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miércoles, 15 de julio de 2020

Casa de citas / Ingmar Bergman / El virgo de Anna


Young Lovers
Mike Hughes

Ingmar Bergman
EL VIRGO DE ANNA

Anna Lindberg y yo éramos de la misma edad. Estábamos en noveno curso, lo que significaba el último paso antes del bachillerato. El colegio era mixto y se llamaba Palmgrenska; estaba en la esquina de Skeppargatan y Kommendörsgatan. Los trescientos cincuenta alumnos nos repartíamos en locales agradables, aunque un poco estrechos, que pertenecían a una casa particular. Se consideraba que los profesores practicaban una pedagogía más moderna y más avanzada que la utilizada en los institutos. Esto no podía ser verdad porque la mayoría de ellos enseñaban también en el instituto de Ostermalm, que estaba a unos cinco minutos andando de Palmgrenska.
    Era la misma mierda de profesores y la misma mierda de estudios memorísticos en los dos sitios. La diferencia consistía más bien en que los derechos de matrícula eran bastante más elevados en Palmgrenska. Y además era un colegio mixto. En nuestro curso había veintiún chicos y ocho chicas. Anna era una de ellas. Los alumnos se sentaban de dos en dos en viejos pupitres. El profesor ocupaba la cátedra que estaba sobre una tarima en uno de los rincones. Ante nosotros se extendía la pizarra. A través de las tres ventanas se veía la lluvia, siempre la lluvia. En la clase reinaba la penumbra. Seis globos de luz eléctrica medían indolentemente sus fuerzas con la precaria luz solar. El olor a zapatos húmedos, ropa interior sucia, sudor y orina, se había quedado impregnado para siempre en las paredes y los muebles. La escuela era un establecimiento, un depósito, basado en un contubernio entre las autoridades y las familias. El manifiesto hedor del hastío se hacía a veces penetrante y, en alguna ocasión, asfixiante. La clase era un espejo en miniatura de la sociedad de poco antes de la guerra: pereza, indiferencia, oportunismo, adulación, prepotencia y alguna que otra gota confusa de rebeldía, idealismo y curiosidad. Pero a los anarquistas los mantenían a raya la sociedad, la escuela y el hogar Los castigos eran ejemplares y, con frecuencia, decisivos pata el futuro del delincuente. Los métodos de enseñanza consistían por lo general en castigos, premios e implantación de mala conciencia. Muchos de los profesores eran nacionalsocialistas, unos por estulticia o por resentimiento ante un ascenso frustrado en la carrera profesional, y otros por idealismo y admiración ante la vieja Alemania, «un pueblo de poetas y pensadores».
    En medio de esta gris resignación que reinaba en los pupitres y en las cátedras, había, como es natural, excepciones, seres inteligentes e indómitos que abrían puertas y dejaban entrar aire y luz. No eran muchos. Nuestro director era un hombre servil y ávido de poder, destacado arribista en la federación de sectas protestantes. Le gustaba predicar en la oración de la mañana proclamando lamentaciones pegajosas y sentimentales acerca de lo mucho que iba a sufrir Jesucristo si visitase Palmgrenska Samskola ese día, o bien sermones sobre política, tráfico o el avance epidémico de la cultura del jazz, con aterradoras visiones del infierno que nos esperaba.
    Lecciones no aprendidas, engaños, trampas, adulación, rabia reprimida y pedos ruidosos y apestosos constituían el desconsolador programa diario. Las chicas se agrupaban en una conspiración de cuchicheos y risitas ahogadas. Los chicos gritaban con sus voces llenas de gallos, en pleno cambio, se pegaban, daban patadas al balón, preparaban alguna chuleta o una lección pendiente.
    Yo estaba sentado en el centro de la clase aproximada mente. Anna estaba delante de mí, un poco a un lado, junto a la ventana. Yo la encontraba fea, como todos. Era una chica alta y gorda con hombros redondos, andaba mal, tenía unas tetas grandes, caderas poderosas y un trasero que se balanceaba al andar. El pelo era de color rubio ratón, corlo y peinado con raya al lado. Tenía los ojos asimétricos, uno marrón y otro azul, pómulos altos, labios gruesos y salientes, las mejillas infantilmente redondas y un hoyuelo en la bien formada barbilla. Desde la ceja derecha hasta el nacimiento del pelo tenía una cicatriz que se le ponía roja cuando lloraba o se enfadaba. Las manos eran cuadradas con los dedos romos y gruesos, las piernas largas y bien torneadas, los pies pequeños con el puente alto y le faltaba uno de los meñiques. Olía a muchacha y a jabón de bebé. Llevaba faldas marrones que le sentaban mal y blusas de seda cruda de color rosa o azul claro. Era una chica lista, rápida en las réplicas y buena. Las malas lenguas decían que su padre se había escapado con una señora de vida alegre. Se decía también que la madre de Anna vivía con un viajante de comercio pelirrojo que maltrataba a la madre y a la hija y que ésta iba al colegio con matrícula reducida.
    Anna y yo éramos dos solitarios, yo por raro y ella por fea. Nuestros compañeros no se metían con nosotros, no era cuestión de malos tratos.
    Un domingo nos encontramos Anna y yo en la sesión de tarde del cine Karla. Por lo visto a ella también le gustaba el cine y como yo iba con frecuencia. Anna, a diferencia de mí, disponía de bastante dinero para sus gastos y yo me dejaba invitar. Al cabo del tiempo Anna me dejó que la acompañase a su casa. El piso era grande pero viejo, y estaba situado en la esquina de Nybrogatan y Valhallavägen, en la primera planta.
    El cuarto de Anna era alargado y oscuro, los muebles eran una singular mescolanza, la alfombra estaba deshilachada y había una chimenea. Junto a la ventana, una mesa de escritorio blanca que Anna había heredado de su abuela. La cama era convertible, la colcha y los cojines tenían un dibujo oriental. La madre de Anna me recibió con cortesía pero sin cordialidad. En lo físico se parecía a su hija, pero tenía la boca amarga, el cutis amarillento y el pelo gris y ralo, cardado y peinado hacia atrás. El viajante de comercio pelirrojo no se vio por ninguna parte.
    Anna y yo empezamos a hacer juntos los deberes, la llevé a la rectoría, la presenté y, para mi sorpresa, fue aceptada con naturalidad. Probablemente la encontraron tan fea que no la creyeron un peligro para mi virtud. Se fue integrando gustosamente en la familia, los domingos cenaba con nosotros el habitual asado de ternera con pepino; mi hermano la observaba con miradas desdeñosas e irónicas, ella contestaba con presteza y valentía cuando le hacían preguntas y participaba en las representaciones de títeres.
    La redonda bondad de Anna reducía la tensión de mis relaciones con el resto de la familia.
    Lo que en cambio no sabía nadie era que la madre de Anna casi nunca estaba en casa por las tardes y que, sin apenas notarlo, los deberes escolares se fueron convirtiendo en confusos pero obstinados ejercicios en la chirriante cama.
    Estábamos solos, famélicos, llenos de curiosidad y éramos totalmente ignorantes. El virgo de Anna se resistía y la cama, que más parecía una hamaca, no facilitaba la operación. No nos atrevíamos a desnudarnos sino que hacíamos nuestras prácticas completamente vestidos, a excepción de las bragas de lana de Anna. Éramos descuidados y cautelosos, la mayoría de las veces yo eyaculaba en algún lugar entre su dura faja y su blando vientre. Anna, que era valiente y astuta, propuso que nos acostáramos en el suelo delante de la chimenea. Lo había visto en una película. Hicimos fuego con unos periódicos y unas astillas y nos despojamos de las prendas que nos estorbaban, Anna gritaba y se reía, yo me hundí en ella de un modo misterioso, Anna volvió a gritar, le hacía daño, pero me mantuvo apretado. Traté de liberarme como era mi deber, ella cruzó las piernas en torno a mi espalda, yo entré aún más adentro, Anna empezó a llorar, las lágrimas y los mocos le resbalaban por la cara, nos besamos con los labios apretados: «Me he quedado embarazada», musitó ella, «sentí que me quedaba embarazada». Reía y lloraba a la vez. Yo caí presa de un helado espanto, traté de hacerle recobrar el juicio, tenía que ir a lavarse inmediatamente y lavar también la alfombra. Estábamos los dos manchados de sangre, que había caído también en la alfombra.
    En ese instante se abrió la puerta del vestíbulo y la madre de Anna apareció en la habitación. Anna, sentada en el suelo, trataba de ponerse las bragas y meterse las voluminosas tetas dentro de la camisa. Yo me estiraba el jersey para ocultar unas manchas oscuras en torno a la bragueta.
    La señora Lindberg me dio una bofetada, me agarró de una oreja y me hizo dar dos vueltas por la habitación; después se detuvo, me dio otro bofetón y dijo con una sonrisa amenazadora que me cuidase muy mucho de hacerle un niño a su hija. Por lo demás podíamos hacer lo que nos viniera en gana con tal de que no le salpicase a ella. Dicho esto, me volvió la espalda y salió dando un portazo.


