Como suele suceder a veces, las lecturas se
encadenan sin tener un plan prefijado pero van encajando como un puzle y van
alcanzando una dimensión que nos permite trascender la mera lectura de novelas
aisladas. En un periodo de tiempo muy breve he leído dos novelas y un artículo
de un autor del que, hace poco tiempo, había leído también una novela. Las dos
novelas son la de Emmanuel Carrère y su novela Limónov y la de Svetlana Aleksiévich y su obra El fin del “Homo sovieticus”. El artículo es una entrevista con Yan
Lianke del que había leído El sueño de la
aldea Ding.
Las novelas de Carrère y de Aleksiévich son “novelas sin ficción”, los
protagonistas son reales, lo que explican y lo que investiga el autor/a también
y quienes lo escriben se introducen en la obra, involucrándose y huyendo del
papel de narradores ajenos a los hechos. Incluyen sus propias reflexiones,
experiencias y vidas porque, lo que intentan construir con sus obras, es una visión del ser humano en determinadas circunstancias
históricas.
Entre los muchos temas tratados en estas obras se
encuentra la propia literatura en los sistemas totalitarios de “socialismo real”
de la URSS y China. La existencia de la literatura oficial y la literatura disidente aparecen como un tema que muestra
la falta de libertad en dichos países. Carrère añade también la existencia de
lo que denomina literatura underground.
Escribe Emmanuel Carrère en Limónov, que en la URSS existía una literatura oficial formada por
los “ingenieros del alma”, como los denominó Stalin, que eran los escritores
realistas-socialistas que tenían su reflejo en todas las artes, ya fuera la
arquitectura, la pintura, la escultura o el cine. Quienes eran fieles a la
línea marcada por el partido tenían compensaciones económicas (apartamentos,
dachas, acceso a tiendas, etc.) y sociales (sus libros tenían tiradas de miles
de ejemplares y eran glorificados por el régimen), pero según señala Carrère no
tenían amor propio ni honestidad:
Si no estaban completamente embrutecidos o no eran unos cínicos, los escritores oficiales se avergonzaban de lo que hacían, de lo que eran. Se avergonzaban de escribir en Prevda grandes artículos denunciando a Pasternak en 1957, a Brodsky en 1964, a Siniavski y Dániel en 1966, a Solzhenitsyn en 1969, siendo así que en el secreto de su corazón los envidiaban (92).
Esa envidia hacia los disidentes es de la que habla
Svetlana Aleksiévich en su obra El fin
del “Homo sovieticus”, cuando afirma que en la época soviética las palabras
tenían un valor sagrado, mágico:
Por inercia, los intelectuales continuaban hablado de Pasternak en las cocinas y preparaban la sopa sin soltar los libros de Astafiev o Bikov (38).
Las cocinas, únicos espacios en el que el
“Homo sovieticus” hablaba con cierta libertad cuando la libertad de expresión
era una quimera, esos lugares en los que también los escritores underground, los fracasados, se
calentaban entre ellos, afirma Carrère, y donde…
(…) parloteaban noches enteras, entre el samizdat que circulaba de mano en mano y el samagonka que bebían, el vodka casero que se fabrica en la bañera con azúcar y alcohol de farmacia (93).
La
literatura underground estaba formada por la grisura de los que no eran
héroes, es decir, disidentes, ni colaboraban con el régimen constituyendo la
literatura oficial. La gente del underground
consideraba que un artista auténtico solo podía ser un fracasado en un
sistema totalitario como el soviético o el chino o el de cualquier otro país totalitario,
de tal modo que:
Pintar significaba ganarse la vida como vigilante nocturno. Ser poeta, retirar la nieve con una pala delante de la editorial a la que jamás de los jamases le enseñaría sus poemas, y cuando el director, al apearse de su Volga, te veía con la pala en el patio, era él el que se sentía vagamente humillado. Llevaban una mierda de vida, pero no habían traicionado (93)
Por tanto, para la mayoría de los
escritores y escritoras soviéticas solo cabía elegir, si querían hacer su
trabajo con libertad, entre ser héroes y declarar su disidencia, con el
consiguiente peligro de ser internados en los gulag o caer en el fracaso de la grisura
de la literatura underground.
Yan Lianke en El
sueño de la aldea Ding describía también un hecho real que mostraba el
descontrol del capitalismo que se está desarrollando en China desde una
economía planificada. China es el primer país del mundo que siendo una economía
socialista está desarrollando un capitalismo permitido por un régimen
totalitario controlado por el Partido Comunista. La novela trata del
enriquecimiento de unos pocos a costa de la gran mayoría, la esencia del
capitalismo bajo el amparo del todopoderoso Estado chino. Un mundo que las
autoridades chinas no desean que trascienda a la literatura.
Las preocupaciones de Lianke pasan por esquivar la
censura, conservar su puesto de profesor en la Universidad que puede
desaparecer en cualquier momento y escribir desde la autenticidad y la libertad
utilizando recursos literarios que le permitan no acabar siendo prohibido del
todo y que su obra no sea editada. Entra, pues, en la literatura de la
disidencia que hoy por hoy no supone ser internado en la prisión pero sí ver
prohibidas sus obras. Lianke explica, en la entrevista que salió publicada en
el Babelia de El País del 16 de enero
pasado, que la publicación de los libros en China son el resultado de la
censura que aplica el Estado, las limitaciones de los editores y la autocensura
del propio autor. Para el autor chino la literatura oficial, constituida por
autores y editores que viven muy bien, e incluso se han constituido como un
grupo de interés, sirve de parapeto para las aventuras de disidencia o
denuncia. Tanto es así que Lianke habla de sí mismo como escritor discapacitado por la censura, que tienen que hacer esfuerzos para sobrevivir en las
rendijas de la literatura.
Un escritor así debe saber mantener la distancia para poder ver bien y no dejarse influir por lo que yo llamo la “sociedad caliente”, los sicofantes y los círculos de poder que alaban sin parar la bandera, la patria, el emperador.
Para muchos escritores/as, la libertad
es prescindible y, por ello, se doblegan a las directrices del poder del Estado
para mantenerse en el ámbito seguro de los privilegios. Para transigir siempre
hay múltiples razones que justifican el uso de la autocensura en sus obras
quedándose en lo que cuenta el Estado sin profundizar en lo oculto.
Pero ¿qué valor tiene una literatura que
solo ve lo que cuenta el poder y ya es oficial, en lugar de rastrear lo que
está oculto, lo modificado y lo disimulado de la realidad y de la historia? La
respuesta la tienen los miles de escritores/as que disintieron, que fueron
conducidos a la zona gris del fracaso, que fueron (y son) desprestigiados y
vituperados por la máquina poderosa del Estado totalitario.