Resulta sorprendente el olvido, o quizás borrado,
que los feminismos actuales han llevado a cabo de una revolución feminista como
la que llevaron a cabo Mujeres Libres entre 1936 y 1939. Es posible que alguien
mencione alguna vez a Mujeres Libres, pero se hace como si fuera una naturaleza
muerta que se rememora puntualmente sin encontrar genealogía en su agencia y en
su pensamiento.
Su revolución, planteada desde un feminismo obrerista
y anarquista, tiene diferencias respecto a la revolución modelizada que se
llevó a cabo desde el Movimiento Libertario a través de los tres pilares (Comités,
Milicias y Colectivizaciones) que consideraron necesarios para acercarse al
modelo de sociedad al que aspiraban: el Comunismo Libertario.
No es extraño que las mujeres fueran excluidas por
sus propios compañeros de dicha revolución modelizada. No hay mujeres en los
comités centrales (algunas encontramos en los comités de barriada), fueron expulsadas
de las milicias al poco de empezar la guerra (se han documentado novecientas
milicianas que combatieron en el frente de Aragón entre julio y diciembre de
1936, después disminuyeron drásticamente) y solo en las colectividades
encontramos más mujeres sin que parezca que tuvieran posiciones de protagonismo
o liderazgo hasta donde sabemos en la actualidad.
Postergadas a la retaguardia reinterpretaron su
papel y pusieron en marcha una revolución entendida como mutación cultural
partiendo de la esfera que siempre había estado en sus manos, lo que llamamos hoy
«cuidados», entendido como gestión de la vida en sentido amplio y desde ahí
pusieron en marcha una auténtica revolución de la existencia. Una revolución
con enfoques prácticos y eficaces, poniendo el cuerpo en las cosas para
solucionar problemas (guarderías y comedores colectivos, maternidades,
subsistencia doméstica, trabajo, atención a los refugiados/as, huérfanos/as,
sexualidad, higiene, el amplio campo de las relaciones personales y familiares,
etc.).
Su revolución fue más silenciosa, menos épica, menos
heroica, que la que impulsaron los hombres, trataron de comprender las potencias
(cualidades de todo lo vivo) de la situación para impulsarlas. Practicaron «la
escucha» de lo que estaba pasando, no de lo que debería pasar atendiendo a un
modelo de sociedad previamente diseñado que a ellas no les guiaba ni les
condicionaba. De esta manera descubrieron que las potencias estaban en el
encaje entre la existencia y la lucha poniendo la revolución en el centro de la
vida para entenderla y vivir de acuerdo con el movimiento de transformación que
llevaron a cabo.
Para los feminismos más radicales esta experiencia
debería ser un referente actual. Solo quienes conciben la historia como algo
vivo unido al presente pueden revivir una época y se pueden abrir posibilidades
a través de las cuales se pueden perseguir diversos futuros. Eso, y no otra
cosa, es la genealogía, un campo de aperturas que traza historias discontinuas
pero ininterrumpidas.