Yo no amaba a Anna puesto que el amor no existía donde yo vivía y respiraba. Seguramente había estado rodeado de mucho amor en mi niñez, pero había olvidado a qué sabía. No sentía amor por nadie ni por nada y menos aún por mí mismo. Los sentimientos de Anna estaban quizá menos deteriorados. Tenía alguien a quien abrazar y besar, alguien con quien jugar, un muñeco difícil, caprichoso y malo que hablaba sin parar, divertido en ocasiones y en ocasiones simplemente tonto o tan infantil que había que preguntarse si de verdad tenía catorce años. Alguien que, a veces, no quería ir por la calle con ella pretextando que ella era demasiado gorda y él demasiado delgado y que hacían el ridículo yendo juntos.
    En alguna ocasión, cuando la presión de la rectoría se hacía insoportable, llegué a pegarle; ella me pegaba a su vez, éramos igual de fuertes, pero yo estaba más enfadado y por eso nuestras riñas terminaban frecuentemente con ella llorando y yo marchándome.
    Siempre hacíamos las paces; una vez ella salió con un ojo morado, otra con el labio partido. Le divertía enseñar sus heridas en el colegio. Cuando alguien le preguntaba quién le había pegado, contestaba que se lo había hecho su amante. Todos se echaban a reír puesto que nadie podía creer que el escuchimizado y tartamudo hijo del pastor fuera capaz de semejantes explosiones de virilidad y temperamento. Un domingo, antes de la misa solemne, Anna telefoneó gritando que Palle estaba matando a su madre. Corrí en su ayuda. Anna abrió la puerta del vestíbulo. En ese preciso instante recibí un fulminante puñetazo en la boca que me tumbó de espaldas contra la repisa de los chanclos. El pelirrojo viajante de comercio, en camisón y calcetines rodaba por el suelo pegándose con la madre y la hija. Vociferaba que las iba a matar, que se iban a terminar de una vez las malditas supercherías, que estaba hasta los cojones de mantener a una puta y a su hija. Había agarrado por el cuello a la madre, cuyo rostro estaba congestionado y con la boca abierta. Anna y yo tratamos de sujetarle las manos, y por fin Anna se precipitó a la cocina en busca de un cuchillo gritando que le iba a matar. Él soltó la presa inmediatamente, me dio otro puñetazo en la cara, yo se lo devolví, pero no acerté. A continuación se vistió en silencio, se colocó el sombrero hongo ladeado, se puso el abrigo, tiró al suelo la llave de la casa y desapareció. La madre de Anna nos preparó café y bocadillos, un vecino llamó a la puerta para preguntar qué había pasado. Anna me llevó a su cuarto y examinó mis heridas. Me había desportillado uno de los dientes incisivos (en el momento en que escribo estas líneas todavía puedo notar la mella con la lengua).
    Para mí todo esto era interesante, pero irreal. Las cosas que pasaban a mi alrededor me parecían trozos de películas deshilvanados, en parte incomprensibles o simplemente fastidiosos. Descubrí con sorpresa que, si bien
mis sentidos registraban la realidad exterior, los impulsos no llegaban nunca a mis sentimientos. Mis sentimientos habitaban en un lugar cerrado y me servía de ellos cuando quería, pero jamás impremeditadamente. Mi realidad estaba tan profundamente escindida que había perdido conciencia de sí misma.
    Me he detenido en la trifulca del destartalado piso de la calle de Nybrogatan porque me acuerdo de todos y cada uno de los instantes, de los movimientos, de los gritos y las réplicas, de la luz que reflejaban las ventanas de la casa de enfrente. Me acuerdo del olor a comida y a mugre, del olor a fijador que despedía el rojizo y grasiento cabello del hombre.
    Me acuerdo de todo y de cada cosa por separado. Pero no hay ningún tipo de sentimiento unido a las impresiones sensoriales. Me pregunto si tenía miedo o si estaba furioso o avergonzado, si me sentía curioso o solamente histérico. No lo sé.

