He estado buscando un término para definir el estado de ánimo que, al menos en mi caso, he experimentado con mayor frecuencia durante el año que acaba de marcharse y creo que la palabra es perplejidad. Sí, despedí el 2021 perplejo y saludo la llegada de este 2022 con la inevitable ansiedad de quien no ve el horizonte nada despejado.
Según el diccionario, la perplejidad es un estado de confusión y desconcierto en el que no se sabe muy bien lo que se debe hacer, pensar o decir. Hay muchas cosas de las que nos han pasado este año que cuesta creerse que sean reales.
Me cuesta mucho creer, me deja perplejo la victoria electoral de una desahogada que basó su campaña en la exaltación de la cerveza y la prostitución de la palabra “libertad”.
Me deja perplejo la irresponsabilidad de las derechas ultras y su capacidad para convertir el Congreso en un patio de vecinos de la peor ralea.
Me deja perplejo el analfabetismo manifiesto del jefe de la oposición.
Me deja perplejo nuestra capacidad para dejar pasar comportamientos tan inaceptables como los del emérito, o los de un ex presidente del gobierno mintiendo sin pudor en sede parlamentaria, o la soltura en sus comparecencias judiciales de personajes que llevan decenios moviendo los hilos más comprometidos en la trastienda del poder.
Me dejan perplejo algunas, por no decir bastantes, de las decisiones judiciales adoptadas este año, como declarar ilegal el confinamiento decretado en el primer estado de alarma. Perplejo y preocupado. Como me ocurre con la condena al diputado Alberto Rodríguez por un actuación nunca demostrada y que llevó a la presidenta del parlamento a echarlo de su escaño sin pérdida de tiempo.
Me deja muy descolocado que, ante una experiencia como la de la pandemia que estamos viviendo, tan desasosegante, los políticos exhiban tantas veces un comportamiento errático, impúdico e incluso rastrero.
Me sorprende la preeminencia que se le suele otorgar a los negacionistas un día sí y otro también. Y me alarma que se haga con la cínica coartada de que se trata de reproducir sus tesis para así a continuación poder descalificarlas. A los argumentos de los criminales no se les proporciona altavoz alguno. Punto.
No entiendo la escasa contestación ante el avance de la doctrina ultra en buena parte de los medios de comunicación. Personajes cuyas informaciones en otros tiempos fueron solventes han devenido en propagadores de infamias y bulos que amenazan la convivencia, en agitadores que transgreden uno de los preceptos básicos del periodismo, no usar adjetivos, para proferir insultos y diatribas que aplicados usuarios de redes sociales se apresuran a repicar sin freno.
Me escandaliza la presencia de ultraderechistas saboteando las comparecencia de diputados de izquierdas en las ruedas de prensa que se celebran en el Congreso de los Diputados.
Me alarma la reproducción por esporas de las webs que propagan la doctrina ultra, medios que se dedican a mentir y a negar la evidencia, y que solo pueden sobrevivir si detrás hay dinero, y mucho, interesado en que la basura y la intoxicación se difundan lo máximo posible.
Me deja perplejo la escasa calidad de los informativos de televisión, ya sea privada o pública, con piezas o intervenciones en directo que cuentan lo mismo que el total al que van a dar paso anticipando el insulto o la descalificación que a continuación repetirá el político de turno. Me entristece esa falta de profesionalidad o de criterio, ¿o es que ese es el criterio?
Me cuesta entender el comportamiento de las asociaciones de la prensa, la de Madrid sobre todo, silenciosa ante tanta canallada y manipulación de una prensa cada vez más desvergonzada, pero a la que le falta tiempo para protestar si, por ejemplo, la manera de organizar los turnos de palabra en una rueda de prensa del presidente del gobierno no es exactamente la que a los ultras les gustaría.
Cada vez ocurren aquí más cosas que no entiendo y a veces, dada la resignación y la pasividad que veo a mi alrededor, no puedo menos que preguntarme si seré yo quien está fuera de onda o, por el contrario, se extiende en el ánimo general una especie de fatalismo que lleva a bajar los brazos y nos conduce a la sociedad borreguil de la que habla Noah Harari en uno de sus libros más recientes.
No me ha gustado nada, pandemia aparte, el año que acabamos de vivir en España. Este 2022, como decía al principio, no puedo evitar recibirlo con ansiedad. Hago votos por estar equivocado en mis temores.
J.T.
.Difundido en el diario Público