La fotografía es un arte duro. Para empezar, muchas personas no lo consideran arte y, continuando en esa estela, al captar lo real, estrictamente lo real, el tema de cuál es nuestro mundo siempre está ahí, palpable, como una verdad evidente. Una imagen no puede resumir una sociedad ni un momento. En una foto no está la temperatura, la humedad, el grado de asfixia, el calor de las sonrisas y las pasiones ni el frío de la envidia y la indiferencia. Se pierde el juego de miradas, generalmente, y sus protagonistas acaban, sí, congelados, de alguna forma, entre tiempos, en un tiempo perdido que no es sino el de la memoria pero el de la memoria desubicada porque uno está en la foto sin estar y está viéndose a sí mismo en la imagen y está siendo visto por otros y captado por una cámara. Un hombre acaba convertido en fotosensibilidad analógica o código binario digital y la belleza, el sol y el tiempo quedan presos para siempre dentro de la imagen.
En realidad, las fotos le gustan a todo el mundo. Incluso a los que dicen que no les gustan. Y, la verdad, es que para ser un arte de tanto grado de técnica, qué poca técnica tiene. Es dar a un botón y ya... y, sin embargo... uno puede ver a dos chicas que posan, muy maquilladas, muy altas, contra un verja toda estilizada, en tonos pastel veraniegos y con sandalias. La cara algo tostada por el sol y la calle proyectándose al infinito como avisando de que habrá vejez y decadencia para esta plenitud hermosa de hoy. Y también puede ver el sueño del verano y de la primavera que hay, por ejemplo, en este día de invierno.