Ahora, con la solución en la mano, sé que habían de pasar más de cuarenta años antes de que mis sentimientos se liberasen del hermético recinto en el que vivieron encerrados. Yo vivía del recuerdo de los sentimientos, sabía reproducirlos bastante bien, pero la expresión espontánea jamás era espontánea, había siempre una fracción de segundo entre mi vivencia intuitiva y su expresión en sentimientos.
    Hoy, que me hago la ilusión de que estoy casi curado, me pregunto si hay o llegará a haber instrumentos capaces de medir y definir una neurosis que, de manera tan eficaz y acabada, representaba una ilusoria normalidad.
    Cuando cumplí quince años, Anna fue invitada a la celebración en el chalet amarillo de la isla de Smådalarö. La pusieron a dormir con mi hermana en una de las habitaciones del piso de arriba. Al amanecer fui a despertarla, nos escabullimos hasta la bahía y remamos en dirección al golfo de Jungfrufjärden, dejando atrás Rödudd y Stendörren. Remamos derecho hasta el golfo, en plena inmovilidad, en medio del resplandor del sol y del indolente oleaje que dejaba el Saltsjön, el vapor que, silencioso, hacía su recorrido matinal de la isla de Utö a la de Dalarö. Llegamos a casa a tiempo para el desayuno y las felicitaciones. Teníamos los hombros y la espalda quemados por el sol, los labios resecos y con sabor a sal, los ojos medio ciegos de toda aquella luz. Después de haber estado juntos más de medio año, habíamos visto por primera vez nuestra desnudez.



Ingmar Bergman
La linterna mágica
Tusquets, Barcelona, 1978, pp. 124-130



sábado, 11 de julio de 2020

Casa de citas / Ingmar Bergman / Harriet Andersson

Harriet Andersson

Ingmar Bergman
HARRIET ANDERSSON


Yo debía realizar inmediatamente dos películas, una detrás de otra: Tres mujeres con guión original mío y Un verano con Mónica, adaptación de una novela de Per Anders Fogelström. Para el papel de Mónica se eligió a una actriz joven que hacía revista con medias de malla y elocuentes escotes en el Teatro Scala. Tenía alguna experiencia cinematográfica y era novia formal de un actor. A finales de julio fuimos a filmar exteriores al archipiélago de Estocolmo.
    Un verano con Mónica estaba planteada como una película de presupuesto reducido, y por tanto se iba a rodar con limitados recursos y un mínimo de personal. Vivíamos en la isla de Ornó, en un albergue llamado Klockargården, y cada mañana nos llevaban en barcos de pesca a un grupo de islas exóticas que estaban en el extremo del archipiélago, a unas horas de navegación. 

