Sara y Nina, dos «drag queen» brasileñas, actúan durante una protesta de la comunidad LGBT en el Ayuntamiento de Río de Janeiro. Mario Tama/Getty Images.
Las diferencias entre las mujeres (clase,
raza, orientación sexual, etc.) han abierto una brecha suficientemente
importante en el sujeto unitario y homogéneo de «la Mujer». En esa vía de agua,
«lo trans» ha abierto un cisma en el feminismo que parece augurar una herida
difícil de suturar.
El feminismo anarquista puede aportar una genealogía y una posición actual
diferenciada del resto de los feminismos.
***
¿Quién
me llama a mí, siendo mi oficio otear el pasado, meterme en un tema tan
resbaladizo y conflictivo dentro del feminismo actual como es este?
No
parece muy buena idea empezar un texto con una pregunta, pese a ello es la
única manera que se me ha ocurrido para expresar mis dudas sobre qué me ha
llevado a enredarme en el torbellino de vueltas, revueltas y remolinos de «lo
trans».
La
guinda del torbellino en el que pretendo navegar, con el peligro de dar tumbos,
resbalar y caer, es que en estos momentos, y en este país, el feminismo
anarquista no existe como movimiento social. Aun cuando existen grupos y
colectivos dispersos, el anarcofeminismo no existe como movimiento constituido
por redes de
personas, grupos y colectivos de afinidad que se comuniquen y coordinen para
llevar a cabo acciones, reflexiones, debates y proyectos conjuntos. Por ello, no hablo en nombre de nadie, salvo en el mío propio, mi visión no tiene pretensiones totalizadoras, soy consciente que dentro de la
cultura política anarcofeminista hay posiciones diversas respecto al tema que
nos ocupa.
El
agravante de esta aventura, pongamos etiquetas, es que soy una mujer blanca y
«cis».
Pese a
todos estos inconvenientes, me anima el hecho de que mujeres trans como Julia
Serano y Elizabeth Duval (en sus libros: Whipping Girl y Después de
lo trans) se posicionen en contra de que solo puedan hablar de «lo trans»
las personas que lo han experimentado. Dice Duval que si solo pudieran hablar
personas trans del tema, eso les obligaría a que ese sea el único discurso que
se espera de ellas.
No
voy a hablar en este texto del Anteproyecto de la llamada «Ley trans» elaborada
por el Ministerio de Igualdad de Irene Montero. No deseo polemizar sobre la
capacidad transformadora de las leyes en las que muchas personas confían,
simplemente yo me fío más de los cambios culturales y sociales en el tema que
nos ocupa.
Y
por último, lo que menos deseo es formar parte del debate polarizado y agresivo
que se ha instalado en el feminismo español y que ha provocado un gran cisma en
este movimiento. Me salgo de ese escenario con alegría y opto por habitar el
conflicto, eso sí, pero saliendo de las pantallas que todo lo extreman por la
vía de las ofensas y las injurias y poniendo el cuerpo con la confianza de
encontrar formas, en el ámbito amplísimo de «lo libertario», que hagan posible
un debate en el que participe cualquiera, no solo minorías y no solo personas
expertas en el tema.
A vueltas con «lo trans»: las identidades
Elegir
las identidades para empezar a dar vueltas a «lo trans» me ha parecido obligado
puesto que existe el deber, más o menos perentorio, de identificarnos con
nuestro sexo de nacimiento al que le corresponde el género adecuado a aquel.
Esa correspondencia es lo «normal», lo que no se adecue a ese marco que se traduce
en un binarismo rígido es patologizado, castigado y excluido.
Antes
de entrar en el tema creo necesario clarificar que utilizo en este texto el
término «trans» consciente de la distinción que se ha hecho entre «transexuales»
y «transgénero» como distinción entre «verdaderas y
falsas personas trans» (quienes se operan y quienes no). Desde hace pocos años,
como señala Julia Serano, se usa «transgénero» como término paraguas para
describir a las personas que desafían las expectativas y los supuestos sociales
en torno a la masculinidad y la feminidad. Esto incluye a las personas trans,
intersexuales y no binarias, así como aquellas cuya expresión de género difiere
de su sexo anatómico o percibido. Desde los años noventa se utiliza el prefijo «trans» especialmente en los movimientos sociales.
Esta definición nos sitúa ya en la gran
diversidad de «lo trans» puesto que, como señala Elizabeth Duval, el término
engloba, en una especie de misión
imposible, bloques tan distintos entre sí y con prioridades tan diferenciadas
como lo son las mujeres trans, los hombres trans y las personas no binarias.
