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La guerra de los mundos

El 30 de octubre de 1938 la CBS norteamericana narraba a través de sus ondas radiofónicas una invasión alienígena que Orson Welles había perpetrado adaptando una novela de HG Wells. El grado de verosimilitud era tal que las calles de Nueva York y New Jersey (donde supuestamente se estaba produciendo la invasión) entraron en pánico. Las centralitas de comisarías, edificios públicos y hospitales se bloquearon y la población entró en crisis. Algún radioyente avispado salió a la calle y comprobó in situ que no estaba ocurriendo nada realmente pero nadie recuerda el nombre de ese tipo. “¿Cómo no va a pasar nada si lo dice la radio?”, le decían. “¿Vas a saber tú más que los que hablan en los medios?” 

El 7 de enero de 2012 Diego Pablo Simeone debutaba como entrenador del Atlético de Madrid en el estadio de La Rosaleda. Comenzaba entonces una nueva edición de La Guerra de Los Mundos… pero al revés. Mientras en la calle se forjaba una preciosa historia de superación, de fe, de trabajo, de gestión, de comunión, de aunar valores deportivos, de alegría, de emoción y de fútbol, en los medios de comunicación se relataba una gris novela de terror pergeñada por los mercados y adaptada por los siervos de la gleba. Mientras en las calles se producían milagros sustentados en el trabajo, en las ondas nos contaban una historia triste, aparentemente realista, sobre el drama de ganar a balón parado, la violencia extrema, la posesión como nuevo paradigma de vida, la definición estética de un puñado de rapsodas como condición de vida (y de muerte), la jardinería como pilar de la sociedad, la viscosidad cinemática del césped o la sensación de vergüenza que aparentemente deberíamos tener los aficionados colchoneros por el simple hecho de serlo. Un muchacho, abstemio y de buena dicción, llamó desde la noche de Munich para decirle al mundo lo que veía en la calle. Un equipo que no estaba invitado a la Convención del Dinero había alcanzado la final de la Champions League por segunda vez en tres años. Lo había hecho además eliminando al campeón de Portugal, al campeón de Holanda, al campeón de España y al campeón de Alemania. Un equipo que con presupuesto cinco veces menor que sus rivales había ganado en cinco años todo lo que se puede ganar como club (a excepción de esa bendita Champions). “Sí, pero…” le dijeron sus vecinos. “¿Vas a saber tú más que los que hablan en los medios?” 

Pero si hoy abren la ventana y miran con sus propios ojos verán que el Atleti está en la final de Milán. Que lo está por méritos propios y que lo que ha conseguido es una gesta sin precedentes. Que lo está después de eliminar a uno de los equipos más potentes del mundo (dentro y fuera del campo) en una batalla épica en la que se peleó “como hermanos”, “derrochando coraje y corazón”. Que lo está después de eliminar al equipo que mejor le ha jugado a este Atlético de Madrid (Simeone dixit). 

La batalla comenzó como se suponía, con un Allianz enfervorecido y un equipo bávaro saltando en la yugular de los rojiblancos. Los alemanes, orgullosos y dolidos, parecían desatados. Lo estaban. Los madrileños, serios y disciplinados, parecían superados por las circunstancias. No lo estaban. Simplemente el rival estaba siendo mucho mejor. La primera parte fue un monólogo del equipo de Guardiola. Un despliegue técnico y táctico decorado con una de las mejores macedonias de talento del planeta tierra. Cuando marcó Xabi Alonso el mundo colchonero se tambaleó mientras Munich rugía. Cuando minutos después al árbitro turco pitó un penalti el alma ya se nos partió. Era el fin. Pero no. No lo era. Nunca dejes de creer, leí en el teléfono. Estaba Oblak. El hombre tranquilo. Un tipo cuya sangre se podría emplear en procesos criogénicos y que parece que nada de lo que pasa en el campo vaya con él. Pero como ataja. Y como juega, porque lo que hace este portero es jugar al fútbol. Estar. Aportar. Transmitir. Oblak fue el héroe de la noche alemana. Lo merecía. 

Simeone dijo a los muchachos en el descanso que no estaban siendo el Atleti y lo que dice el Cholo va a misa. Seguramente por eso volvieron al campo sabiendo que tenían que recuperar el pulso y la fe colchonera para seguir adelante en la competición. Y lo hicieron. Claro que lo hicieron. Como siempre lo hacen. El Bayern fue otro porque el Atleti fue otro. Entonces llegó el golpe de gracia. Otra de esas jugadas grabadas a fuego en el subconsciente colectivo. Griezmann de cabeza, Torres que la manda larga a la espalda de la defensa y el francés que resuelve como sólo saben hacer los que están dotados de un don especial. 1-1. ¡Hostia, qué pasamos! 

Y pasamos. Sufriendo las embestidas de los alemanes cabreados. Teniendo que encajar un gol de pundonor de Lewandowski tras un salto de ese chileno malencarado que no es consciente de representar perfectamente aquello que tanto critica. Tuvimos que pasarlo mal mientras Oblak se coronaba como rey de Europa y Fernando Torres nos quitaba un par de años de vida fallando un penalti que para mí no había sido. Pero el árbitro pitó el final y todo lo anterior ya no importaba. No sé qué pasó en el campo o en la grada porque no pude verlo. Estaba gritando, abrazándome, contestando llamadas de amigos y recibiendo felicitaciones mientras las pulsaciones de mi cuerpo volvían, por fin, a valores propios de los seres humanos.