Harriet Andersson
  Pronto me vi envuelto por una eufórica despreocupación. Los problemas profesionales, económicos y matrimoniales desaparecieron en el horizonte. Vivíamos una vida al aire libre relativamente cómoda, trabajábamos de día, de noche, de madrugada, hiciera el tiempo que hiciera. Las noches eran cortas, el sueño apacible. Después de tres semanas de trabajo enviamos nuestro producto al laboratorio para su revelado. Un defecto en una máquina hizo una raya en miles de metros de película y tuvimos que volver a rodar casi todo. Derramamos, para salvar las apariencias, unas lágrimas de cocodrilo, pero nos alegramos en secreto de la prolongación de nuestra libertad.
    El trabajo cinematográfico es una actividad fuertemente erótica. La proximidad a los actores no tiene reservas, la entrega mutua es total. La intimidad, el afecto, la dependencia, la ternura, la confianza, la fe ante el mágico ojo de la cámara, nos dan una seguridad cálida, posiblemente ilusoria. Tensión, relajamiento, respiración común, momentos de triunfo, momentos de fracaso. La atmósfera está irresistiblemente cargada de sexualidad. Tardé muchos años en aprender finalmente que un día la cámara se para, los focos se apagan.


Harriet Andersson



    Harriet Andersson y yo hemos trabajado juntos durante años; ella es una persona singularmente fuerte, pero vulnerable, con un rasgo de genialidad en su talento. Su relación con la cámara es directa y sensual. Además tiene una técnica soberana y pasa vertiginosamente de la emoción más intensa a una sobria contemplación. Tiene un humor mordaz, pero no cínico. Una persona adorable y una de mis amigas más queridas.


