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jueves, 24 de noviembre de 2022

Casa de citas / Samanta Schweblin / El abuelo II

 



Alfredo de Vincenzo, el abuelo


Samanta Schweblin
EL ABUELO II


Si me preguntan cómo comencé a escribir, siempre tengo dos o tres respuestas breves y aceptables. Cada una tiene su verdad, pero ninguna cuenta cómo empezó todo. Quizá porque el entrenamiento del artista fue nuestro secreto, algo que solo yo podía atesorar, o quizá porque la experiencia que lo disparó fue tan vital y profunda que se volvió para mí algo sagrado.


La escritura empezó en uno de esos días. El abuelo me había regalado el primer cuadernillo de lo que sería nuestro “diario de entrenamiento”, con mi nombre y el año al frente, todo hecho y cosido por él. Al final de cada jornada tomábamos juntos las notas del día, qué habíamos hecho, visto y aprendido. Había una sola regla: no se podían escribir cosas como “fue muy lindo”, o “me gustó”, o “estaba cansada”. Las opiniones de ese tipo solo se permitían si se describían al detalle, la escritura era un ejercicio de precisión.


Cierta noche, después de haber visto una puesta de Esperando a Godot con tres actores prácticamente desnudos latigándose entre sí, me tocó tomar nota de mis impresiones. Pero la experiencia beckettiana me había dejado sin palabras. Mi abuelo lo entendió, se dio cuenta de que me estaba pidiendo algo que me superaba. Se levantó de pronto del escritorio y se alejó hacia su cuarto al grito de “sé que hacer”, “sé cómo se escribe lo que no puede escribirse”. Me quedé mirando el largo pasillo oscuro hasta que lo vi regresar con un libro en la mano, triunfal. “Poesía”, dijo. Abrió un poemario de Alfonsina Storni y se puso a leer en voz alta. Incluso yo, que no entendía nada de nada, me daba cuenta de lo mal que leía: a los gritos, y tan emocionado que el libro le temblaba en las manos. Pero ése fue el momento mágico. Todo empezó ahí.

El abuelo leía, y a pesar del espectáculo que daba, yo entendí que algo extraordinario estaba pasando dentro de él, parecía una fuerza genuina y poderosa, y fuera lo que fuera, la quería también para mí

El abuelo leía, y a pesar del espectáculo que daba, yo entendí que algo extraordinario estaba pasando dentro de él, parecía una fuerza genuina y poderosa, y fuera lo que fuera, la quería también para mí. Quería que esa fuerza me tocara. Storni, Mistral, Vallejo, Almafuerte. Estaba fascinada. La magia se producía en la combinación de las palabras. Me puse a escribir ahí mismo, tomando al azar frases que el abuelo leía y copiándolas en el diario. Quería esa magia en mi propio cuerpo, y no iba a parar de escribir hasta encontrarla. La experiencia beckettiana todavía pesaba en mi cabeza, pero entre las palabras que elegía algo nuevo se estaba configurando, una suerte de explicación, o de lectura propia de lo que antes no había entendido. De pronto el horror de la puesta de Godot tomó una forma distinta, se llenó de significado propio, y me entregó un descubrimiento vital: la literatura podía ayudar a entender lo inexplicable.


Samanta Schweblin / En el taller de mi abuelo



Casa de citas / Samanta Schweblin / El abuelo I


Alfredo de Vincenzo

Samanta Schweblin
EL ABUELO I


Cuando cumplí siete años, mi abuelo le pidió permiso a mamá para pasar una tarde conmigo. Ese es el primer recuerdo que tengo de él, esperándome frente a la reja de la casa de Hurlingham donde yo vivía: un hombre de pantalones hasta la rodilla, medias rojas debajo de las sandalias de cuero, pipa en la boca y el ceño siempre fruncido.


