.

[7] Catherine Malabou (2023): ¡Al Ladrón! Anarquismo y filosofía. Argentina/España, La Cebra, Palinodia, Kaxilda, p. 224.

[8] María Galindo: Feminismo bastardo, p. 101.

[9] María Galindo: Feminismo bastardo, pp. 90-91.

lunes, 23 de mayo de 2016

POLÍTICA… LECTURAS DESDE JACQUES RANCIÈRE Y RECORDANDO EL MOVIMIENTO DEL 15 M



¿Qué es, para Ranciere, la política? 
Un fenómeno que apareció, por primera vez, en la Antigua Grecia, cuando los pertenecientes al demos (aquellos sin un lugar claramente definido en la jerarquía de la estructura social) no sólo exigieron que su voz se oyera frente a los gobernantes, frente a los que ejercían el control social; esto es, no sólo protestaron contra la injusticia (le tort) que padecían y exigieron ser oídos, formar parte de la esfera pública en pie de igualdad con la oligarquía y la aristocracia dominantes, sino que, ellos, los excluidos, los que no tenían un lugar fijo en el entramado social, se postularon como los representantes, los portavoces, de la sociedad en su conjunto, de la verdadera Universalidad[1]. Este planteamiento resulta extremadamente clarividente puesto que postula que la nada, en el sentido de lo que no cuenta en el orden social, puede llegar a conformar un nosotros que se oponga a aquellos que solo defienden sus propios intereses y privilegios.
Por tanto, el conflicto político designa la tensión entre el cuerpo social estructurado, en el que cada parte tiene su sitio, y la "parte sin parte", que desajusta ese orden en nombre de un vacío principio de universalidad. La verdadera política, por tanto, trae siempre consigo una suerte de cortocircuito entre el Universal y el Particular: la paradoja de un singulier universel, de un singular que aparece ocupando el Universal y desestabilizando el orden operativo "natural" de las relaciones en el cuerpo social. Esta identificación de la no-parte con el Todo, de la parte de la sociedad sin un verdadero lugar (o que rechaza la subordinación que le ha sido asignada), con el Universal, es el ademán elemental de la politización, que reaparece en todos los grandes acontecimientos democráticos, desde la Revolución francesa (cuando el Tercer Estado se proclamó idéntico a la nación, frente a la aristocracia y el clero), hasta la caída del socialismo europeo (cuando los "foros" disidentes se proclamaron representantes de toda la sociedad, frente a la nomenklatura del partido) (Zizek, 2007: 26).
En este sentido, "política" y "democracia" son sinónimos: el objetivo principal de la política antidemocrática es la despolitización, es decir, la exigencia innegociable de que las cosas "vuelvan a la normalidad", que cada cual ocupe su lugar.
Por eso la palabra populismo la utilizan los expertos para condenar todas las formas de secesión respecto del consenso dominante, sin que respondan a la afirmación democrática o a los fanatismos raciales o religiosos. (…) Populismo es el nombre cómodo bajo el cual se disimula la exacerbada contradicción entre legitimidad popular y legitimidad erudita (…). Este nombre oculta y revela a la vez la gran aspiración de la oligarquía: gobernar sin pueblo, es decir, sin división del pueblo; gobernar sin política[2].


Por ello se considera que un movimiento es democrático cuando pone en su centro la cuestión política fundamental: la competencia de los “incompetentes”, la capacidad de quienquiera para juzgar las relaciones entre los individuos y la colectividad, entre el presente y el futuro (Rancière, 2006: 120).
La  lucha política debe conseguir hacer oír la propia voz y que sea reconocida como la voz de un interlocutor legítimo. Cuando los "excluidos" protestan contra la élite dominante, la verdadera apuesta no está en las reivindicaciones explícitas (aumentos salariales, mejores condiciones de trabajo...), sino en el derecho fundamental a ser escuchados y reconocidos como iguales en la discusión.
Rancière habla de política-ficción cuando esta inventa un nombre o personaje colectivo que no aparece en las cuentas del poder y las desafía. Ese nombre no es de nadie en particular, en él caben todos los que no cuentan, no son escuchados, no tienen voz, no deciden y están excluidos del mundo común. La ficción política hace tres operaciones simultáneas:

