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martes, 4 de octubre de 2011

Laura Dippolito / Piedrita bajo la almohada

Laura Dippolito
27 de junio de 2008
La Recoleta, Buenos Aires
Fotografía de Triunfo Arciniegas

Laura Dippolito
PIEDRITA BAJO LA ALMOHADA
Por Triunfo Arciniegas


Narración: Laura Dippolito
Niña: Clara Bongiovani
Realización: Sergio Michael Álvarez
Cámara: Conrado Taina
Producción: Paola Iriarte


En el año 2003 Laura Dippolito empezó a trabajar como profesora de letras con un grupo que formó una cátedra de narración oral en la facultad de periodismo, y un día, para una práctica, Giselle, la narradora de la cátedra, presentó este cuento.
            Laura no podía parar de llorar.
            Durante la dictadura una amiga suya había quedado a cargo de un sobrino, Tomás, cuyos padres habían sido asesinados por los militares. Antes de pasar a la clandestinidad, el padre le regaló un libro de cuentos a Tomás, que entonces tenía tres años, y le prometió regresar a leérselos. Ese fin de semana los asesinaron (a él y a la madre). Pero Tomás pasó dos años esperando a su papá cada tarde, con el libro en las manos.
            La historia de la piedrita hizo que Laura volviera a ese tiempo, a esa historia. 
Cada vez que podía le pedía a Giselle que lo repitiera, pero no pensaba para nada en narrarlo ella misma, hasta que recibió una invitación de Colombia. Sería su primera vez como narradora profesional. Giselle le regaló la historia y Laura la estrenó en el festival de cuenteros de Buga.
            Aun cuando Giselle tenía en mente otra dictadura, para Laura la historia está indisolublemente asociada a Tomás, a la última dictadura, al fin y al cabo todas las dictaduras son siniestras. Esa historia es la historia de Laura también. Su padre se fue de su vida y la niña Laura se quedó llena de cuentos sin contar. Cuando empezó a viajar por el mundo, su hijo más pequeño le regaló la piedrita que lleva todo el tiempo colgada del cuello. Es la misma que usa para narrar el cuento.
Y así Laura Dippolito se volvió la cuentera de Piedrita.
En este año de 2011, para la vigilia de la dictadura, la llamaron de la radio estatal y le pidieron que narrara Piedrita bajo la almohada. La transmisión comenzó a las 0 horas, con la voz de Laura Dippolito. Fue una experiencia estremecedora. “Lo narré también como homenaje a las madres de Plaza de Mayo”, dice.
Cuando supo del concurso en España, ya tenía el video entero en su mente. Sergio Michael Álvarez, el director del corto, le propuso trabajar con la niña Clara Bongiovanni y a Laura le encantó la idea. Le contaría la historia a Clara para que ella resolviera el asunto. Así se hizo.
            Clara, entonces de siete años, le preguntó a Laura si se trataba de la historia de su papá y Laura le respondió que no, pero que era la historia de muchos papás y muchas niñas que ahora eran como ella misma, una mujer. Clara le preguntó entonces por qué la contaba si no era suya.
            “Alguien tiene que contar las cosas tristes para que no vuelvan a pasar”, dijo Laura.
            Clara Bongiovanni la miró muy seria, entendiendo la necesidad de que estas historias se conozcan, y prometió que ayudaría. Lo hizo también y se involucró de tal manera en el proyecto que Laura se reconoce completamente en esa niña patilarga, de cabello lacio y suelto que busca a su padre.
En el 2009, los restos óseos de la mamá de Tomás fueron identificados por el equipo de antropología forense en una de las cientos de tumbas clandestinas. Ahora está enterrada con los abuelos.
Ahora, cuando narra Piedrita, a veces Laura cuenta estas cosas.
Y cada vez que las cuenta el dolor es el mismo.
No se atempera.
Sigue ahí.





lunes, 3 de octubre de 2011

Laura Dippolito / La niña de las luciérnagas



Laura Dippolito
LA NIÑA DE LAS LUCIÉRNAGAS
Por Triunfo Arciniegas

En verano, cuando el mundo era un perpetuo hechizo, aparecían las luciérnagas en City Bell y la niña Laura creía que eran piedras brillantes, mágicas, fuegos voladores, pedacitos de estrella. Jamás imaginó que fuesen animalitos. Las atrapaba en un frasco y las contemplaba fascinada hasta que se apagaban. De niña, cuando leía Corazón y  Mujercitas, La vuelta al mundo en ochenta días y  Oliver Twist, cuando dos libros la marcaron para siempre, La isla del tesoro y David Coperfield.


