Una persona culta es aquella (…) que sabe cómo elegir compañía entre los hombres [y mujeres], entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado. H. Arendt
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lunes, 13 de noviembre de 2023

PUTA FEMINISTA

Me considero feminista desde hace mucho tiempo, desde siempre incluso. Era una niña de barrio y en los juegos de calle, que eran la mayoría, no me gustaba que los niños con los que jugaba mandaran e impusieran su autoridad que les venía de la fuerza. Jugaba más a sus juegos que a los que se consideraban de niñas, me gustaban aquellos que implicaban acción: correr, esconderse por los patios de la vecindad, saltar por las graveras (mi barrio estaba en pleno crecimiento constructivo), robar fruta en los huertos, coger lagartijas, etc. Siempre llevaba las rodillas desolladas y con costras, llevar pantalones era impensable.

Mi adolescencia se caracterizó por hacer lo que no debía: salir del barrio cuando lo tenía prohibido, ir a discotecas cuando no tenía edad, liarla en clase y pasar más horas expulsada que dentro del aula y, claro, era muy mala estudiante. Los gustos de mis amigas no los compartía y nunca entre en ellos: pintarse, depilarse, hacerse la toga…


Estudié porque mi madre se empeñó y en el instituto entré en otra dimensión: la política, las manifestaciones, el feminismo, la lucha estudiantil. Me entusiasme y toda aquella energía se canalizó hacia la lucha. Para mi aquello era estupendo, fui a mi primera manifestación con catorce años, correr delante de la policía era emocionante (no era plenamente consciente del peligro), protestar contra la autoridad es lo que venía haciendo desde niña, pero ahora con cierto contenido social y político.


Ser feminista en aquellos momentos no generaba ninguna simpatía, ni siquiera entre nuestros compañeros y compañeras más cercanas. Nuestro feminismo era muy sencillo, nos rebelábamos contra el papel secundario que nos adjudicaban los jóvenes con los que compartíamos estudios y diversiones. Y la palabra «puta» no era infrecuente cuando defendíamos una sexualidad libre.


A mi aquella palabra me dolía, el tiempo hizo que acabara conviviendo con ella sin aceptarla. Éra(mos) abolicionistas sin darle muchas vueltas al tema, pensábamos que dedicarse a la prostitución era lo peor que le podía ocurrir a una mujer y que nadie podía optar por ese trabajo voluntariamente. Pasaron los años y, poco a poco, diversos sectores del feminismo empezaron a plantear visiones diferentes respecto al tema de la prostitución, apareció el término «trabajadora sexual» y algunas empezaron a denominarse feministas. Me negué a atrincherarme en una posición abolicionista poco meditada y las escuché, las leí y mi posición cambió.


El tema de la prostitución/trabajo sexual se ha convertido en un tema de confrontación dentro del feminismo que, por su violencia, ira y rabia, me cuesta entenderlo en toda su magnitud. Soy partidaria, desde el anarquismo, de la despenalización y de la abolición en una sociedad ideal en la que quede abolida la explotación, la pobreza, la migración perseguida, la trata de personas y el salario. Y aquí entra el libro de Georgina Orellano[1] que me ha llevado a esta introducción personal. 




El relato autobiográfico de Orellano no me ha descubierto nada que no supiera, pero me ha conmovido por la sencillez con que la autora explica y reflexiona sobre temas importantes para el sindicalismo y el feminismo: opresión, derechos, legalidad, cultura del castigo, exclusión, libertad, apoyo mutuo, autoorganización, etc.


Comparto con la autora que la resolución de los conflictos (entre trabajadoras sexuales para controlar la calle, pero aplicable a cualquier conflicto) no deben trasladarse al Estado porque agrava los problemas. Afirma la autora que dentro «del ámbito estatal hay una mirada punitiva como única respuesta a los conflictos. Se desconocen totalmente el entramado y las estrategias de supervivencia que llevan adelante lxs pobres» (p. 39). El recurso a las leyes y a la policía, en el que ha caído una parte de los feminismos, es rechazado por la autora desde una perspectiva de clase muy interesante y poco presente en dichos sectores del feminismo. Les acusa de considerar que solo su trabajo, o en gran parte su trabajo, implica violencia de género cuando esta se ubica muchas veces en el propio hogar y dentro de la familia y a nadie se le ocurre proponer la abolición de la familia, de los bares o del sexo casual.


Georgina Orellano explica en su libro cómo llegó a conocer el término «trabajadora sexual», categoría que surgió de la mano de Carol Leigh en los años setenta del siglo pasado porque deseaba conciliar sus metas feministas con la realidad de su vida y la de las mujeres que conoció. Leigh afirmó que quería «crear una atmósfera de respeto, dentro y fuera del movimiento de mujeres, hacia las que trabajan en la industria del sexo» (p. 86).


Esa atmosfera de respeto, la autora la encontró en el sindicalismo cuando ingresó en AMMAR, Sindicato de Trabajadorxs sexuales en la Argentina, integrada como sección de la CTA (Central de Trabajadores y Trabajadoras de la Argentina). Ella cuenta la emoción que sintió cuando fue tratada por primera vez de «compañera» por sindicalistas de otros oficios con los que coincidía en el local.