Ingmar Bergman
La linterna mágica
Tusquets, Barcelona, 1978, pp. 181-183




lunes, 8 de junio de 2020

Casa de citas / Ingmar Bergman / El verano de 1932


Ingmar Bergman
EL VERANO DE 1932

Era una tarde de domingo en la rectoría. Estaba solo en casa con unos deberes de matemáticas irresolubles. Las campanas de la iglesia de Engelbrekt tocaban a muerto, mi hermano había ido al cine, a la matinée , mi hermana estaba en el hospital con apendicitis, mis padres y las sirvientas habían ido a la capilla para celebrar el aniversario de la reina Sophia, fundadora del hospital. El sol de primavera ardía sobre el escritorio, las enfermeras jubiladas que vivían en Solhemmet pasaron en fila india, vestidas de negro, por entre las sombras de los árboles del camino. Yo tenía trece años y estaba castigado a no ir al cine por culpa de los deberes de matemáticas que había dejado sin hacer la noche anterior por escaparme a ver Ragnarök . Aburrido y atontado dibujé una mujer desnuda en el cuaderno. Como siempre he sido un dibujante malísimo, me salió fatal. Tenía unos pechos descomunales y el sexo abierto.
    Yo no sabía mucho de mujeres, y nada de sexualidad. Mi hermano había dejado escapar alguna que otra alusión desdeñosa; los padres y los profesores no decían una palabra sobre el asunto. En el Museo Nacional y en la Historia del Arte de Laurin se podían ver a mujeres desnudas. En verano era posible entrever algún que otro culo o un pecho al aire. Esta falta de información no había representado ningún problema; yo estaba a salvo de tentaciones y no me inspiraba ninguna apremiante curiosidad.
    Un episodio insignificante me había causado cierta impresión. Una viuda de edad madura que se llamaba Alla Petréus, de origen sueco-finlandés, era amiga de mi familia y participaba activamente en el trabajo de la iglesia. Debido a una epidemia ocasional que se abatió sobre la rectoría fui a pasar unas semanas a casa de tía Alla. Vivía en un piso enorme en la Strandvägen con vistas a la isla de Skeppsholmen y a una multitud de barcos de transporte de leña. El ruido de la calle no llegaba a las silenciosas y soleadas habitaciones, que estaban profusamente decoradas en un derroche de art nouveu , muy estimulante para la fantasía.
    No se puede decir que Alla Petréus fuera hermosa. Llevaba unas gafas muy gruesas y su andar era hombruno. Cuando se reía, y lo hacía con frecuencia, le salía saliva por las comisuras de la boca. Se vestía con elegancia y llevaba grandes sombreros que tenía que quitarse en el cine. Tenía la piel fina, cálidos ojos castaños y manos suaves, varios lunares de formas y tamaños diferentes en el cuello y, además, olía muy bien a un perfume exótico. La voz era grave, casi varonil. Yo estaba encantado de vivir en su casa y, por si fuera poco, el camino del colegio se reducía a la mitad. La doncella y la cocinera sólo hablaban finlandés, pero me mimaban mucho y me pellizcaban en los carrillos y en el culo.
    Una noche iba a bañarme. La doncella llenó la bañera y echó en el agua algo que olía bien. Me metí en el agua caliente y me quedé adormecido de placer. Alla Petréus llamó a la puerta y preguntó si me había dormido. Al no recibir respuesta, entró. Llevaba un albornoz verde del que se despojó en seguida.
    Dijo que me iba a lavar la espalda, yo me di la vuelta y ella se metió en la bañera, me enjabonó, me frotó con un cepillo duro y me quitó el jabón con sus suaves manos. Luego me cogió una mano y se la metió entre sus muslos. Yo tenía el corazón latiéndome en la garganta, ella separó mis dedos y los apretó con fuerza en dirección a su sexo. Con su otra mano me cogió el pene, que reaccionó sorprendido y soñoliento. Ella separó con cuidado la piel y fue quitando una especie de amasijo blanco que se había acumulado debajo del prepucio. Todo era agradable y no asustaba lo más mínimo. Me mantenía sujeto entre sus fuertes y suaves muslos y me abandoné sin resistencia y sin miedo a un goce pesado, casi doloroso, que me acunaba.
    Yo tenía ocho años, o tal vez nueve. Tía Alla y yo nos veíamos con frecuencia en la rectoría, pero jamás hablamos de aquello. En ocasiones me miraba a través de sus gruesas gafas y se reía discretamente. Teníamos un secreto a medias.
    Cinco años más tarde este recuerdo se había esfumado casi por completo, pero en el futuro había de convertirse en un pensamiento dolorosamente placentero y vergonzante que se repetía sin cesar, más o menos como la cinta eternamente repetida del cinematógrafo, manipulada por un demonio que me odiaba y deseaba verme atormentado y afligido.
    Había dibujado pues a una mujer desnuda en mi cuaderno azul, la luz del sol quemaba y las enfermeras de Solhemmet pasaban en fila. Me froté con cuidado entre las piernas, me desabroché los pantalones y dejé que asomara una verga azul y roja, levemente temblorosa, que se levantó libre y grande. De vez en cuando la frotaba con cuidado y me resultaba placentero de una manera desconocida que me atemorizaba un poco. Al mismo tiempo seguía dibujando; otra mujer desnuda algo más atrevida que la primera. Pinté una verga para ella, la recorté, hice un agujero entre las piernas de la mujer y se la metí.