Crea un nombre o personaje colectivo que no expresa ni refleja un sujeto previo, sino que es la creación de un espacio de subjetivización (esto es, de transformación de los lenguajes, las percepciones y los comportamientos) que no existía antes.
Produce nueva realidad porque redefine el mapa de lo posible, no solo modifica lo que se puede ver, hacer, sentir y pensar acerca de la realidad, sino también quién puede hacerlo.
Interrumpe la realidad que hay, es un poder de desclasificación y un poder de creación[3].


Un ejemplo es la aplicación que hace Fernández-Savater al movimiento 15-M: las plazas fueron espacios de apertura constante para invitar a que otras personas se incorporaran, consignas de respeto, lo que une y no lo que separa; indignados como término indica que puede serlo cualquiera, no remite a una identidad; el término personas identificaba como iguales a todo el mundo, recogía al mismo tiempo la confianza en lo personal; Somos el 99%, Sol, 15-M (es un clima, es decir, no es solo un movimiento o una estructura organizada compuesta de asambleas y comisiones, sino también otro estado mental y otra disposición colectiva hacia la realidad, marcada por la experiencia empoderadora de las plazas y diseminada por la sociedad entera) (Amador Fernández-Savater, 2012:  Interferencias) .

En los libros de Rancière hay diversos ejemplos históricos que clarifican la noción de ficción política como el hombre-ciudadano de la Revolución Francesa; el proletariado que conformó el movimiento obrero desde el siglo XIX; o el eslogan “todos somos judíos alemanes” de Mayo del 68.

La política, por tanto, no pasa por adquirir un saber que nos falta y la ciencia posee, ni tampoco por encontrar una conciencia propia, correcta y adecuada a la propia identidad, sino por desidentificarse de una cultura y una identidad dadas mediante un proceso de subjetivización. El saber que emancipa no es tanto el que describe la realidad, como el que redescribe la experiencia común. La identidad política es un espacio que se inventa, es una identidad no identitaria, sino abierta, inacabada, en construcción permanente, o sea, lo que hemos llamado ficción (Amador Fernández-Savater, 2012:  Interferencias).

Las dos primeras fotografías son de JURE KRAVANJA. El cartel es mío y sigue colgado de la pared de la habitación donde trabajo.


[1] Asi lo interpreta Slavoj Zizek (2007): En defensa de la intolerancia. Sequitur, Madrid, pp: 25-26.
[2] JACQUES RANCIÈRE (2006), El odio a la democracia. Amorrortu, Buenos Aires, pp. 114-115..
[3] Amador Fernández-Savater (30-11-2012): “Política Literal y política literaria (sobre ficciones políticas y 15 M). Interferencias blog.

martes, 3 de mayo de 2016

LA DEMOCRACIA ES LO INGOBERNABLE… LEYENDO A JACQUES RANCIÈRE Y RECORDANDO EL MOVIMIENTO DEL 15 M


La palabra democracia no designa ni una forma de sociedad ni una forma de gobierno; esta afirmación tan contundente me sorprendió e interesó cuando empecé a leer a J. Rancière. Tenemos la idea anquilosada de que es así y hablamos de “sociedad democrática” o de “gobierno democrático” dando lugar a dicha identificación.










