Una persona culta es aquella (…) que sabe cómo elegir compañía entre los hombres [y mujeres], entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado. H. Arendt
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miércoles, 23 de junio de 2021

UN «MÁS ALLÁ» DE LAS UTOPÍAS

 

Francesco Mancini

Soñábamos con utopía y nos despertamos gritando.

Roberto Bolaño

En los inicios del siglo XXI, nos parece más fácil pensar en el fin del mundo que en el fin del capitalismo y el patriarcado[1]. Esto nos indica que creemos más posible una sociedad futura distópica que utópica. Quizás, incluso, percibimos la distopia como una realidad ya presente. Cuando Achille Mbembe habla de «necropolítica» como característica del capitalismo actual, nos está hablando de un tipo de economía que organiza sus formas de acumulación de capital como un fin absoluto que prevalece por encima de cualquier otra lógica. Una economía que cosifica al ser humano convirtiendo el cuerpo en mercancía, susceptible de ser desechada. El poder de dar vida o muerte no es cosa de películas o novelas de ciencia ficción, no es una distopia, es una realidad de un «necrocapitalismo» que gobierna ya el mundo.

¿Las utopías han muerto?

El pensamiento occidental, desde la Grecia clásica, se basa en construir una forma modelo, ideal (la utopía, por ejemplo), cuyo plan se traza y a la que se le adjudica un objetivo; luego hay que actuar de acuerdo con ese plan. Primero hay modelización, luego esa modelización requiere su aplicación. Las iniciativas, por tanto, buscan llegar a esa finalidad «imposible» que requiere heroísmo y epopeya. Para que un acto de rebeldía sea digno del calificativo de «heroico» debe tratar de cambiar el sistema, enmendar una injusticia o corregir un error.

El heroísmo, la epopeya, el sacrificio o la valentía suelen ser cosa de hombres, en los dos siglos pasados la imagen popular del sujeto revolucionario tenía un carácter claramente masculino. La revolución implicaba una división de género, las mujeres débiles y oprimidas eran socorridas por la intervención salvadora del movimiento revolucionario; rara vez  aparecían las mujeres como sujetos históricos.

Los héroes eran (y son, recordemos las barricadas urbanas y el fuego en las protestas actuales) hombres jóvenes, la juventud se impone como sujeto histórico afirmando su deseo de cambio, su necesidad de acción, su dinamismo y su rechazo de la tradición.

El imaginario subversivo se ha basado, como decíamos, en la idea de que el objetivo de la acción revolucionaria es avanzar gracias a un proyecto claramente definido hacia la confrontación decisiva que crea las condiciones para la construcción de la utopía. Durante más de un siglo este imaginario subversivo se mantiene en sus rasgos principales: sujeto, proyecto y prácticas políticas.

Sin embargo, el siglo XXI, que nace en 1989, ha fulminado las utopías debido al fracaso de las revoluciones del siglo XX y la caída del socialismo real. Inaugura un cuestionamiento general de las revoluciones, al quedar amputadas de su potencial emancipador. El cambio de siglo se produce bajo el signo de un cambio de paradigma: el paso del «principio de esperanza» al «principio de responsabilidad» (aceptación del orden existente). El futuro ha dejado de ser portador de una esperanza susceptible de trascender el presente.

Además, el sujeto histórico, la clase obrera, se ha tambaleado con el fin del fordismo que trajo el desmembramiento de los grandes polos industriales (auténticos bastiones obreros). La introducción y generalización del trabajo flexible, móvil, precario, así como la penetración de modelos individualistas y competitivos entre los asalariados pusieron en cuestión las formas tradicionales de las prácticas políticas, la sociabilidad y la solidaridad obrera. El sentimiento de derrota histórica del movimiento obrero es abrumador.

Hay un «más allá» de la utopía

Recuerdo la sorpresa que me causó Daniel Colson en una entrevista al afirmar que el anarquismo no es un ideal o una utopía, ni tampoco unas ideas bellas pero irrealizables. Para Colson el anarquismo es realista, habla de las cosas tal y como son: la vida y la muerte, la alegría, la tristeza, el sufrimiento, las relaciones de fuerza y de poder, el azar y la necesidad, tanto de la existencia humana como del mundo. El idealismo y la utopía no están del lado del anarquismo, señala Colson, sino del lado de las «leyes», de las «religiones», de los «Estados» y de los sistemas que pretenden poner orden y dar sentido al caos doblegándolo a su lógica particular. El orden se dice a sí mismo realista, pero su realidad no es otra que la de la dominación.

