Cuando ya
nada se espera personalmente exaltante, cantó Celaya, todo un señor poeta. Y lo
dejó así, sin más, mi compa Juan Navarro ayer en su blog Mesa camilla en Madrid. Y en su silencio
decía tanto o más que el Don Gabriel de marras. Hay silencios, y silencios. Y
los silencios de Juan dicen mucho…
Ahorita mismo ya no
sé por dónde seguir, si afirmando el silencio en medio de tanto ruido
mediático, o si desgranar palabras ante un silencio ominoso.
Cada vez que he
rumiado estos versos, o los he escuchado meditando de boca de Paco Ibáñez, un
trallazo me ha medido las espaldas, un ramalazo de rebeldía se me ha subido a
la cabeza, me ha llegado de repente la locura y he dicho y hecho
inconveniencias. Y así me ha ido, así me va. ¿Y qué? ¡Y nada!
No quiero más poetas.
Me corrijo, no quiero esta realidad que hace hablar así a los poetas. Ellos que
canten a las flores que se abren a la vida, al amor que nunca cesa o que se
rompe en mil pedazos, al mañana que está ahí, al ayer que ya nada puede
cambiar, a la memoria herida que sangra sin posible redención, al consuelo
necesario como el pan de cada día, a los muertos sin honra y a los vivos
invisibles. Que no callen, que nos dejen su palabra, que nos presten sus
maneras.
Los necesitamos para
hacer lo que hacemos consciente, sonoro, visible, real.
Seguiré moviendo
muebles y ordenando salas mientras canto y respiro. Barreré y fregaré pisos al
tiempo que confirmo y rubrico mi cabreo y mi exigencia. Haré lo cotidiano y
anodino como si fuera mismamente la proeza última del esforzado e intrépido
viajero que descubre nuevos continentes. Lo extraordinario y solemne lo cuidaré como se miman las azucenas que se ofrecen, las vides de cuyas uvas se fragua el vino para el brindis, las espigas que se funden en el pan que se comparte. Trabajaré el día a día, haciendo que
cada jornada que empiezo sea mejor que la que ya pasó. Me acostaré soñando que
está en mis manos, junto a otras miles, cambiar el mundo este en sus mismos cimientos.
Apretaré los puños
con fiereza y bajaré la cabeza sin humillación, o humildemente qué más da, para
embestir al negro corazón de la bestia más negra aún que nos maltrata, no
importa si para ello tengo que cerrar los ojos, o mirar fijamente y a derecho
su rostro feo y asqueroso.
No gritaré, no alzaré
la voz más allá de mi medida. Tampoco quebraré cosa alguna, salvo a mí mismo.
Renunciaré a ser torrente y sólo y apenas pareceré arroyuelo. Cantaré desafinando,
pero lo haré convencido de que es necesario mi canto, y el canto de ustedes, y
el de los de allá, porque es el mismo canto que entona el universo todo,
incluidos Moli, Berto, Gumi, Bienve y Pichurrín.
Tu poder multiplica
la eficacia del
hombre
Y crece cada día,
entre sus manos,
la obra de tus manos.
Nos enseñaste un
trozo de viña
y nos dijiste:
"Venid a trabajar".
Nos mostraste una
mesa vacía
y nos dijiste:
"Llenadla de pan".
Nos presentaste un
campo de batalla
y nos dijiste:
"Construid la paz".
Nos sacaste del
desierto con el alba
y nos dijiste:
"Levantad la ciudad".
Pusiste una
herramienta en nuestra mano
y nos dijiste:
"Es tiempo de crear".
Escucha a mediodía el
rumor del trabajo
con que el hombre se
afana en tu heredad.
[Himno de la hora intermedia. Liturgia de las Horas]
P.D.
Si hubiera callado, todo habría quedado patente. Las palabras muchas tapan a veces la palabra, y aquí ha ocurrido. Me avergüenzo sin arrepentirme, lo mantengo. Ha sido simplemente un impulso incontrolable, carente de malicia; sin otra pretensión que reafirmarme, es decir, reafirmándome.