    Súbitamente sentí que mi cuerpo iba a explotar, que algo que no era capaz de dominar estaba a punto de salir. Corrí al retrete que estaba al otro lado del vestíbulo y me encerré en él. El placer se había transformado en dolor físico; mi dócil pito, al que siempre había contemplado con un amable pero distraído interés, se había convertido de pronto en un demonio palpitante que emitía agudas radiaciones de dolor hacia el vientre y los muslos. No sabía qué hacer con tan poderoso enemigo. Lo agarré con fuerza con la mano y en ese mismo instante vino la detonación. Para mi consternación empezó a escupir un líquido desconocido sobre mis manos, mis pantalones, la taza del retrete, la rejilla de la ventana, las paredes y la alfombra de felpa azul que había en el suelo. En mi espanto pensé que yo y todo lo que me rodeaba, quedaba sucio de ese lodo desconocido que brotaba de mi cuerpo. No sabía nada, no entendía nada, jamás había tenido eyaculaciones nocturnas, las erecciones habían tenido lugar de repente y habían desaparecido con la misma rapidez.
    Mi sexualidad se apoderó de mí como una descarga eléctrica, incomprensible, enemiga y dolorosa. Aún hoy no sé por qué tuvo que ser así, por qué llegó sin avisar esa profunda transformación corporal, por qué fue tan dolorosa y, desde el primer instante, tan cargada de culpa. ¿Es que a los niños el temor al sexo se nos había introducido a través de la piel?, ¿estaba quizás en nuestro cuarto infantil como un gas invisible y venenoso? Nadie había dicho nada, nadie nos había advertido y menos aún metido miedo.
    La enfermedad o la obsesión me invadió sin compasión; el acto se repetía incesantemente, casi como una idea fija.
    A falta de cosa mejor le pregunté a mi hermano si acaso él había tenido parecidas experiencias. Sonrió con amabilidad y me dijo que tenía diecisiete años y vivía una relación erótica satisfactoria con la profesora que le daba clases particulares de alemán. No quería ni oír hablar de mis porquerías enfermizas. Si deseaba una información más detallada podía consultar lo que significaba masturbación en la enciclopedia médica de la familia. Y lo consulté, claro.
    Allí ponía con toda claridad que masturbación significaba pecado solitario, que era un vicio juvenil que había que combatir por todos los medios, que provocaba palidez, sudores, temblores, ojeras, dificultades de concentración y alteraciones en el sentido del equilibrio. En los casos graves la enfermedad reblandecía el cerebro, atacaba la médula espinal, se manifestaba en ataques de epilepsia, pérdida del conocimiento y una muerte prematura. Con esas perspectivas de futuro seguí con mis manipulaciones en medio del horror y del placer. No tenía a nadie con quien hablar, nadie a quien preguntar, tenía que estar siempre en guardia, ocultar continuamente mi terrible secreto.
    Presa de la desesperación, volví mis ojos a Jesús y le pedí a mi padre que me dejara asistir a las clases de catequesis un año antes de lo previsto. Mi petición fue atendida y traté de liberarme de mi azote por medio de ejercicios espirituales y plegarias. La noche antes de hacer mi primera comunión traté por todos los medios de combatir mi demonio. Luché contra él hasta muy entrada la madrugada, pero perdí la batalla. Jesús me castigó con un enorme grano infectado en mitad de mi pálida frente. Cuando recibí los sacramentos, se me contrajo el estómago y no vomité de milagro.
    Todo esto resulta hoy un poco cómico, pero entonces era una realidad amarga. ¡Y las consecuencias no se hicieron esperar! El muro que separaba mi vida real y mi vida secreta se fue haciendo cada vez más alto y pronto se volvió insalvable; la ocultación de la verdad, cada vez más necesaria. Mi mundo imaginario sufrió un cortocircuito que necesitó muchos años y la ayuda de muchas personas amables y sensibles para arreglarse. Mi aislamiento se fue haciendo hermético y sospeché que me estaba volviendo loco. Encontré algún consuelo en Strindberg, en el tono burlesco y anarquizante de sus cuentos de Giftas [Casados], Sus palabras sobre la comunión resultaron balsámicas y la historia del alegre calavera que sobrevive a su virtuoso hermano fue reconfortante. Pero ¿cómo coño podía conseguir yo una mujer, una mujer cualquiera? Todos jodían menos yo, que me masturbaba, estaba pálido, sudaba, tenía ojeras y problemas de concentración.
    Estaba además demacrado, andaba cabizbajo, estaba irritable, siempre de mala leche, pendenciero, me enfurecía y gritaba, sacaba malas notas y cosechaba bofetadas a mansalva. Los cines y el lateral del tercer piso de anfiteatro del Teatro Dramático eran mis únicos refugios.



