Irving Penn fue un genio: fotografiando tartas, fotografiando portadas. Las más famosas son las tres primeras, la de la mujer como gimnasta haciendo de letras de Vogue, la de la cara maquillada blanca y la de la mujer en traje de baño descansando que es una maravilla. Sin embargo, a mí me gusta la de Navidad de 1950 en la que sale Lisa Fonssagrives, ya su mujer, con un niño. También es bonita la de Nicole Kidman, mayo de 2004, de las pocas portadas o reportajes que hizo que no fueran bodegones para Vogue, y que demuestra que no sólo estaba perfectamente en sintonía con los tiempos modernos sino que su trabajo era mejor que el del 99% de fotógrafos actuales.
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miércoles, octubre 16, 2013
martes, octubre 08, 2013
lunes, octubre 07, 2013
El Final De Una Carrera
1993, Irving Penn para Vogue USA
Irving Penn murió el 7 de octubre de 2009. Es decir, hace exactamente cuatro años. Es sobre todo conocido por sus fotos en blanco y negro, especialmente de su mujer, Lisa Fonssagrives, una modelo de altura, muy al estilo de Dovima, pero más hermosa y más dúctil que la envarada Dovima en fotografía (la de la foto de Avedon: Dovima con elefantes, vestida de Dior). De alguna forma, a Penn sólo le gustaba fotografiar a su mujer porque era su ideal de belleza. Esto es algo común en el mundillo de la moda donde muchos fotógrafos acaban teniendo relaciones más o menos longevas con modelos que les satisfacen su gusto estético ideal. Y es común que lleguen a casarse y/o formalizar su relación. Pero Penn también hizo dibujos que se publicaron a partir de los años 40 en Harper´s Bazaar y luego ya, tras estudiar artes en Philadelphia, se dedicó a la fotografía. En Nueva York se hizo con el puesto de director de arte de Saks, puesto que antes había ocupado el que fue su profesor en la escuela de arte, y permaneció allí un año, hasta que le dio por recorrerse América y México haciendo fotos.
Cuando volvió a Nueva York con algo que ofrecer, Vogue le contrató. Pero no como fotógrafo sino trabajando en la composición de la revista. Y en octubre de 1943 apareció en la revista su primera portada. Penn conoció a Fonssagrives en 1947, en una sesión de fotos, y se casaron en 1950. En 1952 tuvieron un hijo, Tom, y en esa década Penn abrió su estudio particular en Nueva York en el que se encargó de fotografiar campañas para General Motors o Clinique pero también donde realizó retratos a diversas personas, siempre con un toque uniforme que permite reconocer al Penn de siempre (un primer plano, a ser posible, en blanco y negro, sobre fondo gris, y un cierto estatismo que es perenne en sus fotos) aunque también con distintos grados de creatividad.
La sencillez del atrezzo de las fotos de Irving Penn es uno de sus mayores rasgos de identidad aunque también es una de sus grandes innovaciones, hoy quizá ha perdido innovación ya que casi todo Vogue USA -salvo los editoriales de la bendita Grace Coddington- está fotografiado sobre un fondo blanco (que a Helmut Newton tanto le desagradaba porque decía que la vida no pasa sobre un fondo neutro). Sin embargo, si hoy Vogue USA con Anna Wintour a la cabeza es Caroline Trentini dando saltitos en The September Issue sobre una pantalla blanca, es porque Irving Penn estuvo allí.
La carrera más importante de Penn fue en Vogue porque fue donde pudo explorar la belleza. Es verdad que nunca abandonó los estudios étnicos ni los desnudos (que no se hicieron públicos hasta 1980 por su capacidad de ofender -¿?-) pero es su carrera como fotógrafo de moda la faceta más conocida, quizá porque la fama lo devora todo. También es mejor conocida su obra en blanco y negro (a diferencia de Helmut Newton, por ejemplo) pese a que no sólo se manejaba bien en color sino que en color hizo algunas de las fotografías más impactantes que se han visto en revistas de moda del estilo Vogue y que bien podrían estar colgadas en cualquier museo, no al lado de Warhol o de Damien Hirst, como si fueran una cosa posmoderna más, un bien de consumo; si no al lado de Picasso, de Monet o, mejor, del Bosco ya que causan ese horror bello que tanto gustaba a Felipe II. En estas imágenes se podría etiquetar su ojo rojo, sus labios de abeja, su mujer sin rostro (probablemente mi imagen favorita de Penn) o su muchacha con máscara (que protagonizó la portada de Beauty in Vogue, el libro). Y nadie podría dudar de su talento, ni de su delicadeza.
El estatismo y la planificación son dos rasgos clave de la obra de Penn, junto con su cuidadoso estudio de la volumetría y las sombras, una obsesión que le acompañó toda su carrera. Aunque sus bodegones no son lo más conocido de su producción, sus naturalezas muertas también han definido un estilo de fotográfica para revistas de moda o para producciones con comida, flores o metales (Penn trabajó con todos ellos y su hijo se convirtió en diseñador de productos metálicos).Cuando murió Penn, Anna Wintour y los de Vogue USA se mostraron desolados con la pérdida de un fotógrafo de tanta calidad y cuya carrera siempre había estado unida a Vogue. Lo que no dijeron es que en sus últimos años de vida, murió a los 92, ya viudo, Penn había fotografiado sistemáticamente bodegones para Vogue y no portadas, editoriales o algo más lucido (que habían preferido ofrecer a Testino, Leivobitz, Meisel o similar).
Este editorial, de 1993, es una buena reivindicación del talento de Irving Penn incluso con lo pequeño, igual que Rembrandt con su buey desollado o Durero con su liebre. Sobre todo teniendo en cuenta que Penn creía que "fotografiar un pastel, puede ser arte". Y tanto.
viernes, octubre 09, 2009
El Mundo Perdido De Irving Penn

