Mostrando entradas con la etiqueta Icoños. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Icoños. Mostrar todas las entradas

lunes, 4 de enero de 2010

Una única tradición navideña

Dicen los entendidos en estas cosas que la navidad y las fechas que la rodean es época de tradiciones, de rituales que se repiten un año y otro. El tió atiborrándose de mandarinas para luego darle con un palo, las cenas familiares, los regalos, llevar la carta a los pajes, la cabalgata, las compras de última hora, las campanadas, los "feliz año" y "buenas fiestas" soltados sin ton ni son a las más variopintas criaturas de la calle (incluidas aquellas a las que se ignora/odia/desprecia el resto del año), etc.

Como animal social que me dicen que soy (desde la Grécia clásica que oigo el sonsonete éste) también me veo arrastrado en esta vorágine de tradiciones y tópicos. Las cenas/comidas familiares son inevitables y desde la irrupción de mi sobrino son más divertidas. Las colas de última hora me las ahorro como comprador, pero las sufro como vendedor. Llevar la carta a los Reyes ya se hizo con ese pesar tan mío de dejar a un lado mi radicalismo republicano. El ritual del fin de año para una parte del mundo porque para otra parte (judios, musulmanes, budistas, jedis, maradonianos, etc.) se celebra en otra fecha. Las felicitaciones por la calle... aunque evito siempre deser "feliz navidad" porque me resulta algo hipócrita celebrar el aniversario de un señor que no creo ni siquiera que haya nacido y en el que no creo en absoluto.

Pero sí que hay una tradición navideña en la que participo entusiasmado y en primera línea de fuego. Y, aviso, no es nada original ni diferente ni vanguardista ni underground. Así que olvidad la idea de verme en representaciones de porno belenes vivientes, villancicos dodecafónicos y cosas de esas. Me refiero a uno de los grandes tópicos de las navidades.


Sí, es éste. Tragarme cada año ¡Qué bello es vivir! (It's a wonderful life, Frank Capra, 1946). Y lo hago con un gusto... Pongo la película en el DVD, me siento en el sofá, empiezan los créditos, las primeras imágenes del pueblo nevado, las oraciones por el pobre George Baile y empiezo a llorar. Porque habré podido ver esta películas unas doce o trece veces, pero el resultado siempre es el mismo y en las mismas escenas. Llorar con elegancia y mesura. En serio... aunque mi buen amigo Jordi me defina viendo la película como, y cito casi textualmente, "un gimoteante amasijo de carne tembloroso y lleno de mocos que se balancea dando patéticos alaridos", conservo una inusitada elegancia. Como en todo lo que hago, coño.

No lo puedo evitar. Y no lo quiero evitar. Sé que se le pueden achacar mil y una cosas a esta película (su ñoñería, su convervadurismo, su sensiblería), pero por mi parte es una de las películas más importantes en mi corta, pero meteórica vida. Pensemos que la dirige Frank Capra que junto con Howard Hawks y Gregory LaCava es uno de los inventores de eso que se llama comedia moderna. Que sale James Steward. Que la lista de secundarios es maravilla y todos y cada uno con su peso; Thomas Mitchell, Ward Bond, Gloria Grahamme, Lionel Barrymore, etc. Por ese idealista mensaje de unión, ayuda y fraternidad. Porque cree en los milagros. Porque sale un ángel genial. Y porque aparece radiente de belleza Donna Reed, una de esas actrices que descubrí de muy jovencito y que decidí que formarían parte de mi familia.


Cada vez que la veo la disfruto. Supongo que es la magia de un gran guión y de una idea que a todos nos ha pasado alguna vez por la cabeza, ¿cómo sería el mundo si no hubíeramos nacido? A veces pienso en esta cuestión y veo este posible mundo sin mí.


Y nadie puede decirme que no pueda ser una posibilidad.

Además, este año ha sido maravilloso compartir los lloros con A. Si es que pocas cosas hay mejores en la vida que llorar con una película. Aunque el resultado de eso sean los ojos rojos y un impresionante dolor de cabeza.

Os dejo la escena final de ¡Qué bello es vivir! y me despido. Voy a descansar un rato. Ser la pieza fundamental del planeta que impide una posible invasión es agotador.


lunes, 23 de noviembre de 2009

Mis icoños. Cine I

Esta nueva serie de entradas viene motivadas por dos motivos:

a) Un buen amigo me dijo una vez.

