Aleksandra Waliszewska
La teoría de los órganos que cantan
(un fragmento de El Sueño de Visnu)
Bendita sea la sangre que no se sale de mis venas, benditos sean mis músculos que se amoldan a mi cuerpo. He aquí la gracia interna de estar vivos, de poder mover los dedos para acariciar la hoja. La ética de mis pulmones, mis pulmones atados entre sí por una cuerda, que no avanzan más allá de las paredes de mi plexo. He ahí la ética de mi plexo, de mi plexo lunar y azulado, que marca los límites a mi combustión interna.
He ahí la sociedad secreta de mi cuerpo. Son una danza muscular donde la sangre adora a las dos lunas, son un crecimiento de huesos como caricias. Bendita sea mi sangre, bendita mi columna que reúne las costillas como abrazo. Bendito sea mi cuerpo entero, este cuerpo formado en el vientre de mi madre, sin ninguna mano, sin ninguna ayuda. Bendita sea la ética de mis órganos internos, la ética en la que se confabulan, acaso con más precisión que los astros, porque todo dentro de mí yace con vida.
Bendita la formación de mis tendones, como murciélagos azules sujetados de dos cielos. Benditos mis riñones, pendientes de mi cuerpo por dos clavos. Benditos los discos de mi columna, los cartílagos de mis orejas, el cráneo magnífico que me retiene. Bendita la nieve de mis gemelos, y los pueblos hermosos de mis rodillas.
Heme aquí, heme aquí, cuando uno de los órganos enferma los demás lo cuidan. Heme aquí ante la sociedad secreta de mi cuerpo. Heme aquí admirando la bilis, el semen, la orina. Como tropeles blancos de caballos que descienden por el valle, como tropeles de caballos con el número tres dibujado en los cuartos.
Benditos sean, benditos sean. Una corona de limo para ellos, una reverencia de capa muerta y sueño altivo. Benditos sean, benditos sean, porque me dejan oler los perfumes del tiempo, porque me dejan ver los grandes acantilados, que en realidad son las rodillas de la tierra.
Benditos sean mis cabellos como una corona traviesa, benditos sean los surcos de mi frente, como un despeñadero donde solo crecen las flores más valientes. Benditas sean las praderas de mi brazo, donde las hierbas se inclinan a gozar su sueño. Sean benditos mis pies arqueados, como una escultura risueña que sostiene al mundo. Benditos, benditos sean mis ojos, como papalotes que se escapan de mi cráneo, y vuelan lejanamente a las comarcas de otro cuerpo.
Bendito sea mi pecho, que es el castillo de músculos y nervios, de huesos y tendones, de un pájaro dormido. Su canto es el flujo de los ríos, y el despertar temprano de los árboles en las montañas de mi cuello.
Ahí yace, una confabulación de miembros, una carroza tirada por caballos, que en la tarde se vuelven aves, y que en la noche se vuelven hombres. Ahí, ahí, como un reino donde los músculos del ano se sofocan, y donde los sexos son las flores abiertas de la mañana.
He ahí mi cuerpo, como una risa. He ahí mis brazos, cubiertos de lejanos pueblos y comarcas. En la parte más alta de mi espalda yace un mar que se agita con los movimientos tectónicos de mis pulmones. En la parte más seca de mis tobillos, hay un desierto que ondea largamente por mis años.
Ahí, ahí está mi cuerpo. Y lo bendigo, y me pongo a tirar magnolias por sus puertos, esperando que el mar copule con el polen, y entonces tenga una costa de pétalos, o un naufragio de pétalos, o una caza de pétalos con redes largas por mi hombro.
Bendito sea mi hombro, y bendita sea mi muñeca. Benditos sean mis ojos, y benditos nuevamente sean mis ojos, porque me permiten ver al albatros que navega entre los astros, coloreando los destinos de cientos de niños en la mano. Benditos sean mis ojos, que me permiten ver a los deformes, arrastrando tristemente sus ataúdes por la costa. Benditos sean mis ojos, que me dejan ver a mis amigos con botellas de cerveza rellenas de sueños.
Benditos sean también ellos, porque son los órganos internos de un cuerpo más grande. Yo soy la rodilla, crecida de nieve y lejanía, donde, sin embargo, florece una magnolia roja tan solo vista por unos cuantos. Lorena es una oreja, colgando de las nubes de las tardes, recogiendo esas últimas palabras que siempre dice el sol cuando se oculta. Frida es una pelvis, una mariposa de hueso que sostiene las carnes del mundo. Daniela es una uña, una uña en la que florecen los pueblos de las orquídeas negras.
Gerardo es una pierna, una pierna delicada, y que, sin embargo, podría saltar todos los montes del planeta. Eduardo es un párpado gigante, su deber es cerrar las cortinas al teatro que es el mar, recoger los clavos que sostienen a los cielos, descolgar las poleas con las que bajaban las estrellas. Omar Jasso es una línea en la mano, una línea tan rara que ningún vate podría descifrarla. Abigail es una costra formada por los dedos del tiempo, una costra sucia, muy sucia, destinada a sanarnos. Ema es una pestaña caída del cuerpo, una pestaña que bien empleada puede ser más poderosa que un cometa.
Miguel es un riñón derecho, capaz de contener el mar de así quererlo. Luna es una rosa de hueso que gira, lentamente gira, entre dos ejes de calcio que une. Y Rebeca es una costilla, una costilla que abraza a todos nuestros órganos. A ellos, a todos ellos, que son los órganos de un cuerpo más hermoso, yo los bendigo, con esta lengua que me ha crecido tanto, tanto.
Benditos sean, benditos sean. Y también bendito sea mi cuerpo, con el que puedo verlos. Bendito sea mi cuerpo, con el que puedo oírlos. Benditas sean mis manos, con las que puedo tocarlos. Bendita sea mi lengua, y mis dientes, y mi garganta, y mis labios, y mis cuerdas; con las que puedo cantarles todo el día. A ustedes, a ustedes, que son la cosmología interna del gran libro.
A ustedes, a ustedes, que son los arcángeles que saben escribir poemas. A ustedes, a ustedes, que han mirado los mares durante tantos años. A ustedes, a ustedes, a los que les escribo mis teorías, como tirando lágrimas a una botella. A ustedes, a ustedes, mis palabras. Benditos sean, benditos sean. He dicho. La ética de este libro, es la sangre que corre en sus cuerpos.
(David Meza)