Mostrando entradas con la etiqueta Tolstói. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Tolstói. Mostrar todas las entradas

domingo, 17 de enero de 2021

Tolstói / Guerra y paz / Si me abandonas totalmente

 

Marc Chagall

León Tolstói

SI ME ABANDONAS TOTALMENTE

Traducción de Lydia Kúper


Sexta parte

IX

9 de diciembre
    He tenido un sueño del que desperté con el corazón palpitante. Soñé que estaba en el diván de mi casa de Moscú; Osip Alexéievich salía de la sala. Comprendí inmediatamente que el gran proceso de renovación se había operado ya en él y corrí a su encuentro. Lo abracé, le besé las manos y él me dijo: “¿Has observado que tengo otra cara?”. Yo lo miré sin dejar de abrazarlo; su rostro era el de un joven, pero no tenía cabellos y sus rasgos eran muy distintos. Le dije: “Lo habría reconocido aunque lo hubiese encontrado por casualidad”. Y al decir esas palabras, pensé: “¿He dicho la verdad?”. De pronto me pareció que yacía como un cadáver. Después, poco a poco, volvió a la vida y entró conmigo en el despacho grande; tenía un libro voluminoso, como un códice alejandrino; le dije: “Lo he escrito yo”, y él hizo con la cabeza una señal afirmativa. Abrí el libro; cada página estaba ilustrada con bellísimos dibujos que representaban las amorosas aventuras del alma con su amante; también vi la figura de una hermosa doncella, de ropa y cuerpo transparentes, que subía al cielo. Me pareció saber que la doncella era una representación del Cantar de los Cantares. Pensé que no obraba bien, contemplando los dibujos, pero no podía apartar mis ojos de ellos. ¡Dios mío, ayúdame! Si es esto lo que quieres, que se cumpla tu voluntad; pero si yo mismo soy el causante, enséñame lo que debo hacer. Si me abandonas totalmente sucumbiré por mi depravación.

