Imagen: Escalador de invierno, de Bill Binzen
Hace ya varias semanas, digo... meses, que intenta escapar.
Sale del enorme edificio de oficinas donde pasa mañana y tarde y, al anochecer, cruza el umbral dispuesto a irse donde sea. Que no sea su casa, donde ejerce de oficinista nocturno, de cocina, pañales y besos, de fregona en una mano y estropajo en la otra.
Así que desde hace tiempo sale por la puerta, a veces por la tarde al irse a casa, a veces a media mañana, y hace un intento. Busca su destino en un mapa imaginario que visualiza en la palma de la mano, y comienza a caminar, pero nunca llega a más de dos manzanas del edificio. Entonces baja la cabeza y vuelve, piensa: "la próxima vez lo lograré".
Pero un día... siempre hay un día diferente, en que las golondrinas tararean otra melodía, los mirlos callan o las viejecitas pasean sin bastón. Ese día, cuando va a cruzar la puerta de la oficina, se da cuenta de que puede seguir caminando más allá, mucho más allá. Manzana tras manzana hasta ver unos árboles, y más allá, donde le espera la vida.