La misión de un fotógrafo es responder a la llamada de su retina. Únicamente al estímulo de su instinto visual que reclama la atención de su otro ojo -la cámara- para convertir los instantes en eternidades y a las personas en mitos. Irving Penn era uno de esos hombres que definieron no sólo la fotografía moderna sino una cosmología completa.

En su mundo, las mujeres eran sofisticadas pero no estúpidas. Elegantes y refinadas pero no altivas ni con aires de desprecio. Eran amantes y amadas, nunca vejadas ni abandonadas. El mundo era en blanco y negro. Atmósferas vibrantes donde la luz se fundía con la oscuridad descubriendo en una escala de grises de terciopelo y satén, la elegancia de la piel humana. Los hombres, eran caballeros enamorados. Perdidamente enamorados pero no ciegos de amor.

El ambiente era delicioso. El mundo de Irving Penn no tenía ritmo pero sí tenía cadencia. No tenía tono pero tenía matices. No tenía convulsiones pero tenía estremecimientos. La atmósfera del fotógrafo, del hombre que desarrollaba el curso del tiempo en obras de arte congeladas que son las fotografías; no es una atmósfera detenida, de tiempo inerte, robado del reloj. Es una atmósfera envolvente, un guante de seda.

Quizás, lo más hermoso de sus obras aparte de las puras alegorías de la belleza con las que honraba a las herederas de Venus, era el tamiz, el filtro por el que pasaban sus composiciones, casi reptando. Delicadas, paseaban de puntillas dejando tras de sí un rastro de perfume que se podía oler al ver la imagen, el sonido de una carcajada que se podía oír al contemplar el instante; la sensualidad de las piernas entre medias de seda que se podía palpar, el olor del tabaco deslizándose entre los labios y el sonido del fuego devorando, con fruicción pero sin ansia, cada instante.

O, quizás sea eso que las convierte en obras de arte. En emblema del pensamiento de un hombre que cambiaba el mundo con sólo mirarlo y que consiguió que el mundo cambiara cuando era su ojo el que excrutaba de la mañana al atardecer y, luego de la noche a la mañana.

Que son imágenes de damas que no existen más allá de su mundo. Que todos creemos o queremos conocer. Que nos evocan un torrente de sensaciones, de tormentos, de envidias. Que nos susurran un deleite de placeres, una concatenación de emociones que van más allá del mero estímulo respuesta. Quizás, la vida para Irving Penn era más que eso. Más que sinapsis entremezcladas de la misma forma que su fotografía es más que luz, mujeres y composición.

Quizás, por prescindir esa racionalidad. Irving Penn y su obra, su vida, su mirar... son más que una mera sucesión de trabajos, de modelos, de momentos, de sensaciones, de estados y de ideas. Son almas.

Y, ése es el único secreto que le convirtió en un fotógrafo. En un hombre. En un genio.
El alma.
La fe.
El alma.
La fe.

Al fin y al cabo, la labor de un buen fotógrafo es desgarrar cortinas, descorrer velos y retratar mundos.
Para los genios, no hay labores.
Sólo hay motivaciones.
Sólo hay motivaciones.
De ahí que ellos, se conviertan en mitos.
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