La tensión está
alta, vamos a ver otra vez. Y esperamos un rato y volvió a tomarla. No dijo nada, pero vi 14.9 y
la baja ni la miré; no dije nada. Esta vez no se trataba del efecto blancura,
porque vestía de azulina. Es para plaquetas, añadió. Pero si me habíais
desechado definitivamente, repliqué. Estaba convencido que me habían llamado para tomarme plasma,
y había pensado hacer más cosas por la mañana. Veremos qué datos das, y
decidimos.
Ya puesto sobre la
maquinita, otra también de azul celeste y habitual en estas lides me susurra
por lo bajinis es que estamos a cero y hacen falta plaquetas. Pues que sepas que a mí no me
importa, me he traído el quijote, contesté. Y era verdad. Pero leí esta vez unos cuentos de
los hermanos Grimm.
En la pantalla
aparecieron las cifras: 64 minutos. Bien, pensé, termino pronto. Al poco rato,
con los resultados del análisis la de azul tecleó unos números y el visor
cambió a 66 minutos. Vamos subiendo, murmuré. Ya se verá, replicó ella.
Me enfrasqué en la
lectura hasta tal punto que tuvieron que avisarme que relajara la mano, porque
mecánicamente seguía dándole al aprieta/afloja; cuando toca retorno hay que
parar y dejarla quieta.
Los últimos trece
minutos fueron especialmente trabajosos. O la máquina tenía flojera o mi sangre
se agotaba o mi vena se resentía… Cada poco pitido al canto y el aviso “falta
presión en el proceso de extracción”. Varias veces vinieron a toquetear botones para
reanudarla y decirme que era normal cuando se acercaba el final.
Exactamente en el
minuto 61, como si fuera la tocata y fuga sonaron todos los clarines indicando
que habíamos terminado.
¡Ostras, tú! gritamos todos a coro los que en
ese momento ocupábamos la amplia sala del centro de hemodonación. Le había
ganado a la máquina por cinco minutos. ¡Cinco!
El resto ya fue de
pura rutina, y salí de allí con el brazo enreatado en un esparadrapo y
sonriendo al sol que por fin había despejado los nubarrones con que amanecimos.