La novela de la
multifascética escritora Karen Chacek, La
caída de los pájaros, nos narra la historia traumática de la sociedad
adulta a dos años de un suceso catastrófico: un diecinueve de abril las aves se
precipitaron muertas sobre la ciudad. A partir de ese momento clave, los niños
se sumieron en un sueño del cual no han podido despertar, monitoreados en los
diversos hospitales y pabellones de atención médica infantil. Violeta, la
protagonista de esta historia, tras sufrir un accidente en el Metro, y del que es
la única sobreviviente, comienza a escuchar en su mente la voz de una niña, una
especie de guía, una Virgilio que traza por el infierno de la ciudad desolada
la ruta para que se encuentre con el Fabricante de Aves, un prestigioso
dibujante de cómics al que Violeta admira, y el que permanece en arresto
domiciliario por su sospechosa obra Remolinos
en el cielo, una duplicación arcana de una fábula escrita, también, por la
protagonista y que en una especie de mise
en abyme precipita la misma historia que estamos leyendo.
El Fabricante de Aves, una
especie de oráculo mentor, le explica a Violeta que ella es el vínculo
entre el mundo de los adultos “despiertos” y el universo
alterno, casi paranormal, donde los niños existen sin ser vistos por nadie (aunque
en realidad, solo son percibidos, e interactúan, con unos pocos privilegiados).
Para el Fabricante de Aves traer de regreso a los niños al mundo real significa
reinventar o ver el resurgimiento del mundo.
Tras la lluvia de las
aves que sumió en estado catatónico a los niños, los padres inundan los
hospitales, en específico el Hospital Amistad, para cuidar el sueño de sus
hijos. Como efecto inmediato, la industria comienza a ver mermada su
productividad por el ausentismo masivo. El gobierno pide a las autoridades
religiosas que intervengan enviando emisarios a sermonear a los padres para
brindar aliento, pero, sobre todo, para liberar la “culpa de la conciencia
colectiva” aduciendo una nueva interpretación de las Escrituras y animar a ver
todo este trágico suceso como un acto divino de amor. Tras este lavado de
cerebro, los padres continúan con sus vidas normales, monitoreando desde sus
celulares, tabletas electrónicas o computadoras el sueño de sus hijos en los
hospitales. Como ocurre casi siempre, lamentablemente, a los padres rebeldes,
quienes se niegan a creer en estos nuevos principios religiosos, quienes
asegurar haber tenido contacto con los niños, son enviados a “Sanatorios
Subterráneos”, especie de fosas posmodernas habilitadas por el gobierno para
separar a los adultos “locos” de los “normales” y mantener con ello el orden
establecido de la lógica social del enajenamiento.
Violeta, así, comienza su
periplo por la ciudad en donde va recogiendo indicios, señales palpables de la
actividad de los niños, como los grandiosos grafitis con garabatos, dibujos de
aves, de animales fantásticos o de arañas, que habitan en la ciudad y que nadie
les presta atención (y sí se les presta atención, el gobierno los encierra en
los subterráneos). Tras este planteamiento, donde al mundo imaginativo de la
infancia se le opone la enajenación y el escepticismo adulto, la autora nos
introduce en una urbe con tintes posapocalípticos, para señalarnos una ruta
olvidada, misteriosa y distante a la actividad rutinaria del trabajo, del tedio
posmoderno de la producción en masa, de la malsana sumisión a los objetos
televisivos y multimedia: la que nos llevaría al reencuentro con la inocencia,
con el espíritu creativo y lúdico de la imaginación del niño. Plantea la
posibilidad de diálogo entre mundos y transmundos,
tan caro a obras capitales de la literatura como Peter Pan.
En la distopía propuesta
por la autora, que me hizo recordar gratamente a la película Niños del hombre, existe la represión y
la apatía como ejes rectores de las normas de conducta imperantes. Capta
ejemplarmente cómo un ideal de sociedad se desvía, fuera de control, y produce
realidades a merced de fuerzas destructivas y deshumanizadoras. No es tan
distinto a nuestra triste realidad nacional donde, quizás, nos hace falta
comunicarnos con nuestros hijos y niños, pues padecemos las consecuencias de
décadas y décadas de una mala y permisiva guía educativa, tanto en casa, como
en la escuela o en el ámbito mercantil, donde va involucrada la producción
basura de la televisión. Quizás si nos miramos a nosotros mismos con cierta
inocencia infantil, podremos comprender mejor que nuestro futuro no es nuestro,
que dependemos de las generaciones más recientes, de su particular visión que
generalmente complementa y pone en duda nuestro escepticismo amargoso y casi
ritual. Pienso que estos son mensajes que la autora ha sembrado
inteligentemente en el yermo, en el páramo actual de la ciudad oscura que nos presenta
y que recorre Violeta junto a la niña que la acompaña lúdicamente en esta
fascinante travesía de encuentros, persecuciones gubernamentales y sueños
infantiles en forma de animales que hablan, de dibujos proféticos y de
escritura que linda entre el sueño y la vigilia.
Karen Chacek ha
construido una novela que es indispensable leer, pero no solo una vez, sino
varias veces para comprender sus secretos e ir descubriendo las finas
interconexiones que nos plantea, un trabajo que me trajo a la memoria, por
cierto, la novela del escritor japonés Haruki Murakami, con la que comparte ese
nexo entre los mundos reales y fantásticos (y la influencia fascista de la
sociedad) que nos habitan: 1Q84 (y
por supuesto con la 1984, de Orwell,
matriz de todas las distopías literarias). Así, al igual que la vasta obra del
japonés, la novela Chacek nos ofrece una exploración llena de tesoros,
encuentros con partes de nuestra propia infancia, que nos alienta a vincularnos
más con ese “yo” perdido, sepultado bajo escombros de racionamiento y lógica.
Por ello, me pareció pertinente
la referencia al Hombre ilustrado que
la autora filtra (y se disemina) en algún momento de la novela, un relato de
Ray Bradbury donde el autor nos muestra a un hombre en cuyo cuerpo se pueden
ver montañas y ríos, se pueden escuchar murmullos, voces inquietantes, incluso
se aprecia una vía láctea que se expande sobre su pecho, todo ello son
prodigios que tienen el poder de predecir el futuro. El cuerpo como visión de
nuestra historia personal, de lo que fuimos de niños, cicatrices invisibles,
pero presentes. La Caída de los pájaros
refuncionaliza este motivo, pero en lugar y a la par del cuerpo, la ciudad es
habitada por ilustraciones, por voces paralelas, etéreas, de los niños. Es,
pues, una lectura que superficialmente es breve y sumamente amena, pero
resguarda en su interior numerosos pasajes, claves e indicios que la enriquecen
y que exigen su examinación detallada. Así, he pensado como conclusión que en
nuestra literatura hacen falta, además de los cuentos para niños, historias de
niños, con sensibilidad infantil, como la presente obra, para nosotros, los
adultos aún alienados.
NOTA: texto leído en la Feria del Libro de Hermosillo, Sonora, el 26 de octubre del 2014.
Hugo Medina (1 de febrero 2015)
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