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lunes, 4 de octubre de 2010

La voz II


Enriquito tenía un don, utilizaba la telepatía, y además la utilizaba bien. Era un buen chico y gracias a ella ayudaba a su madre con los pequeños olvidos diarios. También a sus compañeros cuando preguntaban en clase, y así les evitaba los cintarazos de los curas. Él no necesitaba esa ayuda, además de telepatía tenía memoria fotográfica y se quedaba con la información a la primera.
Se hartó en su infancia de ver el trato que daban los curas, incluso a él que no era travieso ni fallaba nunca en clase, le quedaron cicatrices para toda la vida.
Enriquito se decidió por el seminario para cambiar las cosas, pero allí había más gente con buenos dones, y enseguida le pillaron lo de la telepatía. El superior le negó la posibilidad de utilizarla, "ya estamos buenos de milagros Enrique, solo nos falta que vengan las abuelas diciendo que Dios les habla" así que tuvo que someterse por sus votos y dejar de utilizarla.
Ya mayor, cuando daba religión en los colegios, le dieron ganas de usarla, pero no lo hacía por sus votos, santa obediencia, y en todo caso, ellos no recibirían nunca cintarazos de su parte.
Aquél viernes tenía prisa por irse del colegio, pero a los chicos y chicas les encantaba el juego que organizaba para terminar la semana, las preguntas y respuestas les ayudaban a aprender el catecismo de manera divertida. No les importaba que hubiese sonado la campana, así que para cerrar e irse optó por dejar la respuesta que nadie sabía en el aire a ver si alguien la recogía -no es exactamente telepatía- se mintió.
Cuando estaba recogiendo y aquélla niña le dijo que Dios le había hablado, contestó con una risa nerviosa, "no digas tonterías", los milagros no pueden existir, estamos apañados.

viernes, 1 de octubre de 2010

La voz



A Don Enrique se le daban bien los niños, nos gustaban sus clases y la misa especial de los domingos, la más concurrida. 
Los viernes, en clase de religión, hacía juegos y concursos para motivarnos a aprender el catecismo. Aquél día las tres filas de pupitres  formaban sendos equipos y cada uno tenía que responder a sus preguntas, el que lo hacía bien seguía contestando la siguiente pregunta, y así hasta que no sabía más y pasaba al siguiente equipo. Ganaba, obviamente, quien más respuestas acertase.
Entonces, Don Enrique preguntó cuál era el nombre del apóstol San Pedro antes de ser apóstol.
Después de tres rondas nadie lo sabía... entonces yo cerré los ojos y pensé "Dios ¿cuál era?" , una voz en mi cabeza dijo "Simón". Yo misma me extrañé porque Simón no me sonaba nada y cuando la pregunta volvió a nuestro equipo yo no respondí, pero finalmente como nadie contestaba levanté tímidamente la mano y lo dije: "Simón" con poca voz y mucha vergüenza.
Don Enrique nos dio el punto, como la cosa más natural del mundo.
Yo no me lo podía creer, por eso al terminar la clase fui a hablar con él ¡quien si no me iba a entender! y le conté: "Don Enrique, verá usted, yo no sabía esa respuesta pero una voz la puso en mi cabeza y me sorprendí tanto al acertar... creo que Dios me ha hablado". Don Enrique soltó una gran carcajada y dijo "claro que lo sabías, no digas tonterías" siguió recogiendo sus cosas y se fue.
Desde entonces no me fío de los curas.

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