Aquel verano no lo pasamos como de costumbre en «Våroms» sino que fuimos a un chalet amarillo situado al borde de una frondosa bahía en la isla de Smådalarö. Ése fue el resultado de una larga y envenenada lucha habida tras la fachada, cada vez más averiada, del hogar del pastor. Mi padre odiaba «Våroms», odiaba a la abuela y el ahogado calor del interior. Mi madre aborrecía el mar, el archipiélago y el viento que le daba reuma en los hombros. Por alguna razón desconocida había cedido en su resistencia: «Ekebo», en la isla de Smådalarö, fue por muchos años nuestro bucólico lugar de veraneo.
    El archipiélago fue para mí una experiencia perturbadora. Había veraneantes e hijos de veraneantes, muchos de mi misma edad. Eran audaces, hermosos y crueles. Yo tenía la cara llena de granos, iba mal vestido, tartamudeaba, me reía a carcajadas y sin motivo, era una calamidad en todos los deportes, no me atrevía a tirarme al agua de cabeza y hablaba en cuanto podía de Nietzsche, talento que apenas resultaba útil en las rocas de la playa.
    Las chicas tenían tetas, caderas, culos y alegres risas burlonas. Yo me acostaba con todas ellas en mi cálida habitación de la buhardilla, las torturaba y las despreciaba. Los sábados por la noche había baile en el granero de la casa solariega. Todo era igual que en La señorita Julia de Strindberg : la luz de la noche, la excitación, los penetrantes aromas de las lilas y el cerezo aliso, el chirriante violín, el rechazo y la aceptación, el juego y la crueldad. Como faltaban muchachos para el baile de los sábados, me perdonaban la vida y me dejaban ser uno más, pero no me atrevía a tocar a las chicas porque inmediatamente se me empinaba. Por si fuera poco, no sabía bailar y no tardé en ser arrinconado. Amargado y furioso. Herido y ridículo. Aterrorizado y encerrado en mí mismo. Repugnante y lleno de granos. Así era la adolescencia modelo burgués el verano de 1932.
    Leía sin descanso, la mayoría de las veces sin entender, pero era sensible a los acentos: Dostoievski, Tolstoi, Balzac, Defoe, Swift, Flaubert, Nietzsche y, como ya he dicho, Strindberg.
    Ya no tenía palabras, empecé a tartamudear y a comerme las uñas. El asco que sentía por mí mismo y por el hecho mismo de vivir me ahogaba. Andaba encogido, con la cabeza gacha, lo que me valía continuas reprimendas. Lo curioso es que nunca puse en cuestión mi miserable vida. Creía que tenía que ser así.