León Tolstói
Guerra y paz, sexta parte

sábado, 16 de enero de 2021

Tolstói / Guerra y paz / Retrato de un matrimonio


León Tolstói

RETRATO DE UN MATRIMONIO 

Traducción de Lydia Kúper


Sexta parte

IX


    Entonces, como siempre, la alta sociedad que se reunía en la Corte y en los grandes bailes estaba dividida en varios grupos, cada uno de los cuales presentaba un matiz especial. De todos, el más numeroso era el francés, favorable a la alianza con Napoleón, del conde Rumiántsev y de Caulaincourt. Desde su regreso a San Petersburgo y su vida en común con Pierre, Elena ocupaba una de las más destacadas posiciones en ese grupo. Frecuentaban sus salones los miembros de la embajada francesa y buen número de personas de las mismas tendencias, conocidas por su inteligencia y amabilidad.
    Elena estuvo en Erfurt, durante la famosa entrevista de los Emperadores, donde se relacionó con todos los personajes napoleónicos de Europa. Su éxito en Erfurt había sido brillantísimo. El mismo Napoleón, que la había visto en el teatro, preguntó por ella y alabó su belleza. Su éxito como mujer hermosa y elegante no asombró a Pierre, ya que, con los años, Elena embelleció aún más; lo que sí lo dejó perplejo es que en esos dos años hubiera ganado la reputación “d'une femme charmante, aussi spirituelle que belle”. El famoso príncipe Ligne le escribía cartas de ocho páginas; Bilibin guardaba sus mots para ofrecer las primicias a la condesa Bezújov. Ser admitido en los salones de la condesa equivalía a certificado de inteligencia. Los jóvenes, antes de ir a una velada de Elena, procuraban leer algún libro para tener tema de conversación en sus salones y los secretarios de embajada y los mismos embajadores le confiaban secretos diplomáticos, por lo cual Elena era, en cierto modo, una potencia. Pierre, que conocía su estupidez, asistía a veces a sus fiestas y comidas, donde se hablaba de política, de poesía y de filosofía, con un extraño sentimiento de perplejidad y miedo. En aquellas veladas experimentaba un sentimiento parecido al de un ilusionista que teme a cada instante que su engaño quede al descubierto. Pero, ya fuese que para dirigir un salón así era precisa la estupidez, o porque los propios engañados sintieran un verdadero placer en el engaño, la falsedad no se revelaba nunca y la reputación
d’une femme charmante, aussi spirituelle que belleconquistada por Elena Vasílievna Bezújov, era tan sólida, que podía decir las cosas más triviales y absurdas sin que nadie dejara de entusiasmarse con sus palabras ni de buscar en ellas un sentido profundo y recóndito que ni ella misma sospechaba.
    Pierre era precisamente el marido adecuado para una brillante mujer de mundo como Elena. Era un hombre extravagante y distraído, un marido grand seigneur que a nadie estorbaba y que lejos de empañar la impresión general sobre el alto nivel intelectual de la velada, en contraste con la discreción y elegancia de su mujer, contribuía a darle mayor realce. Durante aquellos dos años, gracias a su incesante preocupación por temas abstractos y a su sincero desprecio por todo lo demás, había adoptado, en medio de la sociedad que no le interesaba y rodeaba a su mujer, el tono indiferente, negligente y bonachón en su trato con todos que no se adquiere de manera artificial y por ello inspira un involuntario respeto. Entraba en el salón de su mujer como en un teatro; conocía a todos, se alegraba por igual al verlos y sentía la misma indiferencia hacia todos. A veces se mezclaba en una conversación que le interesaba y entonces, sin preocuparse de si los señores de la Embajada estaban presentes o no, expresaba opiniones con frecuencia contrarias al tono del instante político. Pero la opinión general sobre el extravagante marido de la femme la plus distinguée de Pétersbourg  era tan firme, que nadie tomaba en serio sus ocurrencias.
    Entre los numerosos jóvenes que frecuentaban diariamente la casa de Elena estaba Borís Drubetskói. Había progresado ostensiblemente en su carrera y a la vuelta de Elena de Erfurt pasó a ser un íntimo de la casa. Elena lo llamaba mon page (mi paje) y lo trataba como a un niño. Le sonreía como a los demás, pero esa sonrisa resultaba a veces desagradable a Pierre. Drubetskói mostraba hacia Pierre un especial respeto, digno y melancólico, respeto que lo inquietaba. Pierre había sufrido tanto hacía tres años a causa de la ofensa que le había infligido su mujer que ahora evitaba cualquier posibilidad de otra ofensa semejante, ante todo porque él no era el marido, y después porque no se permitía sospechar de ella.
    “No, ahora que se ha convertido en un intelectual, habrá renunciado a las aventuras de otros tiempos —se decía—. No hay ni un ejemplo de mujeres de esta especie que se dejen llevar por las pasiones”, y se repetía esta regla cuya procedencia ni él mismo conocía pero que consideraba indudable. Sin embargo, era extraño que la presencia de Borís en el salón de su mujer (y estaba casi siempre) actuara físicamente sobre Pierre; parecía agarrotar todos sus miembros, poniendo fin a su espontaneidad y libertad de movimientos.
    “Es rara esta antipatía —pensaba Pierre—. Antes llegaba a serme muy agradable.”
    A los ojos del mundo, Pierre era un gran señor, marido un tanto ciego y cómico de una mujer célebre, un hombre original e inteligente que no hacía nada ni dañaba a nadie: una excelente persona. Durante aquel tiempo, en el alma de Pierre iba desarrollándose un complejo y difícil trabajo interior que le revelaba muchas cosas y le deparaba numerosas dudas y alegrías espirituales.


León Tolstói
Guerra y paz, Sexta parte



Tolstói / Guerra y paz / Vuelvo a vivir con mi mujer

 


León Tolstói

VUELVO A VIVIR CON MI MUJER

Traducción de Lydia Kúper


Sexta parte

VIII


San Petersburgo, 23 de noviembre

    Vuelvo a vivir con mi mujer. Mi suegra vino hecha un mar de lágrimas para decirme que Elena estaba aquí y me suplicaba que la escuchara; añadió que era inocente, que sufría por mi abandono y otras muchas cosas. Yo sabía que si cedía y volvía a verla no tendría fuerzas para negarme. En semejante duda, no supe a qué ayuda recurrir. Si el bienhechor hubiera estado aquí, me habría guiado. Me encerré en mi despacho, releí las cartas de Osip Alexéievich, recordé mis charlas con él y, de todo ello, saqué la conclusión de que no debía rechazar a quien suplica, que debía tender la mano a todos y especialmente a personas tan ligadas a mí y que debía llevar mi cruz. Pero si la perdono por amor a la virtud, es preciso que mi unión con ella no tenga más que un objetivo espiritual. Así lo he decidido y así he escrito a Osip Alexéievich; he rogado a mi mujer que olvide el pasado, que perdone mis posibles culpas para con ella y le he dicho que yo no tenía nada que perdonar. Me sentía feliz al hablarle así. Que no sepa lo penoso que me resultaba volver a verla. Ahora vivo en el piso alto de la casa grande y me siento feliz y renovado.


