Para Fernando Vicente, que es un Ángel
Mariana tiene 87 años que no se le notan. Solo si te animas a fijarte en sus manos surcadas de arrugas, con las venas hinchadas, puedes pensar que ha vivido bastante. Su columna se mantiene extrañamente erguida y el cuello caído lo tapa siempre un pañuelo, igual que sus ojos con unas gafas oscuras.
Espera en la cola del banco, como muchas otras mujeres de su edad y algunos hombres, el primer día del mes, para sacar el exiguo dinero de su pensión y guardarlo en casa, contarlo cada día para ver cómo se reduce a una velocidad siempre superior que la de los días en el calendario.
Odia esperar allí, odia ese día porque le recuerda el paso del tiempo y allí el tiempo se hace eterno. Por suerte ya le queda poco, delante tiene a una mujer vieja y fea, más joven que ella pero muy desaliñada, que inventa una pregunta tras otra con tal de no tener que volver a casa, sola. Y cuando está a punto de despedirse, un joven de gafas oscuras como ella, y pelo demasiado abundante, se adelanta, para pasar primero a la caja.
Pero Mariana no va a permitirlo, por eso piensa en ponerle la zancadilla, pero no es rápida y además teme ser ella la que caiga. Decide hablar con él «oiga, joven» pero él no la escucha y en el momento que la señora que estaba en caja se va y el hombre avanza, Mariana no se contiene y le pega un bolsazo en la cabeza, con todas sus fuerzas, que ya no son muchas. Aun así, el hombre cae, al caer su pelo abundante se separa de la cabeza y junto a su mano brilla una pistola. Mariana recuerda que ayer, al volver del parque, cogió unas piedras para sus nietos y aún las llevaba en el bolso, con razón le dolía hoy el brazo camino del banco.
Mariana aparta la pistola suavemente con el pie y pasa al lado del hombre, mientras un guardia de seguridad acude a poner orden. Mariana se acerca a la caja y le dice a Ángel, el joven que siempre la atiende «esta juventud nunca aprenderá educación».