A mamá le dijo que iríamos al zoológico, o a la calesita, o a tomar un helado; no recuerdo la excusa. En cuanto nos alejamos algunas cuadras me aclaró sus intenciones: nada de calesitas, la excursión se trataba de algo más complejo. Tomaríamos el tren a Retiro pero sin boletos, es decir, viajaríamos sin pagar, porque la austeridad era algo importante y uno no podía andar gastando dinero en cualquier cosa. Dijo que nos esconderíamos debajo de los asientos y que, si nos descubrían, iríamos a la cárcel. Me acuerdo de mi única pregunta, “y en la cárcel, ¿voy a poder ver a mi mamá?”. Él negó y señaló la boletería “si los guardas hacen sonar el silbato, es que nos descubrieron”.


Subimos al tren. Nos acercamos hasta a un par de asientos enfrentados, él se tiró al piso para acurrucarse debajo de uno e indicó el de enfrente, que era el mío. Obedecí e hice lo mismo. Cuando la mugre del piso se me pegó a los brazos pensé que, aún si nos salvábamos de la cárcel, mi madre notaría lo sucia que regresaba a casa.


“Nos descubrieron”, dijo en cuanto sonó el silbato. “¿A nosotros?”, pregunté. “Sí”. ¿Era la primera vez que yo viajaba en tren? No lo recuerdo. Sé que vi a dos guardas acercarse desde el otro vagón y tuve la certeza de que nos estaban buscando. Yo no sabía que el silbato sonaba siempre, que era la señal de entrada a cada nueva estación. El abuelo dejó rápido su escondite y se acercó para ayudarme a salir. Recuerdo su mano firme esperándome, y cómo nos quedamos de pie frente a la salida, con las narices pegadas al vidrio hasta que al fin las puertas se abrieron. Yo quise correr, pero él me sostuvo del brazo y, rodeados de una decena de pasajeros, entendí que caminaríamos lento, disimuladamente, entre la gente.

Samanta Schweblin en el taller de su abuelo, Alfredo de Vincenzo, en una imagen sin datar.

Antes de meternos en el siguiente tren y repetirlo todo otra vez, se agachó frente a mí y me explicó qué era lo que estábamos haciendo. Un aprendizaje para el futuro. Lo llamaríamos “El entrenamiento del artista”, y sería nuestro secreto. Nadie, “ni siquiera tu madre”, dijo el abuelo levantando el dedo índice, “puede enterarse de lo que vamos a hacer”.


A partir de entonces me buscaba por casa cada quince días. Los encuentros tenían objetivos distintos y, “jornada” tras “jornada”, como las llamaba él, yo mantuve mi promesa de no hablar sobre lo que hacíamos. Viajábamos sin dinero y llevábamos viandas en las mochilas. Las misiones iban desde la identificación de fósiles en los museos de ciencias naturales y los estilos neoclásicos en las fachadas de los edificios de Buenos Aires, hasta el robo de frutas de los cajones de las verdulerías. Con el tiempo, cuando entendió que yo guardaba nuestros secretos, llegamos a confiscar algunos ejemplares de las librerías de la Avenida Corrientes. Él distraía al vendedor y yo, que apenas llegaba al borde de las mesadas, me guardaba el botín entre la ropa.


Visitamos museos de arte, galerías y exposiciones. Los óleos de Xul Solar, los pesadillescos grabados de Goya y las esculturas de Lola Mora, que eran sus preferidas. A mis once dejó de venir a buscarme y me animó a viajar sola de Hurlingham a su barrio de San Telmo. Habíamos practicado el recorrido muchas veces: un colectivo, un tren, dos subtes y una caminata de diez minutos. Cuando llegó el día viajé agarrada a sus notas para combinar la línea B con la C, moviéndome angustiada entre un tumulto de cuerpos tanto más grandes que el mío. Mi abuelo vivía solo en un atelier que ocupaba todo un piso del edificio. Me armó una pequeña cama en su oficina, vació un cajón y escribió en él mi nombre. La siguiente etapa del entrenamiento requería también jornadas nocturnas, así que empecé a quedarme a dormir de viernes a sábado.