León Tolstói
Guerra y paz, Sexta parte



jueves, 14 de enero de 2021

Tolstói / Guerra y paz / El roble


León Tolstói

EL ROBLE

Traducción de Lydia Kúper


Sexta parte

I

    Hacía dos años que el príncipe Andréi vivía sin salir del campo. Todas las iniciativas tomadas por Pierre en sus posesiones, sin resultado alguno, pasando sin cesar de un proyecto a otro, las había llevado a buen término el príncipe Andréi sin decírselo a nadie, sin esfuerzo alguno aparente.

miércoles, 13 de enero de 2021

Tolstói / Guerra y paz / Hospital de guerra

 

Soldado herido, 1914
Marc Chagall


León Tolstói

HOSPITAL DE GUERRA

Traducción de Lydia Kúper


Quinta parte

XVII

    En junio tuvo lugar la batalla de Friedland, en la cual no tomó parte el regimiento de Pavlograd. El armisticio siguió a ese hecho de armas. Rostov, a quien resultaba muy penosa la ausencia de Denísov, del que no tenía noticias desde su marcha, inquieto, además, por el estado del asunto y su herida, aprovechó la situación para solicitar un permiso, ir al hospital y visitar a su amigo.
    El hospital estaba en una pequeña aldea prusiana dos veces saqueada por tropas rusas y francesas. Era verano y el campo estaba esplendoroso; por ello, precisamente, el aspecto de la aldea con las techumbres y empalizadas destruidas, calles emporcadas y habitantes harapientos, mezclados con soldados borrachos y heridos, era especialmente sombrío.
    En el patio de una casa de piedra, sembrado de restos de la valla derribada, de marcos de ventana arrancados y cristales rotos, estaba el hospital. Algunos soldados vendados, pálidos y tumefactos, vagaban por el patio o, sentados, tomaban el sol.
    Cuando Rostov cruzó el umbral de la casa quedó envuelto por el olor a cuerpos purulentos y a hospital. En la escalera encontró un médico militar ruso, con el cigarro en la boca. Lo seguía un enfermero también ruso.
    —No puedo multiplicarme— decía el doctor. —Ven esta tarde a casa de Makar Alexéievich, allí estaré.
    El enfermero debió de preguntarle todavía algo.
    —¡Haz lo que te parezca! ¿No es lo mismo?
    El médico reparó en Rostov, que subía por la escalera.
    —¿Qué busca usted, Excelencia?— le preguntó. —¿A qué viene? ¿Lo han perdonado las balas y quiere pescar el tifus? Ésta, padrecito, es la casa de los apestados.
    —¿Cómo dice?— preguntó Rostov.
    —El tifus, amigo mío; quien entra aquí es hombre muerto. Sólo nosotros dos, Makéiev y yo— dijo, señalando al enfermero, —aguantamos esto. Cinco de mis colegas han muerto ya. Cuando llega uno nuevo, en una semana está despachado— añadió el doctor con evidente placer. —Hemos pedido médicos prusianos, pero a nuestros aliados no les gusta esto.
    Rostov explicó que deseaba ver al comandante de húsares Denísov, que estaba allí.
    —No lo sé, amigo, no lo sé. Tenga en cuenta que yo solo he de atender tres hospitales con cuatrocientos enfermos y pico. Menos mal que las damas prusianas de la caridad nos envían dos libras de café e hilas al mes; sin eso, estaríamos perdidos— y se echó a reír. —¡Cuatrocientos, amigo mío! Y no hacen otra cosa que llegar más… Son cuatrocientos, ¿no?— se volvió al enfermero, quien parecía rendido e impaciente de que se fuera aquel médico parlanchín.
    —El comandante Denísov— repitió Rostov. —Fue herido en Moliten.
    —Creo que murió. ¿No es verdad, Makéiev?— preguntó el médico con indiferencia.
    Pero el enfermero no confirmó sus palabras.
    —¿Cómo es? ¿Largo y pelirrojo?
    Rostov describió el aspecto de su amigo.
    —¡Había uno así! ¡Había uno así!— repitió alegremente el médico. —Probablemente ha muerto. Pero me informaré… Tenía las listas… ¿Las tienes tú, Makéiev?
    —Las tiene Makar Alexéievich— dijo el enfermero. —Pero puede ir a la sala de oficiales— se volvió a Rostov —y usted mismo lo comprobará.
    —¡Eh, querido! Es mejor que no entre— dijo el doctor. —No vaya a ser que se quede.
    Pero Rostov se despidió del médico y rogó al enfermero que lo acompañara.
    —¡Luego no me eche a mí la culpa!— gritó el médico desde abajo de la escalera.
    Rostov entró con el enfermero. Había en aquel pasillo oscuro un olor tan fuerte a hospital que Rostov tuvo que taparse la nariz y detenerse un poco para cobrar fuerzas antes de seguir adelante. Se abrió una puerta a la derecha y apareció un hombre delgado y amarillento, en paños menores, descalzo y con muletas. Recostado en el marco de la puerta, los miró pasar con ojos brillantes y envidiosos. Rostov echó una ojeada al interior de la habitación y vio que los heridos y enfermos estaban en el suelo, sobre pajas y capotes.
    —¿Puedo entrar para ver?— preguntó.
    —No hay nada que ver— dijo el enfermero.
    Pero precisamente porque el enfermero no parecía dispuesto a dejarlo pasar, Rostov entró en la estancia destinada a los soldados. El olor, al que se había acostumbrado en el pasillo, era más fuerte, más intenso, más concentrado, y resultaba evidente que procedía de allí.
    En una habitación alargada, vivamente iluminada por dos ventanales que daban paso a la luz del sol, heridos y enfermos estaban tendidos en dos hileras, dejando un paso en medio y con la cabeza en el lado de la pared. La mayoría debían de estar inconscientes y no prestaron atención a quienes entraban. Los otros se incorporaron y alzaron los rostros flacos y amarillos, con idéntica expresión de esperanza en una ayuda cualquiera, de reproche y envidia al ver la salud ajena, fijos en Rostov los ojos. Cuando Rostov llegó a la mitad de la habitación echó una ojeada a las puertas entreabiertas de otras dos habitaciones vecinas y en ambas vio lo mismo. Se detuvo y contempló silencioso todo en derredor. No esperaba ver algo así. Delante de él, casi atravesado en el pasillo central, un enfermo estaba tendido en el suelo desnudo. Debía de ser un cosaco, a juzgar por el corte de sus cabellos; estaba de espaldas, extendidos los enormes brazos y piernas. Tenía el rostro congestionado, los ojos en blanco y las venas de las manos y las piernas, todavía rojas, tensas como cuerdas. Golpeaba el suelo con la nuca y decía y repetía con voz ronca una misma palabra. Rostov prestó atención y comprendió lo que decía. La palabra era: “beber… beber…'. Rostov miró en derredor; buscando la persona que pudiera llevar al enfermo a su sitio y darle agua.

