Ilustración de Julie Massy
Mi abuela quiso ser eterna como un lunes y por eso, seguramente, nos dejó un martes de carnaval, se puso la máscara de la muerte y se fue lo más rápido que pudo, en silencio, sin fiestas ni bailes.
Se fue sin esperar a que llegara la primavera, porque quién quiere irse en primavera, en pleno nacimiento de la vida. Morirse en primavera es caminar contra el viento, nadar contracorriente, o hacer lo contrario a lo que todo el mundo espera de ti. Por eso la gente prefiere irse en otoño o en invierno, los meses caducos.
Supongo que el día anterior, o quizás el año pasado, se miró al espejo y pensó que no le cabía ni una arruga más para seguir siendo tan bella. Y que si continuaba sentada en aquella butaca le iban a salir muchas más, de tanto reír con sus hijos, nietos y bisnietos. Dejadme ya, no riáis más, pero no lo podemos evitar, abuela, quizá tu risa nos sigue invitando a llenar de arrugas la vida. Arrugas sin planchar, como las tuyas; canas sin teñir, pintadas de azul cielo o de violeta atardecer.
Ahora, un salón siempre vacío en el que, intuyo, nadie quiere quedarse mucho tiempo, una despedida hueca de tus besos, un espacio lleno con tu ausencia.
Y los jarrones sin flores.