Según este filósofo francés se está fraguando en la actualidad  una operación triple: (…) primero, referir la democracia a una forma de sociedad; segundo, identificar esta forma de sociedad con el reinado del individuo igualitario, subsumiendo en este concepto toda clase de propiedades diversas, desde el gran consumo  hasta las reivindicaciones de los derechos de las minorías, pasando por las luchas sindicales; y, por último, acreditar a la “sociedad individualista de masas”, identificada así con la democracia, la búsqueda del crecimiento indefinido inherente a la lógica de la economía capitalista[1]. El “hombre democrático” trata todas las relaciones según un solo modelo: las relaciones fundamentalmente igualitarias anudadas entre un prestador de servicios y su cliente, por tanto, se identifica la igualdad con el igual intercambio de la prestación mercantil, transformando de esta manera el reino de la explotación en el reino de la igualdad (Rancière, 2006: 34-35).

Tanto hoy como ayer lo que organiza a las sociedades es el juego de las oligarquías. Y no hay estrictamente hablando, ningún gobierno democrático. Los gobiernos son ejercidos siempre por la minoría sobre la mayoría. En consecuencia, el “poder del pueblo” es necesariamente heterotópico[2] a la sociedad desigualitaria, como lo es al gobierno oligárquico. Este poder desvía al gobierno de sí mismo, desviando de sí misma a la sociedad. Por lo tanto, marca también la separación entre el ejercicio del gobierno y la representación de la sociedad (Rancière, 2006: 76).

Por tanto, vivimos en Estados de derecho oligárquicos en los que el sistema mayoritario conforma los llamados “partidos de gobierno” que van ejerciendo el poder de forma alterna (el famoso “bipartidismo” consolidado en la transición democrática española) eliminando a los partidos extremistas. De esta forma la mayoría, es decir, la minoría más fuerte, gobierna sin oposición.

Señala Rancière algo que siempre me ha sorprendido y es la admirable constancia cívica de un elevado número de electores/as que persisten en movilizarse para elegir entre representantes equivalentes de una oligarquía de Estado que ha dado tantas pruebas de su mediocridad, cuando no de su corrupción (Rancière, 2006:109).


“¡Pero eso ha cambiado ahora con la irrupción de Podemos, e incluso de Ciudadanos!”, podría señalarme algún lector/a. No es ninguna novedad, la vitalidad de nuestros parlamentos ha sido alimentada varias veces por partidos que parecía que venían a cambiarlo todo: partidos obreros (socialistas especialmente), partidos comunistas, partidos verdes, etc., que llegaron denunciando la mentira de la representación y acabaron integrados en el sistema oligárquico. Es el caso de los partidos socialistas (en menor medida pero también estaban cómodamente integrados los partidos comunistas con denominaciones diversas o los “verdes”) que ahora intentan hacernos creer que pueden colaborar en una unidad de las izquierdas renovadoras, transversales y otras perlas del vocabulario de dichos partidos.

La alianza oligárquica de la riqueza y la ciencia reclama hoy todo el poder y condena todas las formas de secesión respecto del consenso dominante. Sin embargo, aquí y allí aparecen movimientos que cuestionan el consenso oligárquico como el avance de los partidos de extrema derecha, de los nacionalismos identitarios y de los integrismos religiosos que apelan al viejo principio del nacimiento y la filiación, a una comunidad arraigada en el suelo, la sangre y la religión de los antepasados. Lo hacen también las luchas que rechazan la exigencia económica mundial reivindicada por el orden consensual para cuestionar los sistemas de salud y de jubilaciones o el derecho laboral.

Esto no quiere decir que las oligarquías no tengan capacidad de reacción, para ello han inventado instituciones supraestatales que no son a su vez Estados, que no son relevantes para ningún pueblo, y que despolitizan los asuntos públicos, los llevan a lugares que son no-lugares y no dejan espacio a la invención democrática de lugares polémicos. De esta manera, los Estados y sus expertos pueden entenderse tranquilamente entre sí. Sirven para instaurar espacios exentos de servidumbres a la legitimidad nacional y popular despolitizando los asuntos políticos (Rancière, 2006: 117-118).