- ¡Con lo que te gusta el cine y lo poco que hablas de él en el blog!
- Mira...
- Pues ya sabes lo que te toca.
- ¿Es una orden?
- Sí.

b) Un tipo listo de esos que leen libros gordos sin dibujos, habla con acentos y pronuncia la hache dijo una vez que para los que pretenden ser escritores (y supongo que para el resto de enfermos que quieren dedicarse a algún tipo de creación, llámalo, artística) la verdadera influencia son esas lecturas que marcaron en la infancia (llama lecturas, llama películas, llama ilustración, etc.). Y que la posterior creación no dejan de ser reescrituras de todo aquello que se leyó de niño.

No sé que de verdad puede haber en esta afirmación, ni siquiera si la afirmación es correcta o verdadera o si tan siquiera existe y no es más que uno de esos recuerdos inventados que acabamos creyendo que pasó (como lo de quedarme tres nochesaislado en aquella cabaña en el bosque con un montón de universitarias borrachas con toneladas de cerveza, nata montada y una mochila llena de juguetes sexuales...), pero me gusta.

Así que después de valorar esto, debatirme entre la realidad y el sueño, pasar una tarde en la librería con el fascinante trabajo de puntear facturas (¿algún voluntario para sustituirme? Es muuuuuy divertido, de verdad), necesitar un par de días para hablar de mi cumple y bla bla bla, que me he decidido a hablar de todas aquellas expresiones culturales que de alguna manera, para bien o para mal, marcaron mi infancia y por ende mi vida como ¿adulto responsable?

Y hoy toca cine. Pues vamos. No cierro los ojos, porque si no me duermo, pero echó la mirada atrás e intento recordar algún mito o icoño cinematográfico que marcara mi infancia... A ver...

Si con cinco o seis años alguien me hubiera preguntado quién era mi actor favorito con total seguridad habría respondido...


Sí, Yul Brynner.

Y no preguntéis porqué, pero de pequeño este actor ejercía en mí una atracción magnética. Una total fascinación desde el día que vi aquella película llamada Almas de metal (Westworld, Michael Crichton, 1973), una interesante película de ciencia ficción que durante un tiempo consideré la mejor película de la historia del cine (hasta ese momento había visto poco cine, la verdad, y en nada llegaría a mis manos la versión original de King Kong y entonces sí que mi vida cambiaría). Yul Brinner era uno de los robots que se rebelan en la película y aparecía con su clásico atuendo de pistolero, vestido de negro de arriba a abajo; entonces no sabía que esto remitía directamente a otra película que al verla de pequeño me hizo disfrutar como un loco, Los siete magníficos, donde para más inri aparecía Steve McQueen, pero de éste tipo ya hablaremos.


Para mí Yul Brynner es una figura muuy importante en mi infancia. Por haberse convertido en mi primer héroe y referente cinematográfico, porque me descubrió el western como género y sentó las bases para el cine de John Ford, Sergio Leone, Howard Hawks, Clint Eastwood, Anthony Mann y tantos tantos otros que convirtieron el cine en arte.

Porque gracias a Los siete magníficos años después descubrí Los siete samurais que me descubrieron a Akira Kurosawa, que me descubrieron el cine japonés, que me llevó a Por un puñado de dólares, que me llevó a Goldoni...

Porque recuerdo a mi madre cosiendo mientras mirábamos las películas en la tele y lanzando un suspiro de tanto en tanto acompañado siempre de la frase "Pero qué guapo que era" (frase que también decía con Paul Newman, Rock Hudson, Tirone Power, Cary Grant, Sidney Poitier, etc.)

Porque nunca entendía porqué Anne Baxter en Los diez mandamientos prefería la compañía del pesado de Moisés al único Ramses II válido para la historia.

Porque la primera vez que me encontraron tatareando una banda sonora era ésta:



Porque me supuso un mazazo verlo cantando y bailando en El rey y yo. Aquel no era el mismo tipo que se liaba a tiros con Elli Wallach y su banda de forajidos.

Porque la primera vez que lloré por la muerte de un actor fue por la suya. En aquellos años los actores de las películas eran eternos, semidioses que siempre estarían allí y al ver la noticia en el telediario me sentí un poco huérfano y un poco más sólo. Ya entonces el cine era algo muy personal, muy importante y de amor visceral.

Y, por último, por mucho que me aburra esta película, reconozco que me gusta esta escena y la canción. Supongo que como me dijeron una vez, en el fondo soy algo ñoño. Además, nunca hay una mala excusa para ver a Deborah Kerr.