¿Y ahora? Muy fácil. Vivan el momento. Sean felices. Abran las ventanas. Dejen entrar la luz y el aire puro. Bajen a la calle. Toquen, beban, coman y gusten. Vean la realidad con sus propios ojos, tal y como es. Vívanla y olvídense de los que la están retransmitiendo porque lo que están transmitiendo es una mentira y la verdad es mucho más divertida. 

@enniosotanaz

Por el camino

La rueda de prensa que precedió al Atleti-Bayern fue muy clarificadora. Uno de los entrenadores más laureados y con más ascendencia del planeta hablaba con respeto y admiración de su rival. Una rival que cinco años antes era eliminado por el Albacete en la Copa del Rey y para el que entrar en la previa de Champions se consideraba entonces un sueño casi inalcanzable. Decía Guardiola, contestando a la enésima pregunta impertinente de algún mercenario de la cochambre que andaba por allí, que es injusto decir que el Atleti es un equipo que sólo defiende bien. Que un equipo que pelea todos los años por la Liga y la Champions y lo hace además contra equipos que le cuadruplican su presupuesto, tiene por narices que saber hacer algo más que defender. Lo decía Guardiola, que no creo que sea un tipo que presente dudas sobre su concepción estética del fútbol o que tenga un imperdonable pasado colchonero. Xabi Alonso, otro icono rojiblanco, se expresó en términos muy parecidos. Mientras los carroñeros del micrófono (mediocres soldaditos del Mainstream mediático) preguntaban estupideces que buscaban el titular zafio (“¿tiene miedo de que aparezca un segundo balón desde el banquillo?), Guardiola y Xabi Alonso daban una lección de educación y profesionalidad frente a los medios pero a la vez, más importante, dejaban claro algo a lo que no estamos acostumbrados escuchar aquí. el Club Atlético de Madrid es un grande de Europa. Lo es, sin duda, y parece que no sólo lo sabemos nosotros. Aunque tengamos que localizar Radio Moscú en un aparato de onda corta para poder escucharlo. 

Llegar al Calderón fue otra vez una odisea. Una odisea preciosa, eso sí. Las calles alrededor del coliseo estaban infestadas de rojo y blanco desde un par de horas antes y el fantástico ambiente era tan denso que se podía masticar. Cualquier que haya cogido el coche o paseado por Madrid durante estos días se habrá cansado de ver el “Nunca dejes de creer” colgado en cualquier parte. Desde una pancarta en la M-30 a la factura de una panadería de barrio. Señales proscritas de esa comunidad secreta y fascinante que conformamos los seguidores colchoneros de base. Alimento para nuestra fe. Gasolina para esa alegría constante que vivimos cada día por ser del Atleti porque eso es ser del Atleti. Disfrutar del camino. Nos lleve a donde nos lleve. 

Todas esas sensaciones se agolpaban en la cabeza durante los minutos previos y de ahí se trasladaron al campo. En esa frecuencia clandestina que no puede sintonizar nadie más que nosotros (y los jugadores). Y se notó. El equipo salió al campo como una exhalación. Con personalidad, con intensidad y con fútbol. Ganando la batalla en el centro, cerrando la creación rival y jugando muy bien el balón. Los primeros 20 minutos fueron una exhibición de un grupo de futbolistas coordinados que estaban mostrando su mejor versión. Esa en la que deberían basarse los analistas para juzgar lo que es el juego del Atleti. La presión crecía en la grada y en el césped pero todo cambió cuando un muchacho de la cantera llamado Saúl decidió fabricar una prodigiosa obra de arte. Cogió un balón en el centro del campo, encaró el área desde allí y según aparecían rivales que tapaban las posibilidades de combinación él fue sacando de su chistera del talento todas las variaciones posibles de regate. Como una bailarina del Bolshoi se plantó en el área sorteando rivales para una vez allí, tras el enésimo requiebro, decidirse a armar su potente pierna izquierda en un par de milésimas de segundo. El balón dio en el poste (el único sitio que dejaba libre la envergadura de Neuer) pero después entró en la portería. La grada entró en éxtasis. Yo me quedé ronco. 

A partir de ahí el Atleti quedó como aturdido por haber alcanzado el plan tan rápido y el Bayern se recompuso. Acabó la primera parte con cierta incertidumbre pero la primera mitad de la segunda fue un monologo del equipo bávaro. Jugando muy bien, dio además la sensación de tener muy estudiado al rival. Encerrando al equipo, ganando la espalda de los laterales y jugando al Atleti como nadie le ha jugado en el Calderón este año. Hay mucho equipo ahí. También mucho entrenador. Pero los de Simeone aguantaron con cabeza y testosterona. A falta de un cuarto de hora para el final del partido el Atleti había contenido, más o menos, el empuje rival y quedaban todavía minutos para resolver el encuentro en la portería contraria. Tengo la sensación de que faltó fuelle para ello. Aun así Torres estuvo a punto de redondear la noche pero el poste lo impidió. Minutos antes el larguero de Oblak había parado también un obús de Alaba, lanzado casi desde el barrio de Schwabing en Munich, así que mejor un 1-0 que un 2-1. 

He visto, estudiado, leído y sobre todo vívido décadas suficientes como para defender delante de cualquier foro que el actual Atlético de Madrid es un milagro (y lo dice alguien que no cree en los milagros). Es tal el grado de eficiencia y compromiso de este equipo, tan impresionante su nivel de preparación, tan increíble el rendimiento que se saca de unas piezas contadas, tan prodigiosa la forma que tiene de darle la vuelta a sus propios hándicaps y tan incontestable el grado de identificación entre grada, equipo y club que, sinceramente, lo más racional que se me ocurre para explicarlo es recurrir a lo irracional. 

Está todo por decidir pero disfruten del camino. Nos lleve donde nos lleve.

@enniosotanaz