Agata Orzeszek (ed. en castellano) / Xavier Farré (ed. en catalán)
Antes de empezar esta novela, uno debe despojarse de ciertos corsés mentales en los que, en ocasiones, nos auto embutimos al entrar en un nuevo libro. Es habitual comenzar un texto queriendo encontrar un hilo argumental, una estructura definida, unos personajes recurrentes que faciliten la continuidad narrativa, pero en este caso no es así y hay que celebrarlo, pues existen pocas ocasiones en las que un libro exija que abramos la mente e iniciemos la obra sin ideas preconcebidas, partiendo de cero, desde la inocencia de quién desea, simplemente, gozar de la calidad de un texto. Y Olga Tokarczuk lo consigue en gran medida en este libro, a pesar de no ser una obra para un público amplio.
«Los errantes» es un libro de género difícilmente clasificable, a caballo entre ensayo, libro de viajes, conjunto de relatos y novela, y al que hay que aventurarse con la mente abierta, pues cuando el argumento del libro es prácticamente inexistente y consiste en una fina línea que no une, pero sí pone un marco referencial a pequeñas historias, es importante estar receptivo y centrarse en disfrutar del potente estilo narrativo. Así que, dejad de lado prejuicios y expectativas, no esperéis una historia única sino un conjunto de ellas en apariencia inconexas, pero plasmadas con una innegable coherencia conceptual; olvidaos del argumento y, de esta manera, desnudos ante un texto que se presenta profusamente desestructurado, aventuraos a disfrutar sin ataduras ni complejos de la lectura de este libro buscando principalmente el deleite en cada uno de sus relatos o reflexiones.
Con las altas expectativas propias de quien comienza la lectura sabiendo que la autora de esta obra ha sido galardonada con el último Premio Nobel de literatura, uno espera potencia narrativa y pocas páginas bastan para percatarse de la intensidad que imprime la autora. De narración fragmentada, ya el primer relato sirve perfectamente para calibrar el estilo de Tokarczuk, quién sitúa la protagonista en una extraña tierra de nadie, una espectadora distante de una realidad que uno vislumbra fría, solitaria y algo sombría. Y este estilo se mantiene a lo largo de la novela, y en ocasiones se agudiza. La prosa de la autora es brillante, intensa por reflexiva, emocional por poética, pero en ocasiones parca y seca, casi aséptica. El lector permanece expectante, en estado de alerta aguardando a que algo estalle, y la autora sabe cómo mantener esa tensión narrativa a la vez que mantiene una prosa de precisa meticulosidad y rica en matices. En esta apertura a la obra nos percatamos del estilo y de un tenso ambiente narrativo que encuentra su reflejo en el lector, inquieto ante la dificultad de ver en él algún tipo de continuidad argumental; no la busquéis, no la hay ni se espera que la haya. Y, es más, el lector no debe intentar encontrarla ni obsesionarse con ella.
Argumentalmente, la novela que ha escrito Tokarczuk es un mapa anatómico y anímico de la vida, de su inconsistencia y vacuidad, de su inexorable temporalidad y prácticamente absoluta inexistente incidencia. No hay vidas que repercutan en algo mayúsculo, sino pequeñas gotas de realidad que se filtran por las capas finas del avance de unas vidas que juntas conforman un presente que no se sabe hacia donde será conducido. Así, como en un viaje onírico de historias fragmentadas y episodios en apariencia inconexos, abriendo el abanico en los sucesivos relatos, la autora nos habla de trenes, museos y aeropuertos; de albergues y lugares ocupados por personas en tránsito continuo, un tránsito físico y emocional, deambulando a veces sin rumbo fijo, y la autora nos transmite esa angustia casi nihilista, de ciudadanos despojados de orígenes y raíces, como en un transitar vital sin principio ni fin por el cuerpo del mundo.