Ingmar Bergman
La linterna mágica
Tusquets, Barcelona, 1978, pp. 118-123



jueves, 7 de mayo de 2020

Casa de citas / Ingmar Bergman / Pescador de perlas


Anita Ecberg
La dolce vita


Ingmar Bergman
PESCADOR DE PERLAS


A veces echo en falta intensamente a todos y a todo. Comprendo lo que Fellini quiere decir cuando sostiene que para él hacer cine es una manera de vivir. Entiendo también la pequeña anécdota que contó de Anita Ekberg. Su última escena en La dolce vita se desarrollaba en un coche que estaba en el plató. Una vez filmada la escena, con la que terminaba su papel en la película, ella se echó a llorar y se negó a abandonar el coche agarrándose al volante. Tuvieron que utilizar una suave violencia para sacarla del estudio.
    A veces hay una especial felicidad en ser director de cine. Una expresión no ensayada nace en un instante y la cámara la registra. Eso ocurrió hoy. Sin ensayarlo ni prepararlo, Alexander se queda muy pálido, una expresión de puro dolor se dibuja en su rostro. La cámara registra el instante. El dolor, el inasible, pasó unos segundos por su rostro y nunca volvió, tampoco había estado allí antes, pero la película captó el instante preciso. Entonces me parece que todos esos días y meses de minuciosa planificación han valido la pena. Tal vez yo viva para esos cortos instantes.
    Como un pescador de perlas.

Ingmar Bergman

La linterna mágica
Tusquets, Barcelona, 1978, p. 76