No sé muy bien la hora que era, pero
recuerdo que los ojos del médico que me explicó todo llevaban la
noche en sus pupilas. Cuando le vi entrar, sabía que él era el
encargado de comunicarme las noticias, esa falsa sonrisa siempre
anticipa lo peor.
-Hola, soy el responsable de todo esto.
-Ya, ¿pero quién me explicará por
qué estoy aquí?
-Indudablemente, yo soy su hombre.
-Pues empecemos.
-¿Estoy muy enfermo?
-No, todo lo contrario, está sano y en
perfectas condiciones.
-Supongo que puedo marcharme, pues,
¿no? ¿Habrá sido una confusión?
-No, ahora se inicia el protocolo
acordado para estos casos.
-¿De qué habla?
En ese momento descorrió las cortinas
que separaban nuestra existencia del enfermo que aparentaba agonizar.
-Mírelo bien, me dijo moviendo su
mano.
-Ya, se ve que está en las últimas.
-Pero observe con detenimiento su
aspecto. Fíjese en su expresión, en sus ojos, en esa pigmentación
de nacimiento que tiene en la frente.
Eso me hizo caer en lo que estaba
pasando. El enfermo de al lado no era un paciente cualquiera, era
alguien demasiado familiar, alguien con un aspecto conocido,
terriblemente conocido. Era yo. Yo con sesenta años más. Esa
mancha, ese rictus en la frente tan propio de mí.
-Pero, pero ¿esto qué es? ¿qué
significa? Musité en un susurro.
-Es usted una copia. Creada con un fin,
y ese fin es ahora. Le necesitamos, o sea, él le necesita. Requiere
un riñón de forma urgente para poder seguir viviendo. Ahora ya lo
sabe, es usted una reserva, una despensa de órganos que iremos
usando conforme el paciente sufra fallas en su organismo. Por ahora
ha tenido suerte, podrá vivir más tiempo sólo con el riñón
sobrante. Pero no se haga ilusiones, no podrá salir de aquí. El
corazón de su original está muy débil.