Reconozco que al escribir sobre esto se me amontonan demasiadas sensaciones, muchas de ellas contrapuestas. Para decir lo que ahora pretendo debería hacer el ejercicio mental casi imposible de apartarlas y no tenerlas en cuenta. No sé si seré capaz o si sabré reconducirlas para que no interfieran demasiado.
Desde hace dos meses vivimos angustiados por los treinta y tres mineros encerrados bajo tierra. Todo se ha dicho; mucho más se seguirá diciendo. Priman demasiados intereses. Mucha gente está pendiente de su situación. Muchísimos son sinceros. Algunos van a sacar tajada.
A pesar de todos los preparativos de esta obra colosal, impensable en cualquier otra situación, todos temíamos la salida. Con el ánimo suspenso, nos vimos sorprendidos por la aparición del primero en salir.
Desenjaulado de la rudimentaria cabina que le trasladó a la superficie, apareció sonriente, animoso, feliz al fin. No parecía un rescatado sino un rescatador.
Esto me ha hecho cavilar.
Allá dentro y abajo podría haber sucedido cualquier cosa imaginable. Un motín. Un sálvese el que pueda. Un empujar por salir el primero y el de atrás que se jorobe. Un arramplar el bocado del vecino por si no llega el siguiente suministro. En fin, eso y más cabe en naturaleza humana que ha dado ejemplos peores.
No ha ocurrido así. Donde pudo haber desorden, ha habido orden. La convivencia primó sobre la desavenencia y el enfrentamiento. La esperanza sobreabundó sobre el miedo. La solidaridad quebró el individualismo.
No es momento aún para cantar victoria, pero las caras de los sucesivos elevados a la gloria terrena de la superficie que pisamos y del aire que ventila nuestros corazones, dan más que meras sospechas de que el ser humano tiene dentro de sí mucho de bueno, de excelente, de lo mejor.
En Haití, que ya no sale en los medios, el pueblo sigue viviendo, y sacando fuerzas de flaqueza para vencer la muerte con la vida.
A pesar de todos los preparativos de esta obra colosal, impensable en cualquier otra situación, todos temíamos la salida. Con el ánimo suspenso, nos vimos sorprendidos por la aparición del primero en salir.
Desenjaulado de la rudimentaria cabina que le trasladó a la superficie, apareció sonriente, animoso, feliz al fin. No parecía un rescatado sino un rescatador.
Esto me ha hecho cavilar.
Allá dentro y abajo podría haber sucedido cualquier cosa imaginable. Un motín. Un sálvese el que pueda. Un empujar por salir el primero y el de atrás que se jorobe. Un arramplar el bocado del vecino por si no llega el siguiente suministro. En fin, eso y más cabe en naturaleza humana que ha dado ejemplos peores.
No ha ocurrido así. Donde pudo haber desorden, ha habido orden. La convivencia primó sobre la desavenencia y el enfrentamiento. La esperanza sobreabundó sobre el miedo. La solidaridad quebró el individualismo.
No es momento aún para cantar victoria, pero las caras de los sucesivos elevados a la gloria terrena de la superficie que pisamos y del aire que ventila nuestros corazones, dan más que meras sospechas de que el ser humano tiene dentro de sí mucho de bueno, de excelente, de lo mejor.
En Haití, que ya no sale en los medios, el pueblo sigue viviendo, y sacando fuerzas de flaqueza para vencer la muerte con la vida.
En Paquistán, que tampoco sale ya, el pueblo vive a pesar del olvido general, porque atesora más vida de la que puede arrebatarle cualquier cataclismo.
El ser humano no tiene nada que ver con los dinosaurios, por más que en la evolución algo de ellos retenga. Es un superviviente. Aunque ahora algunos pretendan decirnos que en realidad es un depredador y aduzcan razones de la historia y de la economía, no me lo creo. Y miro a estos mineros y recuerdo a los de las pateras y trato con los inmigrantes que me visitan, y me confirmo en lo que digo.
Los seres humanos somos lo mejor de este universo. Y si hubiera o hubiese más universos, habría que investigarlos, pero dudo que encontráramos algo más guay.