A Don Enrique se le daban bien los niños, nos gustaban sus clases y la misa especial de los domingos, la más concurrida.
Los viernes, en clase de religión, hacía juegos y concursos para motivarnos a aprender el catecismo. Aquél día las tres filas de pupitres formaban sendos equipos y cada uno tenía que responder a sus preguntas, el que lo hacía bien seguía contestando la siguiente pregunta, y así hasta que no sabía más y pasaba al siguiente equipo. Ganaba, obviamente, quien más respuestas acertase.
Entonces, Don Enrique preguntó cuál era el nombre del apóstol San Pedro antes de ser apóstol.
Después de tres rondas nadie lo sabía... entonces yo cerré los ojos y pensé "Dios ¿cuál era?" , una voz en mi cabeza dijo "Simón". Yo misma me extrañé porque Simón no me sonaba nada y cuando la pregunta volvió a nuestro equipo yo no respondí, pero finalmente como nadie contestaba levanté tímidamente la mano y lo dije: "Simón" con poca voz y mucha vergüenza.
Don Enrique nos dio el punto, como la cosa más natural del mundo.
Yo no me lo podía creer, por eso al terminar la clase fui a hablar con él ¡quien si no me iba a entender! y le conté: "Don Enrique, verá usted, yo no sabía esa respuesta pero una voz la puso en mi cabeza y me sorprendí tanto al acertar... creo que Dios me ha hablado". Don Enrique soltó una gran carcajada y dijo "claro que lo sabías, no digas tonterías" siguió recogiendo sus cosas y se fue.
Desde entonces no me fío de los curas.