I. Cuerpo transparente, de Max Blecher
A principios de junio estuve presentando La tumba del marinero en Pamplona, en el marco del festival Letrajoven 2013. Es una sensación muy extraña esa de ir a un lugar en donde no conoces nada (y prácticamente a nadie), pero del que vuelves llena de cosas fantásticas. Después del recital y de la cena con los simpáticos chicos del club de lectura, llamé a Roberto Valencia (con el que ya había coincidido en un par de ocasiones) quien me estaba esperando en algún bar del centro (ya no recuerdo nombres, sólo tercios de cerveza y canciones) con un par de amigos y Nerea (la mejor librera del norte, según cuentan, y yo lo confirmo). La noche fue divertidísima (me columpié con Valencia, canté Shoud I Stay Or Should I Go, aguanté hasta las tantas en un antro oscuro, hablando de cosas muy íntimas con N.), pero lo mejor y más entrañable de todo fue el regalo que ella me puso en las manos. Se trataba de un libro diminuto. Seguro que lo conoces, dijo. Pues no, para nada, dije. Entonces sé que te va a encantar, dijo. Y tuvo razón. Guardé entonces el pequeño libro en mi bolso y lo saqué para leer al día siguiente, en el tren de vuelta, aún resacosa. No sé si fue por el dolor de cabeza. Por el mareo. Por el paisaje gris. Por el silencio... pero cada verso que leía iba cavando muy hondo dentro de mí, y entonces, a cada poco, tenía que apartarlo. Guardarlo. Olvidarme hasta un rato después. Demasiada belleza e intensidad en esas páginas, por otro lado, tan breves. ¿Y cómo puede un libro tan diminuto convertirse en un artefacto tan demoledor? Leo en el prólogo que además este es el único poemario de Max Blecher. Que murió joven tras una larga enfermedad y que su estética surrealista se acerca (e incluso supera) a las poéticas más famosas de entre sus contemporáneos. Personalmente, cuando lo leo, me recuerda a René Char y a Joyce Mansour. Y quizá no tenga nada que ver con ellos, o sí, pero sus obsesiones con la víscera, el sueño y lo animal me resultan muy cercanas. Leo en el prólogo, también, que a diferencia de otros Blecher no ve la enfermedad sólo como un tema literario más -no describe únicamente sus síntomas externos- sino que la siente como una vivencia diaria. Como Mansour, de nuevo. Como Char, de nuevo. Como Stanescu, de nuevo. Como la poesía que continuamente ansío y colecciono.
Tus manos en el piano como dos caballos
De cascos de mármol
Tus manos en las vértebras como dos caballos
De cascos rosados
Tus manos en el azul como dos pájaros
De alas de seda
Tus manos en mi cabeza
Como dos piedras en una sola tumba
Max Blecher
II. Diario de una enfermera, de Isla Correyero
Cuando llegué a Atocha escuché algo terrible por la megafonía:
Talgo con destino a Almería, vía seis. Cuando el loquendo anunció tal cosa me entraron unas ganas tremendas de subirme al tren y de ir a visitar a mis padres, así que decidí sacar unos billetes para el día siguiente y dar así una sorpresa a Ana Gaviera, que, sin saberlo, me esperaba en un pequeño restaurante de La Fabriquilla, rodeada por la sierra de Ágata y por el aire. Durante el trayecto y la estancia, yo llevaba
Cuerpo transparente en mi bolso y lo leía de cuando en cuando, entre horas de estudio, entre paseos o comidas con mis padres, entre la lectura de Raúl Zurita (otro que abarcó mis pocos días en el desierto, pero que no me enamoró como esperaba... bueno, sí, aún tengo en mente una montaña de mar y otra de margaritas), etcétera. El penúltimo día que pasé con ellos descubrí por casualidad que en la estantería que se encuentra frente a la habitación en la que he vivido tanto tiempo, había otro librito (este un poco más extenso y alargado) del que alguien me había hablado en Facebook precisamente cuando subí algunas citas de la poesía de Joyce Mansour a mi blog. Se trataba de Diario de una enfermera, de Isla Correyero. Un libro que siempre había estado ahí, repito, pero que yo jamás había visto.
No sabía que teníais este libro, mamá, dije.
Hay tantas cosas que no sabemos que tenemos..., contestó. Lo abrí por la primerísima página y me emocioné mucho ante la idea de tener ante mis ojos el que podría ser uno de mis próximos libros preferidos sí o sí. Y así fue. Le pedí a Ana que me lo dejara y me vi llenando la maleta con las voces impresionantes de Blecher y Correyero. Entusiasmada por acabar el examen que me esperaba en Madrid, por terminar el Sónar que me esperaba en Barcelona y por poder regresar de nuevo a esta mesa, a estos libros, a estas enfermedades. Si en
Cuerpo transparente encontré las similitudes citadas más arriba, con
Diario de una enfermera no pude dejar de pensar en Mansour (esta vez en
Islas flotantes), así como en
Tóxica de Françoise Sagan o incluso en algunos momentos de la prosa de Zurn. Una literatura, la de Correyero, no construida desde la enfermedad sino desde los largos y enigmáticos pasillos de un hospital. Aquí la poeta ve la cara de los enfermos, pero también la de los doctores y la de la propia muerte. Otro libro más que se convierte en bibliografía obligatoria y que a los que rondáis este blog os interesará sin duda.
Porque los mejores libros, creo, no son los que nos cambian la vida, sino los que atentan de lleno contra nuestras entrañas.
He visto el dibujo de la enfermedad y el ramo verde de su rigurosa manifestación, pero no sé en quién está encerrada.
Hay un velo dichoso en la sonrisa de los sanos que se vuelve oscuro en un momento y algo empieza a caer, a perseguirnos, a limitar el punto de la parte herida.
De pronto, el corazón, el hígado, la sangre, el útero, la piel, el áspero ronquido de la voz, la pierna, los riñones, la cabeza.
¿De dónde viene el débil silencio que aparece rodeando la dulce anatomía de un destino humano?
Caemos a la terrible enfermedad sin aviso soberano de una luz.
¿De qué impasible órgano imperfecto nos llega la primera noticia de la muerte?
¿A quién le tocará la sombra fría de esa interrogación que crece y crece?
¿Cuándo es la hora fatal de los cuchillos?
¿Dónde se acercarán con su acidez?
¿A quién las placas veloces de la desesperanza?
¡Oh desvalido cuerpo, carne, qué poderosa y cierta es la infinita enfermedad, y qué ajenos huimos!
Isla Correyero