Me considero feminista desde hace mucho tiempo, desde siempre incluso. Era una niña de barrio y en los juegos de calle, que eran la mayoría, no me gustaba que los niños con los que jugaba mandaran e impusieran su autoridad que les venía de la fuerza. Jugaba más a sus juegos que a los que se consideraban de niñas, me gustaban aquellos que implicaban acción: correr, esconderse por los patios de la vecindad, saltar por las graveras (mi barrio estaba en pleno crecimiento constructivo), robar fruta en los huertos, coger lagartijas, etc. Siempre llevaba las rodillas desolladas y con costras, llevar pantalones era impensable.
Mi
adolescencia se caracterizó por hacer lo que no debía: salir del barrio cuando
lo tenía prohibido, ir a discotecas cuando no tenía edad, liarla en clase y
pasar más horas expulsada que dentro del aula y, claro, era muy mala
estudiante. Los gustos de mis amigas no los compartía y nunca entre en ellos:
pintarse, depilarse, hacerse la toga…
Estudié
porque mi madre se empeñó y en el instituto entré en otra dimensión: la
política, las manifestaciones, el feminismo, la lucha estudiantil. Me
entusiasme y toda aquella energía se canalizó hacia la lucha. Para mi aquello
era estupendo, fui a mi primera manifestación con catorce años, correr delante
de la policía era emocionante (no era plenamente consciente del peligro),
protestar contra la autoridad es lo que venía haciendo desde niña, pero ahora
con cierto contenido social y político.
Ser
feminista en aquellos momentos no generaba ninguna simpatía, ni siquiera entre
nuestros compañeros y compañeras más cercanas. Nuestro feminismo era muy
sencillo, nos rebelábamos contra el papel secundario que nos adjudicaban los
jóvenes con los que compartíamos estudios y diversiones. Y la palabra «puta» no
era infrecuente cuando defendíamos una sexualidad libre.
A
mi aquella palabra me dolía, el tiempo hizo que acabara conviviendo con ella
sin aceptarla. Éra(mos) abolicionistas sin darle muchas vueltas al tema,
pensábamos que dedicarse a la prostitución era lo peor que le podía ocurrir a
una mujer y que nadie podía optar por ese trabajo voluntariamente. Pasaron los
años y, poco a poco, diversos sectores del feminismo empezaron a plantear
visiones diferentes respecto al tema de la prostitución, apareció el término
«trabajadora sexual» y algunas empezaron a denominarse feministas. Me negué a
atrincherarme en una posición abolicionista poco meditada y las escuché, las
leí y mi posición cambió.
El tema de la prostitución/trabajo sexual se ha convertido en un tema de confrontación dentro del feminismo que, por su violencia, ira y rabia, me cuesta entenderlo en toda su magnitud. Soy partidaria, desde el anarquismo, de la despenalización y de la abolición en una sociedad ideal en la que quede abolida la explotación, la pobreza, la migración perseguida, la trata de personas y el salario. Y aquí entra el libro de Georgina Orellano[1] que me ha llevado a esta introducción personal.
Comparto con la autora que la
resolución de los conflictos (entre trabajadoras sexuales para controlar la
calle, pero aplicable a cualquier conflicto) no deben trasladarse al Estado
porque agrava los problemas. Afirma la autora que dentro «del ámbito estatal
hay una mirada punitiva como única respuesta a los conflictos. Se desconocen
totalmente el entramado y las estrategias de supervivencia que llevan adelante
lxs pobres» (p. 39). El recurso a las leyes y a la policía, en el que ha caído
una parte de los feminismos, es rechazado por la autora desde una perspectiva
de clase muy interesante y poco presente en dichos sectores del feminismo. Les
acusa de considerar que solo su trabajo, o en gran parte su trabajo, implica
violencia de género cuando esta se ubica muchas veces en el propio hogar y
dentro de la familia y a nadie se le ocurre proponer la abolición de la
familia, de los bares o del sexo casual.