Las nuevas actividades incluían carreras de caballos donde apostábamos nuestro dinero, recolecciones de “buena madera” en los potreros y basureros de Barracas, ensayos y funciones del teatro Margarita Xirgu, visitas a las milongas, las zarzuelas, los carnavales de la Avenida de Mayo, las sesiones de jazz en el Tortoni. Incluso hubo un período de excursiones a bares de mala muerte del que recuerdo la cara de un barman mirándome desconcertado mientras lustraba una copa, quizá preguntándose si, teniendo a una nena del otro lado de la barra en la madrugada, no debería llamar a la policía.


Y una noche en particular (imagino ahora a mis padres leyendo estas líneas y enterándose de semejante jornada), caminamos hasta La Boca para ir a la Isla Maciel. Un hombre nos cruzó a remo, en esa época era la única manera de llegar. “Preparate”, dijo el abuelo antes de tocar tierra, “que esta es la isla de las putas y los ladrones. ¿Sabés lo que pasa acá en la noche?”. Me acuerdo de los remos empujando el agua casi negra, del miedo que tenía, y de cómo ese miedo fue transformándose en otra cosa. Era una ciudad escondida que vivía casi a oscuras, pero los colores, la música, las comidas, eran como ráfagas de luz abriéndose frente a mis ojos.


Samanta Schweblin / En el taller de mi abuelo





Casa de citas / Samanta Schweblin / Todos los premios

 

Samanta Schweblin en el taller de su abuelo, Alfredo de Vincenzo



Samantha Schweblin
TODOS LOS PREMIOS

Cuando era chica, tenía doce o trece años, y mi abuela me insistía en que me tenía que presentar en el Premio Club Municipal Ciudad de Buenos Aires. Entregaban seis premios. Tres a cuento y tres a poesía. Entonces yo, que soy muy obediente, le hice caso y agarré todo lo que tenía y lo imprimí. Y ahí me presenté. Tenía puesto un jean y una remera amarilla. Y entonces empiezan a entregar los premios, del menos al más importante: “Tercer premio de poesía: Samanta Schweblin”; yo abrazo a mi abuela, ella llorando, tan emocionada y tan orgullosa, porque ahí estaban todos sus amigos del Club. Me dan el premio que implicaba leer la poesía. La leo y bajo. Y después: “Segundo premio de poesía… Samanta Schweblin. Y vuelvo a subir y leo la poesía. “Tercer premio de poesía… Samanta Schweblin. Y entonces empiezan con los premios de cuento. Y me habían dado los tres premios a mí también. Ya la gente empezaba a silbar y mi abuela estaba muerta de vergüenza. Fue increíble.


Samanta Schweblin / Donde no pasa nada, algo sucede






viernes, 18 de noviembre de 2022

Casa de citas / Samanta Schweblin / Desacralizar

 

Samanta Schweblin
Madrid, 2015
Fotografía de Karina Beltrán


Samanta Schweblin
DESACRALIZAR

Lo que tengo claro es que hay que desacralizar la idea del escritor como genio. La escritura es oficio, sí. Se puede aprender, como todo. La principal búsqueda de un escritor es hallar su mirada especial, una mirada que también hay que desacralizar porque está en cada uno de nosotros. Hay que aprender a mirar al mundo a través de uno mismo y eso se descubre en el proceso del oficio. Junto al aprendizaje estilístico, hay un aprendizaje muy íntimo, muy personal, que hay que estar dispuestos a acometer. A mis alumnos lo que les enseño es que lo que uno escribe en una primera sentada es solo material. Hay que luchar con ese material, asumirlo y entenderlo para sacar de él el mejor cuento posible.