    —¿Quién cuida a estos enfermos?— preguntó al enfermero.
    Y en aquel instante un soldado de sanidad salió de la habitación vecina y, clavando sus ojos en Rostov, se cuadró solícito delante de él.
    —¡A sus órdenes!— gritó, confundiendo seguramente a Rostov con algún jefe de hospitales.
    —Llévalo a su sitio y dale de beber— dijo Rostov, señalando al cosaco.
    —¡A sus órdenes, Excelencia!— dijo el soldado, irguiéndose más aún y mirándolo más fijamente todavía, pero sin moverse del sitio.
    “No, aquí es imposible hacer algo”, pensó Rostov, bajando los ojos. Iba a salir de la habitación cuando a su derecha sintió que alguien lo miraba con insistencia. Se volvió hacia allí. Casi en el rincón, sentado sobre un capote, con el rostro cadavérico y severo y la barba gris sin afeitar, un viejo soldado lo miraba fijamente; junto a él otro soldado le susurraba unas palabras, señalando a Rostov, quien comprendió que el soldado viejo deseaba pedirle algo. Al acercarse vio que le faltaba una pierna, cortada por encima de la rodilla. El otro vecino del viejo, un soldado joven de una palidez cerúlea extendida por todo el rostro, cubierto todavía de pecas, yacía inmóvil, bastante apartado del viejo, echada hacia atrás la cabeza, ocultos los ojos por los párpados. Rostov contempló al soldado de nariz achatada y un estremecimiento le corrió por toda la espalda.
    —Diría que ese hombre…— dijo al enfermero.
    —¡Cuántas veces hemos pedido que se lo lleven, Excelencia!— explicó el soldado viejo, temblándole la mandíbula. —Está muerto desde esta mañana. También somos hombres, Excelencia… ¡Hombres y no perros!…
    —Ahora daré órdenes; se lo llevarán en seguida— dijo el enfermero apresurándose. —Si le parece, Excelencia…
    —Vamos, vamos— dijo Rostov presuroso; y con los ojos bajos, tratando de pasar inadvertido entre aquellas miradas llenas de reproche y envidia fijas en él, salió de la habitación.