Todo ello sin entrar en las diferencias internas de cada una de esas categorías
si se atiende a factores de clase, raciales, generacionales y otros. Conviene
no olvidar, además, que la mayoría de las manifestaciones sobre «lo trans» no
han estado en sus manos sino en las de colectivos transfeministas herederos de la teoría queer.
Otro
término paraguas es queer, que
pretende englobar al conjunto de la disidencia sexual y es sinónimo de
inclusividad de las llamadas sexualidades periféricas (trans, bollos, maricas,
drag kings y queens, etc.).
Otra
razón por la que he optado por hablar de las identidades es porque puede tratarse de un punto de encuentro, no
exento de conflictos, entre el feminismo anarquista y «lo trans». El anarquismo
plantea la idea de que las personas tienen identidades plurales y fragmentarias
que no las reducen a una única condición o identidad. Esta
manera de observar las identidades encaja con la afirmación
anarquista de lo múltiple, de la diversidad ilimitada de los seres y de su
capacidad para construir un mundo sin jerarquías, sin dominación, sin
subordinación.
La pregunta que nos podemos hacer es
sencilla: ¿No se puede ser persona fuera del modelo binario rígido y
jerárquico? Entre los dos paraguas: el de «lo queer» y el de «lo trans», el
anarquismo feminista se puede mover con cierta comodidad en lo que comparten:
que las identidades son un constructo político, histórico,
psíquico o lingüístico. Estas surgen en
contextos determinados y cambian con el tiempo, no permanecen. La identidad
normaliza, regulariza, disciplina, normativiza, obliga, en definitiva, a
doblegarse al esquema rígido de los dos sexos, los dos géneros, el deseo
normalizado y la heterosexualidad.
El anarquismo, incluso el asociado al feminismo, centra su
atención en cualquier identidad que sea instrumento de dominación. La sexualidad
ha sido siempre un tema de interés para el anarquismo observada desde diversos
puntos de vista. El feminismo anarquista de Mujeres Libres (1936-1939) partía
del sexo biológico que nunca cuestionó e incluso cayó en el esencialismo de la
maternidad como función social adjudicada a las mujeres. El debate
biología/socialización en torno al género se ha encendido hoy hasta explosionar
en los espacios de confluencia feminista como las Asambleas 8 M. Convendría
superar debates simplistas y estériles y llegar a compromisos si es posible.
Que haya sectores del feminismo (también del anarquista o de
sectores trans) que afirmen la existencia de características sexuales
biológicas, no significa que no cuestionen que se ordenen esas características
del cuerpo en dos únicas categorías (hombre/mujer) o que supongan una
disparidad de género esencial.
Existe el riesgo de que potenciando un movimiento
post-identitario se acabe construyendo una nueva identidad como es el caso de
la «queer». Paul B. Preciado confía plenamente en que no será así, ignorando la
capacidad del capitalismo y de sus aparatos de Estado para absorber cualquier
postura disidente, y que «lo queer» será capaz de mantener una
posición de crítica atenta a los procesos de exclusión y de marginalización que
genera toda ficción identitaria. Esa es la razón por la que el sujeto de la
teoría queer rechaza toda
clasificación sexual y pretende destruir las identidades gay, lésbica, trans,
travesti y heterosexual. El sexo, por tanto, pasa a ser algo elegible, independiente
del sexo biológico, la verdadera identidad sexual del individuo se encuentra en
el «género sentido», algo completamente subjetivo.
Diversos sectores del feminismo,
entre quienes me incluyo, tomamos en consideración la idea de que el género
social no se produce ni difunde de acuerdo a cómo actuemos nuestro género
individualmente, sino que reside en las percepciones y las interpretaciones de
los demás. Incluso desde sectores trans se afirma (Serano sería su portavoz más
conocida) que hay de hecho inclinaciones de género naturales e intrínsecas.
Aun cuando dentro de los
posicionamientos anarcofeministas encontramos posturas queer, ahí está para demostrarlo el texto «Queer
explicado para anarquistas, antiautoritarias y demás disidentes radicales»,
hay posturas que discrepan con dichos planteamientos. Las que discrepamos entendemos
que la identidad se transforma, es flexible, de manera que según cuál sea la
relación de poder que se sostenga en cada momento con el mundo, se activarán
los mecanismos de la identidad (relacional o individualizada según explica
Almudena Hernando en La fantasía de la
individualidad). Por tanto, sería difícil entender la identidad en una
persona concreta sin tener en cuenta su posición particular con respecto a los
ejes de poder y dominación que definen la sociedad. Existen, por tanto,
regularidades en la construcción de la identidad personal, lo que nos distancia
de las posiciones posmodernas que creen en la particularidad absoluta de cada
sujeto.