Georgina Orellano explica en su libro
cómo llegó a conocer el término «trabajadora sexual», categoría que surgió de
la mano de Carol Leigh en los años setenta del siglo pasado porque deseaba
conciliar sus metas feministas con la realidad de su vida y la de las mujeres
que conoció. Leigh afirmó que quería «crear una atmósfera de respeto, dentro y
fuera del movimiento de mujeres, hacia las que trabajan en la industria del
sexo» (p. 86).
Esa atmosfera de respeto, la autora
la encontró en el sindicalismo cuando ingresó en AMMAR, Sindicato de
Trabajadorxs sexuales en la Argentina, integrada como sección de la CTA
(Central de Trabajadores y Trabajadoras de la Argentina). Ella cuenta la emoción
que sintió cuando fue tratada por primera vez de «compañera» por sindicalistas
de otros oficios con los que coincidía en el local.
El sindicalismo fue su verdadera
escuela de respeto y legitimación para salir del estigma y la doble moral
social, ya que su encuentro con el feminismo, en el Encuentro Nacional de
Mujeres, fue muy desafortunado. La autora vivió en los talleres de dicho
Encuentro parecida violencia a la que recibían permanentemente en la calle. Se
alejó del feminismo, por eso afirma que fue «sindicalista antes que feminista,
abracé mi identidad como trabajadora y mi pertenencia de clase, algo que hasta
el día de hoy le falta a cierto feminismo burgués» (p. 97).
Muy
interesante resulta el capítulo titulado: «Ni abolicionismo ni reglamentación:
despenalización», donde hace un repaso a las dos posiciones enfrentadas en el
seno de los feminismos y como ella es partidaria de la despenalización
acompañada de un reconocimiento de derechos laborales. La autora denuncia cómo
el lema de «Sin clientes no hay trata» no se enuncia, por ejemplo, frente a las
personas que consumen marcas de ropa y cuyas empresas obtienen enormes
beneficios gracias a la precariedad y a las condiciones de insalubridad que
tienen sus trabajadores y trabajadoras.
Pero
Orellano se encontró con el feminismo unos años después, con un feminismo,
señala, «del 99 % que lucha contra la exclusión y el borrado que un feminismo
blanco y mujeril lleva como bandera. Como intentó hacer primero con las
lesbianas y luego con las trans, y que las putas padecimos en carne propia» (p.
177). Negar derechos a las trabajadoras sexuales es para la autora del libro un
escándalo y «todo por la concha, esa parte del cuerpo que dicen que vendemos,
cuando lo que hacemos es ofrecer un servicio. Nadie vende su cuerpo, trabajamos
con una parte. Es la sacralización de la sexualidad lo que impide avanzar en
una ampliación de derechos que incluya a lxs trabajadoras sexuales» (p. 205).
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o no esta denuncia del pacto moral-sexual contra la prostitución debe hacer
reflexionar a los feminismos sobre su papel en la estigmatización y la
exclusión que están contribuyendo a aumentar, así como en el impulso de una
cultura del castigo que difícilmente resolverá las causas que la provocan.
No
hago referencia al testimonio personal de vida que Georgina Orellano va
relatando y que acompañan a sus reflexiones. Y no lo hago porque crea que es
secundario, todo lo contrario, sino porque resulta imposible resumirlo. Hay que
leerlo e impregnarse de su manera de encarar la vida, la maternidad, el
trabajo, el amor, la vergüenza, la libertad, la autonomía y tantas otras cosas.
Su
historia y la mía son diferentes, hemos llegado al feminismo por caminos
distintos ligados a una vida personal que ha tenido su importancia en dicho
camino, sin embargo, nuestra manera de entender el feminismo se asemeja mucho. Os
recomiendo la lectura de un libro tan lleno de vida como el de Georgina
Orellano.
[1] Esta es
una parte del título del libro sobre el que va a girar mis reflexiones: Georgina Orellano (2023): Puta feminista. Historias de
una trabajadora sexual. Barcelona, Virus.