De niña, cuando su padre y su abuelo le hablaban de otros tiempos, allá en City Bell, cerca de La Plata. Su padre le contaba las óperas predilectas: Tristán e Isolda, Tannhäuser, La Traviata, Rigoletto, Il Trovadore, El anillo de los nibelungos. La niña no entendía mucho pero igual escuchaba. Su abuelo, un irlandés alto, bello hasta el escándalo, de profundos ojos azules y manos de gigante, le hablaba de sus hazañas, de incendios y revoluciones, de barcos y mares.

Desde entonces sabía que el mundo sin historias es un páramo. Ya grande le dio por narrar porque se moría de desespero en sus clases. Quería seducir, encantar, fascinar a sus alumnos. Hace tiempos tuvo que trabajar con un grupo de niños de seis años y la universidad no la había preparado para enfrentar a tales fieras. Les leía al principio. No narraba, apenas leía. Hasta que cierto día una pequeña mano se apoderó de su libro en mitad de lectura y Laura regresó al reino de este mundo. Mientras  el libro descendía al planeta Tierra, el dueño de la mano dijo, resuelto: “No te veo la cara. Si no te veo, me pierdo la historia”.
Y a partir de ese momento Laura Dippolito empezó a narrar. Después se atrevió con adolescentes, incrédulos por naturaleza, y ya no paró.


De derecha a izquierda:
Alfonsina Storni, Gardel, Borges, Laura Dippolito y Triunfo Arciniegas
4 de junio de 2008
Cafe Tortoni, Buenos Aires

Me escribió solicitándome permiso para contar “Caperucita Roja” y así  nos conocimos. Nos hemos visto en su país y el mío y tenemos citas pendientes en otros. Recorrimos La Recoleta llena de tumbas célebres y gatos gordos, tomamos café y mediaslunas en el café Tortoni, fuimos a una exposición de Picasso y recorrimos la helada noche bogotana. Dice que el cuento de “Caperucita Roja” le trajo suerte porque no sólo ha narrado en el colegio y en La Plata, sino en su Argentina y en Latinoamérica y al otro lado del charco. Ahora viaja más que nunca. ¿Y qué le han dejado los viajes? “Hambre de más viajes, de otras historias y otros caminos”, dice, con la certeza de que donde vaya algo suyo la espera. Y debe viajar para hallarlo aunque lo lleva dentro. “Pero sale de allí, allí donde estoy viendo caer el sol”, precisa.
Le pregunto qué es lo más raro que le ha sucedido en esos viajes y se acuerda de Bolivia, donde narró historias a una comunidad aymará. No le entendieron una sola palabra pero todos terminaron emocionadísimos. Y se acuerda de México. Estuvo narrando en lo alto de la Huasteca Central y volvió dos años después. Una niña le preguntó por el destino del ogro de un cuento de la vez anterior. Y algo más. Casi no la dejan salir de México porque sin darse cuenta estaba hablando como mexicana y las autoridades le reclamaban unos documentos que por supuesto no tenía. Estuvo a punto de perder el avión.
Aparte de La isla del tesoro y David Coperfield, que sigue releyedo, sus libros son otros: Actos de significado, Cien años de soledad de García Márquez, Cumbres borrascosas, Jane Eyre, No me digas que fue un sueño, Nubosidad visible, Macbeth, los poemas de Miguel Hernández y otros.

Duerme con la luz encendida. Ha tenido las mismas pesadillas desde niña, desde que su padre se fue y supo que las luciérnagas eran criaturas vivas que se apagaban en su frasco, desde que dejaron City Bell y no hubo con quien jugar, desde que una madre muy triste la llevaba de la mano a la plaza. No más luciérnagas. Ahora deja la ventana abierta y la cortina descorrida aunque haga frío. Deja la radio encendida. Se duerme por fin entre voces desconocidas.
Le pregunto por sus tres deseos y me dice: “Narrar en Dublin, trabajar sólo en narración y seguir con esto”.  Esto debe ser la vida. “Que siga la vida, aquí y ahora, tal y como está”, insiste. Tiene sueños pendientes pero no me los cuenta para asegurarse de que un día sean ciertos. En voz baja me confiesa que sigue creyendo en la magia de las luciérnagas.