XVIII


    Atravesaron el pasillo y el enfermero introdujo a Rostov en la sección de oficiales, formada por tres habitaciones cuyas puertas estaban abiertas. Los oficiales, heridos o enfermos, estaban echados o sentados en las camas. Algunos, con la ropa del hospital, se paseaban por las habitaciones. La primera persona que Rostov vio al entrar fue un hombrecillo menudo y manco, vestido con el gorro y el batín del hospital; fumaba su pipa y paseaba por la estancia. Rostov lo miró, tratando de recordar dónde lo había visto antes.
    —Ya ve dónde Dios deparó que nos volviéramos a ver— dijo el hombrecillo. —Soy Tushin, Tushin. ¿Se acuerda? Lo llevé a usted en Schoengraben. Me han cortado un pedazo, mire— y sonrió mostrándole la manga vacía. —¿Busca a Vasili Dmítrievich Denísov? Somos compañeros de habitación— prosiguió al saber a quién buscaba Rostov. —Está aquí, aquí— y lo condujo a la otra habitación, donde resonaban voces y risas.
    “¿Cómo pueden no ya reír, sino vivir aquí?”, pensó Rostov, sintiendo aún aquel olor a muerto del que se había impregnado en la sección de los soldados, recordando las envidiosas miradas que lo habían seguido desde todas partes y el rostro del joven soldado muerto, con los ojos en blanco.
    Denísov dormía en su lecho con la cabeza metida en la manta, a pesar de que eran cerca de las doce.
    —¡Ah, Rostov! ¡Hola, hola, buenos días!— gritó con el mismo tono que usaba en el regimiento.
    Pero Rostov observó con tristeza que tras la habitual desenvoltura y animación, en la expresión de su rostro y en las palabras de su amigo asomaba un sentimiento nuevo, oculto y malévolo.
    Su herida, aunque leve, no había cicatrizado aún, a pesar de haber transcurrido ya seis semanas. Su rostro estaba hinchado y pálido como el de los demás hospitalizados. Pero no era eso lo que llamó la atención de Rostov: le asombró sobre todo que Denísov no pareciera alegrarse por su visita; sonreía artificialmente y no preguntó ni por el regimiento ni por la situación general. Cuando Rostov le habló de ello, no lo escuchó siquiera.
    Hasta parecía contrariado cuando le hablaba del regimiento y, en general, de la vida, libre y feliz, que seguía su curso fuera del hospital; se diría que Denísov trataba de olvidar esa vida pasada y no sentía otro interés que el de su contienda con los oficiales de intendencia. Cuando Rostov le preguntó por ello, sacó un escrito de la comisión y el borrador de su respuesta, que guardaba debajo de la almohada. Se animó al comenzar la lectura de su respuesta e hizo notar a Rostov las frases hirientes que lanzaba a sus adversarios. Los compañeros de hospital, que habían rodeado a Rostov —como hombre llegado de fuera—, fueron alejándose en cuanto comenzó la lectura. Rostov comprendió por sus caras que todos habían oído ya infinitas veces la historia y estaban hartos de ella. Sólo el vecino de cama de Denísov, un corpulento ulano, siguió sentado en su lecho, con el ceño gravemente fruncido y fumando su pipa; y el pequeño Tushin, con su brazo amputado, siguió escuchando, moviendo con desaprobación la cabeza. A mitad de la carta, el ulano interrumpió a Denísov:
    —A mi modo de ver— dijo dirigiéndose a Rostov, —lo mejor de todo es, sencillamente, pedir gracia al Emperador. Dicen que va a haber muchas recompensas y seguramente lo perdonará…

