Empieza por intentar
ponerte a nivel, y no me fuerces desde tu alta posición y tu lejana distancia.
Abájate y acércate, pues, un poco siquiera.
Trae tu verdad, sí,
pero no rechaces la mía.
Aprende a conjugar el
verbo escuchar. Y de paso también estos otros: mirar, sentir, atender,
comprender, reconocer, compadecer…
No te olvides de tu
historia, pero déjame que yo tampoco aparque en un rincón la mía.
Revístete de
humildad, eres uno más de entre otros muchos. Estás en franca minoría.
Si apelas a noblezas
y títulos de postín, prepárate, deberás soportar que la riqueza ajena ponga en
evidencia tus exiguas credenciales.
Sé sincero, también
tú comiste cebollas en Egipto. ¡Y cuánto las echaste en falta en momentos muy
concretos!
¿Te ríes de mí porque
voy en taparrabos? Mírate en el espejo de tu cuarto de aseo, tu ropaje se
transparenta.
No intentes dar
lecciones, no lo sabes todo.
No te agarres al
derecho, es simple letra escrita en piedra. El viento, la lluvia, el sol, y
hasta las heladas trabajan en su contra. Terminará por borrarse.
Deja de mirar hacia
tu cielo. Este suelo que pisas es lo que tú y yo compartimos. Aprovechémoslo.
Esto que ni es
decálogo ni es ná, ha resultado de un ensimismamiento en que he estado sumido
durante la tarde de ayer y parte de la mañana de hoy –la noche no, que es sólo
para dormir y descansar– tras un intento de dialogar acerca del diálogo
precisamente. No parece que llegáramos a ningún sitio. Y no es que hubiera mala
voluntad; simplemente no reconocíamos dónde estaba cada quien.
Afirmo y proclamo que soy muy
mío. Cabezota, mucho. Displicente, bastante. Rencoroso, casi nada o nada en absoluto. Y sin
embargo, tengo una memoria bastante trabajada; fue producto de un tipo de
enseñanza que ponía demasiado acento en aprenderse cosas para luego recitarlas
de carrerilla. Nunca me gustó, pero tuve que aguantarme.
Sí, ya sé que eso
pertenece a otros tiempos.