El sindicalismo fue su verdadera escuela de respeto y legitimación para salir del estigma y la doble moral social, ya que su encuentro con el feminismo, en el Encuentro Nacional de Mujeres, fue muy desafortunado. La autora vivió en los talleres de dicho Encuentro parecida violencia a la que recibían permanentemente en la calle. Se alejó del feminismo, por eso afirma que fue «sindicalista antes que feminista, abracé mi identidad como trabajadora y mi pertenencia de clase, algo que hasta el día de hoy le falta a cierto feminismo burgués» (p. 97).


Muy interesante resulta el capítulo titulado: «Ni abolicionismo ni reglamentación: despenalización», donde hace un repaso a las dos posiciones enfrentadas en el seno de los feminismos y como ella es partidaria de la despenalización acompañada de un reconocimiento de derechos laborales. La autora denuncia cómo el lema de «Sin clientes no hay trata» no se enuncia, por ejemplo, frente a las personas que consumen marcas de ropa y cuyas empresas obtienen enormes beneficios gracias a la precariedad y a las condiciones de insalubridad que tienen sus trabajadores y trabajadoras.


Pero Orellano se encontró con el feminismo unos años después, con un feminismo, señala, «del 99 % que lucha contra la exclusión y el borrado que un feminismo blanco y mujeril lleva como bandera. Como intentó hacer primero con las lesbianas y luego con las trans, y que las putas padecimos en carne propia» (p. 177). Negar derechos a las trabajadoras sexuales es para la autora del libro un escándalo y «todo por la concha, esa parte del cuerpo que dicen que vendemos, cuando lo que hacemos es ofrecer un servicio. Nadie vende su cuerpo, trabajamos con una parte. Es la sacralización de la sexualidad lo que impide avanzar en una ampliación de derechos que incluya a lxs trabajadoras sexuales» (p. 205).


Compartir o no esta denuncia del pacto moral-sexual contra la prostitución debe hacer reflexionar a los feminismos sobre su papel en la estigmatización y la exclusión que están contribuyendo a aumentar, así como en el impulso de una cultura del castigo que difícilmente resolverá las causas que la provocan.


No hago referencia al testimonio personal de vida que Georgina Orellano va relatando y que acompañan a sus reflexiones. Y no lo hago porque crea que es secundario, todo lo contrario, sino porque resulta imposible resumirlo. Hay que leerlo e impregnarse de su manera de encarar la vida, la maternidad, el trabajo, el amor, la vergüenza, la libertad, la autonomía y tantas otras cosas.


Su historia y la mía son diferentes, hemos llegado al feminismo por caminos distintos ligados a una vida personal que ha tenido su importancia en dicho camino, sin embargo, nuestra manera de entender el feminismo se asemeja mucho. Os recomiendo la lectura de un libro tan lleno de vida como el de Georgina Orellano.


Laura Vicente

[1] Esta es una parte del título del libro sobre el que va a girar mis reflexiones: Georgina Orellano (2023): Puta feminista. Historias de una trabajadora sexual. Barcelona, Virus.


martes, 23 de noviembre de 2021

Juno Mac y Molly Smith (2020): Putas insolentes. La lucha por los derechos de las trabajadoras sexuales.

 


No me he pronunciado públicamente sobre el tema de la prostitución. Antes de que los feminismos colisionaran en este tema, me consideraba abolicionista sin profundizar demasiado en el tema, pese a que es un tema importante. Desde que el tema se ha convertido en motivo de grave confrontación he ido leyendo textos diversos que me aportan información y herramientas para ir formándome una opinión más sólida.

Este libro forma parte de ese proceso de lectura. Concuerdo con algo que se dice en el Prólogo y es que no se puede plantear un sí o un no a la prostitución porque no sirve de nada y porque nadie defiende la prostitución en sí misma. Un feminismo que incida en el cambio social y en las políticas públicas debe partir de lo que hay (la existencia de la prostitución), no de lo que le gustaría que hubiera (su abolición). La práctica política de la «escucha» consiste precisamente en eso, en la escucha de lo que está pasando. Por otro lado, sería bueno desprender a los feminismos del exceso de ideología, porque esta corre el riesgo de convertirse en una forma de doctrina que pretende que la explicación de todos los misterios de la vida y del mundo, se dan en una única fórmula que remite a un único elemento determinante del proceso natural o histórico[1].

Soltemos lastre y planteemos el debate desde una perspectiva político-social, la discusión sobre qué hacer con la prostitución no se mueve entre abolición y regulación. Ninguna teoría ni ninguna ideología pueden servir para negar derechos básicos a ningún sector de la población.

El libro consta de cuatro temas (son ocho capítulos más la Introducción y la conclusión). Tres de estos temas (que corresponden a tres capítulos) hacen referencia a sexo, trabajo y fronteras, tres coordenadas que definen y centran el tema de la prostitución. El cuarto tema son los modelos legales más importantes respecto a la prostitución (cinco capítulos).