    —¿Yo pedir al Emperador?— gritó con una voz a la que quería dar la energía y el calor de antes pero que sólo delataba una vana irritación. —¿Qué voy a pedir? Si yo fuera un bandolero…, pero me juzgan porque descubro a los ladrones. Que hagan lo que  quieran, no tengo miedo a nadie. ¡He servido honradamente al Zar y a la patria y no he robado! ¡Degradarme a mí!… Escucha, lo digo claramente: “Si fuera un malversador de fondos…”.
    —Sí, sí; está muy bien escrito, no se puede negar— dijo Tushin, —pero ahora no se trata de eso, Vasili Dmítrievich— y se volvió a Rostov. —Hay que someterse, y Vasili Dmítrievich no quiere. El auditor ya le ha dicho que el asunto no va bien.
    —No me importa— dijo Denísov.
    —El auditor le ha escrito una súplica y lo que tiene que hacer es firmarla y mandarla con usted. Seguramente él— Tushin indicó a Rostov —tendrá influencias en el Estado Mayor. No podrá encontrar mejor ocasión…
    —¡Ya he dicho que no quiero rebajarme!— lo interrumpió Denísov, y continuó leyendo su carta.
    Rostov no se atrevía a darle consejos; pero el instinto le decía que la solución propuesta por Tushin y por los otros oficiales era la más segura. Se habría sentido muy feliz de ayudar a Denísov, pero conocía bien su terquedad y su sincera vehemencia.
    Cuando terminó la lectura de las venenosas misivas de Denísov (lo que llevó más de una hora), Rostov no dijo nada. El resto del día lo pasó en la más triste disposición de ánimo entre los compañeros de hospital de Denísov, que de nuevo se reunieron junto a él; les contó cuanto sabía y escuchó lo que otros contaron. Denísov permaneció taciturno y sombrío toda la tarde.
    Al anochecer se dispuso a partir y preguntó a Denísov si tenía que hacerle algún encargo.
    —Sí, espera— contestó él, mirando a los oficiales; volvió a sacar sus papeles, se acercó a la ventana donde estaba su tintero y se puso a escribir. —No hay fusta que pueda con la maza— dijo, apartándose de la ventana y entregando a Rostov un sobre grande.
    Era la súplica dirigida al Zar, redactada por el auditor; en ella, Denísov, sin referirse para nada a las faltas del servicio de intendencia, se limitaba a pedir gracia.
    —Entrégala tú. Ya veo que…
    No concluyó la frase, y sonrió dolorosa y forzadamente.

León Tolstói
Guerra y paz, Quinta parte




FICCIONES
Casa de citas / Tolstói / Mañana venderé mi caballo
Casa de citas / Norman Mailer / Tolstói
Casa de citas / Escritores rusos
Triunfo Arciniegas / Una frase de Tólstoi

DRAGON
Esther Freud / Top 10 Love Stories
Alison MacLeod's top 10 stories about infidelity
Alicia Vikander / 'Filming Anna Karenina was one of the most fantastic adventures I've ever had'
Keira Knightley / 'I was trying to keep hold of a real, raw Anna Karenina'
Top 10 literary biographies
Paul Auster's Top Ten List
Tolstoy / War and Peace / The 10 things you need to know (if you haven't actually read it)
Is Tolstoy the greatest writer of all time?
There's more to Tolstoy than War and Peace
Why Leo Tolstoy's Anna Karenina transcends the ages
Tolstoy / Anna Karenina / The devil in the details
Top 10 novels about unfaithful wives
Julian Barnes's Top Ten List
Tolstoy / A brief survey of the short story
Jonathan Franzen's Top Ten List
James Salter's Top Ten List
War and Peace by Leo Tolstoy / Digested read
Buy a cat, stay up late, don't drink / Top 10 writers’ tips on writing
Tolstoy / The Death of Ivan Ilyich
Tom Stoppard / 'Anna Karenina comes to grief because she has fallen in love for the first time'
Ivan Ilych / The Tragedy of an Unexamined Life
Tolstoy / War and Peace / Anna Pávlovna’s reception
Tolstoy / War and Peace / The Bet
Tolstoy / War and Peace / The Kiss
Tolstoy / War and Peace / The Agony of Count Bezúkhov
Tolstoy / War and Peace / Prince Andrew and the flag
Tolstoy / War and Peace / That’s a fine death



martes, 12 de enero de 2021

Tolstói / Guerra y paz / El ejército

 