¿El ser humano puede vivir sin
identidades, debemos tender a anularlas por completo? No soy partidaria de
dicha anulación porque en ellas habitamos por ahora y además nos permiten politizar
la lucha de las mujeres. No comparto, en definitiva, el rechazo radical de la
categoría «mujeres» que sigue siendo operativa dentro del feminismo(s). Hay
bastante consenso, eso sí, en cuestionar las identidades sexuales y de género
como elementos fijos que refuerzan el binarismo, la exclusión y que regulan los
deseos, las prácticas sexuales y, ampliando el foco, las relaciones sociales en
general.
A vueltas con el sujeto del feminismo o «un
feminismo sin mujeres»
Dice
Judith Butler en Cuerpos aliados y lucha
política, que las mujeres son las que sufren en términos desproporcionados
la pobreza y el analfabetismo, «dos razones por las que no seré “posfeminista”
hasta el día en que se hayan superado por completo esas lacras». No puedo estar
más de acuerdo con Butler en que hoy por hoy la vulnerabilidad de las mujeres a
nivel global postergan el impactante lema del «feminismo sin mujeres». Esa
misma vulnerabilidad, que no victimismo, debería ser capaz de tejer alianzas
entre los feminismos (seguramente no todos).
Estos planteamientos nos llevan al tema conflictivo del
sujeto político del feminismo. Y con el tema llega la gran pregunta: ¿Qué es
ser mujer? Como anarquistas
abominamos de la vocación de exclusión, de segregación o
de relegación de personas o colectivos, por ello no podemos dudar en situarnos
del lado de quienes las sufren como es el caso de las personas trans. Mujeres Libres
dio un pequeño gran paso cuando planteó en 1936 que «La Mujer» no era una
identidad común a todas las mujeres, puesto que la clase social introducía una
diversidad abismal y, por ello, era necesario nombrar esa diversidad y
visibilizarla (este fue el motivo por el que no asumieron nunca la identidad
«feminista» que consideraban burguesa). Este planteamiento encaja muy bien con la
denominación de «proletariado del feminismo» que muchos años después utilizó Virginie Despentes.
La cuestión «¿Qué es ser mujer?» deberíamos
dejarla abierta a todas aquellas personas que son percibidas y se sienten como
tal y centrarnos como feministas en el cuestionamiento del poder y la
dominación. Parece importante, por tanto, dejar claro que debemos incluir a
personas agredidas en función de su género como es el caso de las personas
trans, asimilando maneras menos esencialistas sobre el sujeto del feminismo.
El anarquismo ha manifestado reiteradamente su compromiso contra la dominación, término que
incluye una gran cantidad de expresiones y de formas de opresión, exclusión y
control. El rechazo a la dominación da lugar a incontables focos de resistencia
individual y colectiva que implican la lucha contra la represión y la falta de
libertad en cualquier sistema. Desde este planteamiento el anarquismo centra la
atención en la multiplicidad de superposiciones parciales entre diferentes
experiencias contra las cuales se lucha, construyendo una categoría general que
mantiene una correspondencia entre experiencias que permanecen confinadas en
sus propias realidades particulares. Esa es la razón por la que sectores del
anarquismo han concluido que el sujeto de la emancipación es la humanidad (o en
versión actualizada, el 99%).
Cuestionar el esencialismo de género supone también cuestionar
el planteamiento que considera que hombres y mujeres representan dos categorías
mutuamente excluyentes, cada una con ciertos rasgos intrínsecos y que no se
cruzan, algo que la anarquista Emma Goldman ya señaló a principios del siglo XX.
Para concluir, consciente de los muchos temas que dejo sin
tratar, me gustaría pensar que es posible tejer redes de personas y grupos en
el amplio espacio de «lo libertario» que cuestionen cualquier tipo de
jerarquías y que acepten todas las formas de diversidad humana. Partir de ese planteamiento
puede facilitar los compromisos y las luchas múltiples. Luchas
necesariamente antisistema y anticapitalistas para propiciar que las personas excluidas,
víctimas de la «necropolítica»
definida por Achille Mbembe, puedan encajar en un mundo que no cosifique al ser
humano convirtiendo sus cuerpos en mercancías, susceptibles de ser desechadas.
Artículo publicado en la revista Libre Pensamiento nº 109