Publicado hoy en El Cultural
Pisé el desértico mar del Cabo de
Gata a los tres años. Mis padres me arrastraron hasta allí en lo que fueron sus
primeras vacaciones como adultos, o padres, o lo que quiera que fueran en aquel
1994. Siete horas de tren hasta Almería, otra de autobús hasta el Cabo y huelga
de basuras en aquel pueblo aún diminuto y (siempre) feucho. Bueno, todo pasó.
El horror pasó. Lo feo pasó porque, cuentan mis padres, allí estaba ese mar, al
final de todo, ese poniente inmenso, sólo horizonte, para no volver a querer mirar
hacia atrás. Se enamoraron y desde 1996 no han dejado las tierras almerienses.
Crearon allí su nido, también mi nido, con el Cabo como paraíso.
En aquel tiempo, durante los
noventa, yo aún no era consciente de que por esas mismas tierras rondaba el poeta
al que más tarde admiraría tanto: José Ángel Valente. Cuentan mis padres que a
los siete años me llevaron a un recital suyo y que el poeta pasó un buen rato
hablando de las maravillas del Cabo de Gata, de su parque natural y de su
puesta de sol. “La puesta de sol del Cabo de Gata es la herida de Dios”, un
poco cursi, en principio, esta metáfora, pero certera, porque si he de elegir
un lugar y un instante precisos en este planeta, me quedo con el Cabo de Gata
hacia las nueve de la noche y en verano, y con ese cielo magnífico y una
cerveza del bar El Cabo, y las olas y el mar ahí, sí, ahí y el cielo ahí, sí,
ahí... y no sé si será la herida de Dios lo que veo ante mí, o la herida de
José Ángel Valente, llena de sal... y que ahora tanto echo de menos.