León Tolstói

EL EJÉRCITO

Traducción de Lydia Kúper


Quinta parte

XV


El ejército ruso, después de muchas retiradas y avances tras las batallas de Pultusk y Preussich-Eylau, se concentraba cerca de Bartenstein. Se esperaba allí la llegada del Emperador y el comienzo de las operaciones.
    El regimiento de Pavlograd, como integrante del ejército que había intervenido en las acciones de 1805, había vuelto a Rusia para cubrir las bajas y no participó en la primera parte de la campaña. No había asistido a las batallas de Pultusk y Preussich-Eylau; luego, al incorporarse al ejército de operaciones, fue agregado al destacamento de Plátov.
    Este destacamento actuaba con independencia del ejército. En varias ocasiones había participado en escaramuzas con el enemigo, hecho prisioneros y una vez hasta se apoderó de un convoy del mariscal Oudinot. En el mes de abril el regimiento pasó varias semanas inactivo junto a una aldea alemana desierta y completamente saqueada.
    Era la época del deshielo, había barro por doquier, se desbordaban los ríos y todos los caminos resultaban impracticables. Pasaban días sin que llegase forraje para los animales y víveres para las personas. Y como el aprovisionamiento era imposible, los soldados se dispersaban por los pueblos vacíos de los contornos en busca de patatas, pero no encontraban mucho. No había nada que comer y los habitantes habían huido; los que se quedaron se hallaban en peor situación que los mendigos; no había nada que robarles, y hasta los soldados, poco inclinados a la piedad, en vez de aprovecharse de ellos les daban de lo suyo.
    El regimiento de Pavlograd no había tenido en las escaramuzas más que dos heridos; pero el hambre y las enfermedades lo habían reducido a la mitad de sus efectivos. La muerte era tan segura en los hospitales que los soldados, enfermos de fiebre y edemas debidos a los malos alimentos, preferían, aun arrastrándose fatigosamente, permanecer en activo antes que ser llevados al hospital. Al principio de la primavera los soldados descubrieron una planta que se parecía al espárrago, que llamaron, no se sabe por qué, “raíz dulce de María”. Se diseminaban por los campos y las praderas para buscar esa raíz dulce de María (aunque era muy amarga), la desenterraban con los sables y la devoraban a pesar de la prohibición de comer aquella planta nociva. Con la primavera apareció una nueva enfermedad: hinchazón de brazos, piernas y cara, y los médicos la atribuyeron a esa planta. A pesar de todo, los soldados del escuadrón de Denísov seguían comiéndola, porque desde hacía dos semanas se racionaba el pan seco a media libra por persona y las patatas de la última expedición estaban heladas y podridas.
    Los caballos llevaban otras dos semanas alimentándose de la paja de las techumbres y habían quedado espantosamente flacos, cubiertos, además, los cuerpos de jirones de pelo invernal enmarañado.
    A pesar de toda esta miseria, soldados y oficiales hacían la vida de siempre; con los rostros hinchados y pálidos y los uniformes harapientos, los húsares formaban en filas, limpiaban sus armas y cabalgaduras, arrastraban en vez de heno la paja para los caballos y comían en torno a los calderos, de donde siempre volvían hambrientos, bromeando sobre la mala calidad del rancho y su propia hambruna. Y como siempre, en el tiempo franco de servicio, los soldados encendían hogueras, se calentaban desnudos junto al fuego, fumaban, asaban las patatas heladas y contaban o escuchaban los relatos de las campañas de Potiomkin o de Suvórov o los cuentos maravillosos del pícaro Aliosha o de Mikolka, el criado del pope.
    Los oficiales, como de costumbre, vivían de dos en dos y de tres en tres en casas sin techumbre y medio derruidas. Los oficiales superiores se ocupaban de conseguir paja y patatas y, en general, del aprovisionamiento de sus hombres; los inferiores, como siempre, jugaban a las cartas (no había alimentos, pero sobraba el dinero) o a juegos inocentes como la petanca y otros. Se hablaba poco sobre la marcha general de la guerra, en parte porque nada positivo se sabía, en parte porque se sospechaba vagamente que no marchaba bien.


León Tolstói
Guerra y paz, Quinta parte



FICCIONES
Casa de citas / Vargas Llosa / Tolstói
Casa de citas / Tolstói / Mañana venderé mi caballo
Casa de citas / Norman Mailer / Tolstói
Casa de citas / Escritores rusos
Triunfo Arciniegas / Una frase de Tólstoi


DRAGON
Esther Freud / Top 10 Love Stories
Alison MacLeod's top 10 stories about infidelity
Alicia Vikander / 'Filming Anna Karenina was one of the most fantastic adventures I've ever had'
Keira Knightley / 'I was trying to keep hold of a real, raw Anna Karenina'
Top 10 literary biographies
Paul Auster's Top Ten List
Tolstoy / War and Peace / The 10 things you need to know (if you haven't actually read it)
Is Tolstoy the greatest writer of all time?
There's more to Tolstoy than War and Peace
Why Leo Tolstoy's Anna Karenina transcends the ages
Tolstoy / Anna Karenina / The devil in the details
Top 10 novels about unfaithful wives
Julian Barnes's Top Ten List
Tolstoy / A brief survey of the short story
Jonathan Franzen's Top Ten List
James Salter's Top Ten List
War and Peace by Leo Tolstoy / Digested read
Buy a cat, stay up late, don't drink / Top 10 writers’ tips on writing
Tolstoy / The Death of Ivan Ilyich
Tom Stoppard / 'Anna Karenina comes to grief because she has fallen in love for the first time'
Ivan Ilych / The Tragedy of an Unexamined Life
Tolstoy / War and Peace / Anna Pávlovna’s reception
Tolstoy / War and Peace / The Bet
Tolstoy / War and Peace / The Kiss
Tolstoy / War and Peace / The Agony of Count Bezúkhov
Tolstoy / War and Peace / Prince Andrew and the flag
Tolstoy / War and Peace / That’s a fine death