De amplio espectro argumental, esta novela se sustenta en la temporalidad de las vidas de cada uno, retratados como almas errantes, como en una estación de paso de aquellos trenes que aparecen puntualmente en la novela, donde la vida no tiene origen ni destino, donde parece no haber pasado ni presente y, si lo hay, no parece tener cabida en su propia vida. Porque la novela nos habla de mapas e islas, de trenes y bares, de aeropuertos y sitios encerrados como unas vidas sin expectativas, casi inamovibles, delimitadas y limitadas por un pesar que lastra sus próximos movimientos, como si de tendones se tratara, siempre en tensión, siempre intentando devolvernos a la condición original. Tokarczuk observa las vidas, a través de la distancia de la soledad de un hotel, a través de innumerables ventanas que de noche muestran fragmentos de vida desnuda tras inexistentes cortinas. Y en esos análisis exhaustivos también del cuerpo humano, de las costumbres, de la lengua o el tiempo y los espacios, nos sitúa en un escenario móvil y cambiante que muestra de manera inexorable los diferentes rasgos y apariencias de la vida. De esta manera, durante las aproximadamente cuatrocientas páginas de relato, asistimos a un desfile de variopintos personajes, disecadores, fotógrafos, científicos, escritores, emperadores, zares, religiosos, que narran historias relacionadas con el cuerpo, con las personas, con los viajes. Toda la narración está envuelta de un sentido global en el aspecto temporal pero también en el geográfico y, en su carácter efímero y cambiante, nos hace partícipes de una visión grande del mundo y pequeña del ser humano, por su insignificancia, por su caducidad, por ser importantes sólo en el ahora y el aquí.
Como en toda novela de relatos, o fragmentos, o ideas, o como podamos etiquetar esta obra, el texto que nos ocupa es irregular, pues asistimos a disgregaciones anatómicas de relativo interés, pero también a profundos análisis y reflexiones sobre el tiempo y el lugar. Y faltaría a la verdad si no dijera que, en ocasiones, se hace algo cuesta arriba, pues la ausencia de hilo argumental tienta a alternar con otras lecturas y, superado ya el ecuador del libro, uno empieza a temer que tal vez su extensión sea excesiva. Y me explico: cierto es que la narración es detallada y rica, pero la fragmentación y la poca conexión entre historias (más allá de la idea supra narrativa que engloba todo el libro de manera conceptual y la repetición en diferentes capítulos de algunos personajes centrales) uno encuentra que es algo desmesurada. Es por ello que no es un libro apto para todos los lectores y de ahí el matiz en la recomendación, pues su estructura, su minuciosidad descriptiva en ocasiones casi obsesiva y sus excesos puntuales pueden alejar a cierto público poco acostumbrado a la novela experimental.
En resumen, una novela interesante en planteamiento y reflexiones, con fragmentos de muy alta calidad, donde Tokarczuk expone la visión del mundo y sus habitantes, donde nos transmite la concepción del mismo como un cuerpo, con las personas recorriendo sus caminos trazando infinitud de vías arteriales en un viaje en tránsito continuo e interminable. Y en este aspecto se comprende la complejidad de la traducción del título original en polaco, pues su interpretación no es única; así se entiende que se haya traducido como «Flights» (Vuelos) en inglés, «Cos» (Cuerpo) en catalán o «Los errantes» en castellano, todas ellas traducciones acertadas, pues todos somos personas errantes que viajamos por el cuerpo del planeta, seres de una infinitesimal importancia e incidencia en la vida de un mundo que a veces nos parece lejano y extraño, pero que recorremos de manera inexorable e incesante buscando, tal vez, aquello que dé sentido a nuestras vidas. Recorremos el cuerpo del mundo buscando aquellas vías respiratorias que insuflen ese aliento que a veces necesitamos para transitar por nuevos caminos y trazarlos, y en ese viaje vital, nos encontramos perdidos, desorientados, solitarios en nuestra búsqueda, pero no solos. En esta aventura plagada de almas errantes nos encontramos todos, aunque a veces no seamos conscientes de ello.