He estado muchos días fuera. Tiene una explicación. Que no voy a dar porque como decía Jeff Goldblum en Reencuentro pasamos demasiado tiempo justificando nuestros acciones y pensamientos. Mucho más tiempo del que pasamos follando y eso no puede ser (o algo así, que lo escribo de memoria porque me da pereza poner la peli y buscar el momento). Así que sin justificación.
A. lleva el embarazo estupendo. Está hermosa y radiante. Y yo lo llevo con dignidad. Nada de chistes sobre ballenas, ni saltar del sofá cuando se sienta, ni nada de eso. Solo ir acumulando tensión y miedos. Mucho miedo.
¿A qué? A todo. Quiero decir, voy a ser padre y, no me entendáis mal, no me asusta el hecho de serlo, si no el hecho de ser bueno. ¿Lo seré? ¿Seré un buen padre? ¿Tendré la capacidad suficiente como para criarla, ayudarla a crecer y darle las herramientas suficientes para que tenga una buena vida, tome las decisiones correctas, aprenda de sus errores, nunca pierda el sentido del humor, me pague un viaje a Las Vegas, escoja una buena residencia y me ponga como asistentes a dos enfermeras de veinte años completamente inútiles? (sí, lo sé es sexista este comentario, pero para ese momento tendré como ochenta años y ya me dará igual todo). ¿Podré con todo esto? ¿Y si tiene miedo ella? ¿Y si le hacen daño? ¿Y si una abusona en el patio del colegio le quita el bocadillo?
Todo esto, claro, no ha hecho más que hacer que otros miedos surgan y me atosiguen. Y quiero hablar en concreto de dos de ellos. Dos que una noche compartí con A. y mi buen, pero insoportable amigo Jordi y me miraron como si estuviera diciendo una tontería.
No, no es ni mi miedo a los saltos temporales espontáneos, ni que mi vecino de enfrente sea un científico loco que quiere sustituir mis manos por pechos, ni una invasión zombi que me pille en una reunión del gremio o en un autobús dirección Barcelona. Estos dos miedos son contraer escorbuto y los huevos.
Me explico. Tanto uno como otro tienen fácil explicación. Con el escorbuto... bueno, es que no me gustan los cítricos. A ver, que no soy mucho de fruta en general, pero los melocotones, manzanas, melón, pues bien. Pero los cítricos es que no puedo con ellos. Ni naranjas, mandarinas, ni... no sé... los otros... ¿hay más? Soy consciente de que James Lind aconsejaba a los marineros que tomaran cítricos para no enfermar, pero es que la idea de comerme una naranja... puaj. Y, claro, me da que un día de estos, aunque no sea marinero, me levante una mañana con dolor de encías y, pam, escorbuto al canto. Y claro para vencerlo tengo que comer cítricos y como no me gustan... a morir.
Los huevos... es más sencillo. No es que los encuentre obscenos ni nada de eso, es que... cada vez que tengo que cascar uno me entra el pánico de que al romper la cáscara me encontraré con un pollito dentro. Y no puedo... A. intentó explicarme algo de que un gallo conoce a una gallina y se encuentran atractivos y se retiran a un lugar apartado y..., pero como no utilizaba marionetas como que me despisté. Cada vez que voy a cascar un huevo hay un momento de duda, de intentar detener el momento, suspenderlo y que alguien me conceda visión de rayos X para comprobar que no hay ningún pollito a medio formar dentro.
Y esto es todo. Como entrada de retorno ya sé que no es gran cosa, pero algo es algo y todo es recomenzar. Un día de estos explicaré la imposibilidad física que sufro para separar los palillos que dan en los restaurante chinos / japoneses.
El verano del pequeño San John
Hace 3 días