El principio de representación sobre el que se basan los gobiernos implica la posibilidad de un poder oligárquico difícil de cuestionar, no imposible. Rancière nos sorprende afirmando que un movimiento democrático es aquel que pone en su centro la cuestión política fundamental: la competencia de los “incompetentes”, la capacidad de quienquiera para juzgar las relaciones entre los individuos y la colectividad, entre el presente y el futuro (Rancière, 2006: 120). Rancière desmonta la común idea que tenemos de la democracia, señalando que es la manifestación, siempre disruptiva y conflictiva, del principio igualitario[3], lo ingobernable, es decir, la acción igualitaria que desordena el reparto jerárquico de lugares, papeles sociales y funciones, abriendo el campo de lo posible y ampliando las definiciones de la vida común. Se trata por tanto de una dinámica autónoma con respecto a los lugares y a los tiempos de la agenda estatal.

Sería ilógico pensar que esa ingobernabilidad puede tener una traducción institucional en la constitución de un Estado democrático, es imposible que ese contenido disruptivo y expansivo pueda ser constreñido en las formas del Estado.

La historia conoció dos grandes títulos para gobernar a los hombres: uno que estriba en la filiación humana o divina, o sea, la superioridad por nacimiento; otro que estriba en la organización de las actividades productivas y reproductivas de la sociedad, o sea, el poder de la riqueza (Rancière, 2006: 70). Para romper estos dos títulos se necesita uno suplementario, común a los que poseen todos los títulos pero también común a quienes los poseen y no los poseen. Pues bien, el único que queda es el título anárquico, el título propio de aquellos que no tienen más título para gobernar que para ser gobernados (Rancière, 2006: 70). Esto es la democracia, el poder de cualquiera.

La sorprendente propuesta se complementa con el sorteo, que se practicaba en el origen de la democracia, significando la inexistencia de título alguno para gobernar, por tanto, la ausencia misma de la superioridad; (…) el sorteo era el remedio para un mal a la vez mucho más grave y mucho más cercano que el gobierno de los incompetentes: el gobierno de una competencia específica, la de hombres con habilidad para tomar el poder mediante artimañas (Rancière, 2006: 65). Hoy esto nos llena de estupor porque estamos habituados a algo que no estaban habituados en otras épocas, que el primer título para seleccionar a quienes son dignos de ocupar el poder es el hecho de que deseen ejercerlo (Rancière, 2006: 65). Por el contrario considera que el buen gobierno es el gobierno de aquellos que no desean gobernar. (…) No hay gobierno justo sin participación del azar (Rancière, 2006: 67).

El principio anárquico afirma un poder del pueblo  que desafía, como ocurrió en los años sesenta y setenta en Europa y EUA, la autoridad de los poderes públicos, el saber de los expertos y el savoir-faire de los pragmáticos (Rancière, 2006: 19).

TODAS LAS FOTOGRAFÍAS SON DE  JURE KRAVANJA




[1] Jacques Rancière (2006): El odio a la democracia. Amorrortu, Buenos Aires, p. 35 (las negritas son mías).
[2] Foucault denomina como heterotopía a los espacios que construimos con la imaginación sobre la realidad física de un espacio real, dimensionable, adquirible con los sentidos, susceptible de ser dibujado en definitiva. Esos espacios son el fondo de un jardín donde los niños plantan la tienda de apache, o la cama de los padres que se convierte en un océano, o un bosque poblado por fantasmas entre las sábanas.
Esta capacidad de construir sobre lo construido, de alterar la significación real de un espacio a partir de la imaginación, de proyectar en términos emocionales un significado que va mucho más allá que el estrictamente dado por la dimensión física y funcional de la arquitectura. Conferencia radiofónica de Michel Foucault (7 de diciembre de 1966) en France-Culture, que se puede encontrar en http://www.mxfractal.org/RevistaFractal48MichelFoucault.html 
[3] Amador Fernández Savater (2015): “¿No nos representan?” Discusión entre Jacques Rancière y Ernesto Laclau sobre Estado y democracia. Buenos Aires, 16 de octubre de 2012.