Samanta Schewblin /"La espuma de los días", de Boris Vian, me impulsó a escribir




Casa de citas / Samanta Schweblin / El texto

 

Samanta Schweblin
Madrid, 2015
Fotografía de Karina Beltrán


Samanta Schweblin
EL TEXTO

1

Para mí un texto literario es siempre como una pista de coordenadas que no funciona si no hay alguien ahí, dispuesto a seguirlas. Que las cosas no estén escritas en el papel, que las palabras no sean dichas, no quiere decir que no existan, para nada. La información es muy precisa, pero se produce en la cabeza de los lectores

2

Recuerdo que cuando era chica, y aún no sabía escribir, ya le dictaba pequeños textos a mi madre. Siempre he tenido la pulsión de narrar. Cuando me contaban cuentos, tendía a interrumpir, para seguir la narración a mi manera. Recuerdo que me producía mucha ansiedad pensar en el momento en el que había de producirse el impacto, la explosión final de la historia. De niña era muy observadora. Durante muchos años se me tildó de extremadamente distraída, pero lo que sucedía es que estaba centrada en mi propio mundo. No es que no fuese atenta, sino que mi atención estaba en las cosas no ordinarias.


Samanta Schewblin /"La espuma de los días", de Boris Vian, me impulsó a escribir




Casa de citas / Samanta Schweblin / Lecturas

 



Samanta Schweblin
LECTURAS

La espuma de los días, de Boris Vian, fue mi primera lectura transformadora, quizá incluso la primera que me dio unas ganas incontenibles de ponerme a escribir, que me impulsó a hacerlo. También La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa. Y luego, la enorme Crimen y Castigo de Dostoievski. Pero no hace falta que me vaya tan atrás para hablar de libros transformadores. Mi descubrimiento del año pasado fue Amy Hempel. ¿Cómo puede ser que no la haya leído antes? Es una maravilla de las maravillas.


Samanta Schewblin /"La espuma de los días", de Boris Vian, me impulsó a escribir




jueves, 17 de noviembre de 2022

Casa de citas / Samanta Schweblin / Pájaros



Samanta Schweblin

PÁJAROS

Fragmento de Pájaros en la boca


Entonces Sara se levantó, su cola de caballo brilló a un lado y otro de su nuca, y fue hasta la jaula dando un salto paso de por medio, como hacen las chicas que tienen cinco años menos que ella. De espaldas a nosotros, poniéndose en puntas de pie, abrió la jaula y sacó el pájaro. No pude ver qué hizo. El pájaro chilló y ella forcejeó un momento, quizá porque el pájaro intentó escaparse. Silvia se tapó la boca con la mano. 

Cuando Sara se volvió hacia nosotros el pájaro ya no estaba. Tenía la boca, la nariz, el mentón y las dos manos manchadas de sangre. Sonrió avergonzada, su boca gigante se arqueó y se abrió, y sus dientes rojos me obligaron a levantarme de un salto. Corrí hasta el baño, me encerré y vomité en el inodoro. 






BIRDS
by Samanta Schweblin

Then Sara got up, her ponytail shining on one side of her neck and then the other. She skipped to the cage like a little girl. Her back to us, rising up on tiptoes, she opened the cage and took out the bird. I couldn’t see what she did. The bird screeched and she struggled a moment. Silvia covered her mouth with her hand.

When Sara turned toward us, the bird was no longer there. Her mouth, nose, chin, and hands were stained with blood. She smiled, ashamed, her giant mouth arched and opened, and her red teeth forced me to jump up. I ran to the bathroom, locked myself in, and vomited in the toilet.

Birds in the Mouth by Samanta Schweblin



Casa de citas / Samanta Schweblin / Lectora

 

Samanta Schweblin


Samanta Schweblin
LECTORA
Si estaba sola, sin hacer nada, me convertía en un problema para mis compañeros y los profesores. En cambio, si abría un libro, nadie me molestaba porque me veían ocupada. Los libros eran una capa que me volvía invisible, un truco mágico que me permitía desaparecer del mundo y que me hacía muy feliz.

Samanta Schweblin