El planteamiento principal de las autoras es el siguiente: la prostitución es un trabajo (y quienes trabajan en ella son trabajadoras del sexo) y cómo tal trabajo debe dar acceso a derechos laborales (por supuesto también a los derechos humanos). Qué menos que no criminalizar ni estigmatizar a las prostitutas y tratar de identificar y proteger a las víctimas de trata.

 Estamos ante un libro escrito en primera persona, puesto que las dos autoras son trabajadoras sexuales, que ofrece argumentos, información, datos y opiniones (propias y de otras trabajadoras sexuales) …

Las autoras dan una importancia primordial a las «fronteras», ya que la inmensa mayoría de las personas que terminan en situaciones de explotación estaban tratando de migrar (p. 114). Las fronteras producen personas que no tienen, o apenas tienen, derechos mientras viajan y trabajan.

Critica amablemente al movimiento en pro de los derechos de las trabajadoras sexuales que afirman que trabajo sexual y trata don son fenómenos totalmente diferentes y que no deben mezclarse. De esa manera dejan en evidencia que las operaciones policiales contra la trata no deben afectar a las trabajadoras sexuales y que esos arrestos no son legítimos (parece que, si lo son los que afectan a las mujeres objeto de trata), desautorizando a quienes están trabajando en condiciones de abuso y explotación. De esta manera, colocan a estas personas fuera de la jurisdicción de los derechos de las trabajadoras sexuales. Sitúa la trata como un mal inexplicable, desgajado del contexto crucial de las condiciones migratorias y del impacto de las políticas regresivas de inmigración y de los cuerpos represivos sobre los derechos laborales y sobre la seguridad de las migrantes.

Por último, hace un repaso a los modelos legales respecto a la prostitución:

--Gran Bretaña: penalización parcial: los actos de comprar y vender servicios sexuales son legales, pero casi todo lo demás está penalizado (p. 147).

--Estados Unidos, Sudáfrica y Kenia: penalización completa (p. 185).

--Suecia, Noruega, Irlanda y Canadá: modelo sueco: un régimen legal que penaliza la adquisición de sexo y castiga a terceros (p. 219).

--Alemania, PPBB y Nevada: regulacionismo.

--Nueva Zelanda, Nueva Gales: despenalización total regula la industria sexual mediante el derecho laboral (p. 285)

Las autoras recalcan algunas conclusiones:

1) Que el asco por la industria del sexo y por los hombres (los puteros) no sobrepase vuestra capacidad de empatizar con las personas que venden servicios sexuales. Que se desplace la visión de lo que la prostitución simboliza, para enfrentarse con lo que la penalización de la prostitución causa materialmente en las personas que venden sexo. No olvidar que no son triviales las necesidades materiales actuales de las trabajadoras sexuales, su necesidad de ingresos, de garantías frente a los desahucios, de seguridad ante las leyes de inmigración.

2) La pobreza y la indefensión financiera es uno de los principales impulsos de la trata dentro de la industria del sexo. Las personas que están dentro del comercio sexual tienen un conocimiento valioso sobre el funcionamiento interno de la industria y pueden aportar mucho a la lucha contra la trata. 

Poner por delante de todo a las trabajadoras sexuales, preguntarles que es lo que creen que es mejor para ellas, en lugar de ser rescatadas a la fuerza de la vida que están tratando de construirse.

3) Ninguna persona es desechable. Los derechos de las trabajadoras sexuales no pueden desvincularse de otros movimientos pro derechos. La pobreza, causa fundamental de la prostitución no se resuelve con ninguna política sobre la prostitución (aunque la despenalización aporta seguridad a las prostitutas). Las trabajadoras sexuales pobres, migrantes, con discapacidad y para muchas más, no basta con derogar las leyes que impiden ofrecer servicios sexuales.

La abolición humana del trabajo sexual solamente puede ocurrir cuando las personas marginadas ya no tengan que mantenerse a sí mismas mediante la industria del sexo; cuando ya no sea necesaria para su supervivencia. Si todo el mundo tuviera los recursos que necesita, nadie tendría que vender sexo, excepto el pequeño número de personas que realmente lo disfrutan.

4) Cuidado con el progresismo. No basta con considerarse una aliada de las trabajadoras sexuales si tu política se limita a ser una mera defensa de la «igualdad y el respeto» o de la libertad «de hacer con el propio cuerpo lo que cada una quiera». No basta con combatir solo el estigma, no es suficiente con una mejor representación o lograr la «aceptación» y garantizar el respeto. Considera que esta manera de entender el tema es parcial y una política de gestos. Es necesario explorar los mecanismos de su opresión.

5) Consideran que enmarcar el intercambio de sexo por dinero como una acción empoderadora es una perspectiva liberal (es decir, pensar que la capacidad de una persona de aprovecharse de su propia cosificación sexual puede transformar mágicamente el statu quo de todas).

Un libro que aclara dudas y disuelve disputas mientras se lee, otra cosa es si el movimiento feminista reflexionará y reducirá sus enfrentamientos .

 

 



[1] Abensour. A través de la ideología se “emancipan” de la realidad, invocando una “realidad más verdadera”.