Tolstói / Guerra y Paz / Los Siervos de Dios

 


León Tolstói

LOS SIERVOS DE DIOS

Traducción de Lydia Kúper


Quinta parte

XIII

    Había anochecido cuando el príncipe Andréi y Pierre llegaron a la puerta principal de Lisie-Gori. Al acercarse, el príncipe Andréi hizo observar con una sonrisa a Pierre el revuelo que su presencia había suscitado en la entrada de servicio. Una viejecita encorvada, que llevaba una mochila a la espalda, y un hombre de mediana estatura, de largos cabellos y vestido de negro, echaron a correr hacia el portón de salida en cuanto vieron la carretela. Dos mujeres corrieron detrás de ellos, y los cuatro, sin perder de vista el carruaje, entraron corriendo y asustados por la puerta de servicio.
    —Son los Siervos de Dios, que María protege— explicó el príncipe Andréi—. Seguramente creyeron que llegaba mi padre. Es en lo único que mi hermana no lo obedece: mi padre manda siempre echar a esos peregrinos, pero ella los recibe.

lunes, 11 de enero de 2021

Tolstói / Guerra y paz / Noticias de la guerra

 



León Tolstói

NOTICIAS DE LA GUERRA

Traducción de Lydia Kúper


Quinta parte

IX


1

Es la batalla de Pultusk, que se hace pasar por una gran victoria, aunque yo opino de manera muy diferente. Los civiles, como sabe, tenemos la mala costumbre de decidir sobre quién gana o pierde una batalla. Quien se retira después de la batalla, la ha perdido, decimos, y de ahí se desprende que hemos perdido la batalla de Pultusk. En resumen nos retiramos después del combate pero enviamos un correo a San Petersburgo anunciando una victoria, y el general no cede el mando a Buxhöwden, esperando recibir de San Petersburgo, como recompensa a su victoria, el título de general en jefe. 


2

Los almacenes están vacíos, los caminos impracticables. El ejército ortodoxo se entrega a la rapiña y en tales proporciones, que lo ocurrido en la anterior campaña no puede dar la menor idea. La mitad de los regimientos forman una tropa libre que, esparcida por los campos, lo pasa todo a sangre y fuego. Los habitantes están arruinados por completo, los hospitales rebosan de enfermos y heridos; en todas partes falta lo más necesario. Por dos veces, los grupos de maleantes han atacado al Cuartel General y el mismo general en jefe se ha visto obligado a llamar a un batallón para expulsarlos de allí. 


3

En uno de esos ataques me han robado una maleta vacía y una bata. El Emperador quiere conceder a los jefes de división el derecho de fusilar a los ladrones, pero mucho me temo que esto obligue a la mitad del ejército a fusilar a la otra mitad.


León Tolstói
Guerra y paz, Quinta parte



FICCIONES
Casa de citas / Vargas Llosa / Tolstói
Casa de citas / Tolstói / Mañana venderé mi caballo
Casa de citas / Norman Mailer / Tolstói
Casa de citas / Escritores rusos
Triunfo Arciniegas / Una frase de Tólstoi


DRAGON
Esther Freud / Top 10 Love Stories
Alison MacLeod's top 10 stories about infidelity
Alicia Vikander / 'Filming Anna Karenina was one of the most fantastic adventures I've ever had'
Keira Knightley / 'I was trying to keep hold of a real, raw Anna Karenina'
Top 10 literary biographies
Paul Auster's Top Ten List
Tolstoy / War and Peace / The 10 things you need to know (if you haven't actually read it)
Is Tolstoy the greatest writer of all time?
There's more to Tolstoy than War and Peace
Why Leo Tolstoy's Anna Karenina transcends the ages
Tolstoy / Anna Karenina / The devil in the details
Top 10 novels about unfaithful wives
Julian Barnes's Top Ten List
Tolstoy / A brief survey of the short story
Jonathan Franzen's Top Ten List
James Salter's Top Ten List
War and Peace by Leo Tolstoy / Digested read
Buy a cat, stay up late, don't drink / Top 10 writers’ tips on writing
Tolstoy / The Death of Ivan Ilyich
Tom Stoppard / 'Anna Karenina comes to grief because she has fallen in love for the first time'
Ivan Ilych / The Tragedy of an Unexamined Life
Tolstoy / War and Peace / Anna Pávlovna’s reception
Tolstoy / War and Peace / The Bet
Tolstoy / War and Peace / The Kiss
Tolstoy / War and Peace / The Agony of Count Bezúkhov
Tolstoy / War and Peace / Prince Andrew and the flag
Tolstoy / War and Peace / That’s a fine death