Su llegada hubiera pasado por desapercibida de no ser porque lo vieron llegar.
Era un hombre a un delantal pegado. Con ojos claros y mirada penetrante. Eran momentos duros, en tiempos de guerra no hay opción a comer ni a vivir como uno quisiera.
En el frente todos estaban perdiendo la razón. Los que un día lloraron abrazados a sus madres o novias se volvieron duros, siniestros. Eran otros. Había que sobrevivir matando al enemigo y asesinando el tiempo. La locura se hizo colectiva. Los ojos estaban inyectados de puro odio.
Pero llegó él.
Apareció andando por el camino que traía a la gente incauta del pueblo. Caminaba a pasos cortos pero firmes. Era el cocinero del pueblo.
Y se puso a hacer de comer con ingredientes que nadie supo nunca de dónde sacó.
Lo que sí supieron es que después de tan agradable momento, el de comer como en casa, volvieron a ser los mismos de antes de la guerra.
Sonrieron, se sintieron niños, se sentaron en el suelo a reposar, hacía mucho tiempo que no se sentían tan vivos y con tan menos ganas de matar. Y la guerra no pudo continuar. Dejaron sus armas abandonadas y regresaron a casa.
Este cocinero desapareció. No sin antes tocar algunos acordes en su guitarra del futuro.
Todo un HITO.
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