Si las utopías no son deseables, incluso son un obstáculo al introducir un «caballo de Troya» en el anarquismo, ¿desde dónde podemos construir un «más allá» de las utopías? El anarquismo ha sido siempre una fuente de la que han manado intuiciones brillantes que ya «han sido», que han estado contenidas en acontecimientos que han existido. Algunas prácticas políticas, proyectos y sujetos del pasado nos han deslumbrado, eran prácticas más «masculinas», más enfocadas a un modelo ideal que lo cambiaba todo, que nos conducía al famoso «agrupémonos todos en la lucha final». Otras las hemos ignorado, se han escurrido del acontecer, por desarrollar  prácticas menos brillantes, más «femeninas», más realistas, en la línea que propone Colson, formas construidas desde la vida para solucionar problemas, para hablar de «las cosas tal y como son».

Me voy a permitir retroceder al siglo XX y a un feminismo anarquista que, como el feminismo en general, nunca ha apostado por organizaciones únicas y centralizadas,  ni se ha planteado como objetivo la toma del poder. Me refiero a la participación, «a su manera», de Mujeres Libres en la Revolución social de 1936 en la que desarrolló un «más allá» del imaginario revolucionario clásico, del modelo de revolución modelizada.

Las mujeres no entraron en ese modelo: de las milicias fueron expulsadas a la retaguardia, en los Comités apenas tuvieron cabida, solo en las colectivizaciones tuvieron cierta presencia. La revolución de Mujeres Libres se desarrolló en la lógica de los nodos constituidos de forma simultánea, en ella no hay prioridades en los acontecimientos, no hay modelización, no hay épica ni heroicidad, la revolución es  silenciosa, poco aparente, sin espectacularidad. Una revolución que transcurrió como un río subterráneo que estaba cuestionando la dominación más antigua que padecía la mitad de la humanidad, el patriarcado. Una revolución entendida como mutación cultural que implicaba un cambio vital, una revolución de la vida, de la existencia.

Las mujeres, sin apenas principios ideológicos consignados más allá de unas nociones libertarias muy elementales (actuaron más desde la experiencia que desde el pensamiento), se embarcaron en la aventura de cambiar la vida desde la vida. La retaguardia se convirtió en un espacio en que hubo mujeres protagonizando pequeñas insurgencias que desestabilizaron las normas y jerarquías en el día a día.

Estas mujeres cambiaron la vida al desaprender la pasividad y hacerse responsables de sí mismas y de la marcha del mundo. Se dedicaron a gestionar la vida, a ser solucionadoras de problemas y preservadoras de la vida en lo cotidiano. Se ocuparon de organizar de otra manera las maternidades, de organizar guarderías y comedores colectivos para poder trabajar y tener los «cuidados» asegurados, se ocuparon de las personas refugiadas, de capacitar a mujeres analfabetas, y de un sinfín de problemas cotidianos.

Organizaron sus vidas personales y las de las personas a su cargo, vivieron sus emociones, sus pasiones, su sexualidad, la crianza, el trabajo y el activismo para que fueran compatibles. Muchas de ellas lo hicieron solas, sin hombres, por primera vez en sus vidas. Esa fue «su revolución de la vida», una transformación de largo recorrido que empezó a cambiar las formas de vida, las relaciones personales, el trabajo, los «cuidados» y un sinfín de aspectos que cuestionaban la dominación patriarcal que padecían.

Estas mujeres vislumbraron otros mundos posibles, construyeron un «más allá» de la utopía, no quisieron destruir el mundo viejo sino redefinir la realidad. Esa fue su revolución, ese caudal lo sigue teniendo hoy el movimiento feminista impregnado de anarquismo. No podemos enfrentarnos a la distopia desde la utopia, debemos ser realistas y poner el cuerpo como potencial del que partir para comenzar una mutación cultural que disuelva la idea de finalidad, que parta de la situación en la que nos encontramos olvidando una modelización que siempre ha sido un obstáculo justificativo de la adulteración de los medios para llegar al objetivo final idealizado. 

 


[1] He buscado quién era el autor de esta brillante afirmación pero no lo he logrado dilucidar, pensaba que era de Slavoj Žižek, pero me aparecen otros autores como Mark Fisher y otros/as. Aprovecho esta única nota para señalar que este artículo debe mucho a las lecturas de Enzo Traverso, Daniel Colson, Tomás Ibáñez, Achille Mbembe, Amador Fernández-Savater,  y François Jullien. Así mismo, no puedo dejar de mencionar cuanto me ha hecho pensar la experiencia de Mujeres Libres durante la Guerra Civil (si alguien quiere conocer dichas vueltas y revueltas respecto a esta experiencia, mi último libro recoge muchas de ellas: La revolución de las palabras. La  revista Mujeres libres, Granada: Comares, 2020).